LOS JÍBAROS Mario Levrero
Temía
que los Jíbaros redujeran su cabeza. El temor parecía instalado en él desde siempre,
pero sólo en cierta etapa de su vida comenzó a cobrar la fuerza de una
obsesión.
Llegó
a dormir con los dientes muy apretados y la cabeza muy hundida entre los
hombros. Esto le provocaba fuertes dolores durante el día. La imagen predominante
era la de su cabeza absurdamente empequeñecida, con los labios abultados y
cosidos entre sí, y los párpados cerrados -tal como había visto alguna vez en
una revista la fotografía de un auténtico trabajo jíbaro.
Cuando
se pusieron de moda, fugazmente, unos llaveritos con imitaciones en plástico de
estas cabezas, evitaba las vidrieras de los quioscos y de los negocios de
fantasías y durante un tiempo también evitó en lo posible salir a la calle.
Y
cuando el tormento lo acució a un grado difícil de tolerar, consultó a un
terapeuta. Este le hizo ver que probablemente se tratara de un complejo de
castración, derivado del Edipo. Él trató honestamente de asimilar la idea, y en
otra entrevista explicó que no sentía el temor de otras formas de mutilación
-como por ejemplo la guillotina-; que, desde luego, cualquier forma de
mutilación, la castración incluida, sería para el una tragedia; pero que no era
la mutilación en sí el tema central de su obsesión, sino aquella imagen que le
había detallado prolijamente en la primera entrevista, y que en esa imagen
había algo más, algo como un núcleo misterioso y diabólico a la vez que tonto y
ridículo. El terapeuta no pareció interesado en ahondar en esos aspectos del
problema, y después de algunas entrevistas más, limitadas a repetir más o menos
el mismo esquema, él dejó de visitarlo.
Algunas
confidencias desesperadas a los amigos trajeron como consecuencia un período de
burlas, a veces bastante directas, y hasta de bromas macabras. Una vez, en la
calle, oyó una voz en falsete que gritaba "¡Cuidado'" "¡Los
jíbaros!" y, sin intentar la identificación del bromista, se sintió
hondamente traicionado.
Algún
otro amigo, con sincera simpatía, trató de absorber el problema y de ofrecerle
soluciones. "Es un pueblo extinguido", o "Ya los jíbaros no se
dedican a esas prácticas"; pero a él nunca le había interesado ese tipo de
detalles: ni siquiera tenía idea de en qué región del mundo existían, si
existían aún. los jíbaros; la misma palabra, "Jíbaros", sólo tenía para
él significado en la relación con la imagen que lo atormentaba, y comprendía
perfectamente que el tormento sería el mismo aunque los jíbaros hubiesen sido
el producto de la imaginación de un escritor o de un historietista.
Llegó
a temerle al sonido del timbre de la puerta de calle, y muchas veces dudó en
atender, o directamente no atendió: no esperaba exactamente encontrarse con un
grupo de jíbaros en la puerta, pero sí con algo que pudiera complicarlo en una
aventura cualquiera que desembocara en la reducción de su cabeza.
Se
notaba cansado, envejecido, triste y sin perspectivas de futuro. No le gustaba
la bebida, pero de tanto en tanto, por distraer la obsesión, entraba a algún
boliche y tomaba una copa, o dos. Una noche tomó tres, y eso le permitió
franquearse con un desconocido en el mostrador.
El
desconocido estaba mal afeitado y usaba una ropa que parecía quedarle un poco
grande. Lo escuchó atentamente, y sólo le interrumpió para exigir una mayor
precisión en un par de detalles, que a él le habían parecido por completo
accesorios.
-Lo
suyo es admirable -dijo por fin el desconocido, y el se sorprendió.
Espió
el semblante del otro y no encontró el menor atisbo de burla, sino una especie
de ternura, o tal vez de dolorida sabiduría en la mirada, que lo hizo sentirse
mejor.
-Fíjese
-continuó el desconocido-. Me paso el día escuchando estupideces. Todo el mundo
preocupado por cuestiones irreales, las cuotas del coche o del televisor, el
partido de fútbol del domingo, la política... Usted tiene un problema real, un
problema que es verdaderamente suyo. Me alegro de haberlo conocido -y con la
copa minúscula en la mano, hizo un ademán como para brindar pero, sin agregar
más nada, la bebió de un largo trago. Luego pareció perder interés en lo que lo
rodeaba.
Pasaron
unos días, y él se fue sintiendo cada vez, mejor. Poco a poco iba perdiendo el
miedo. Sabía que muy probablemente su cabeza terminara ridículamente reducida,
con los párpados y los labios abultados y cosidos, colgando como trofeo a la
entrada de alguna choza, entre los pechos de una negra o en la vitrina de un
museo, pero esta idea ya no le hacía perder dignidad. La imagen le seguía
repugnando, pero en adelante, ya no le impediría vivir...
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