domingo, 20 de diciembre de 2015

María A. Escobar



La espera María A. Escobar

Sentía como si una plancha de acero se hubiera instalado sobre su cabeza,  Ese cielo plomizo, esa humedad que no era lluvia sino que parecía brotar de las baldosas, de las paredes y goteaba de los techos, hacía que sus articulaciones crujieran como una rama seca.
Suspiró pensando que había que pasar un trapo en el piso, aunque no secara, pero, por lo menos sacaría las huellas de zapatos embarrados y luego hacer un camino de cartones que algunos ignorarían.
Estaba viejo. Estaba cansado, pero seguiría trabajando en el bar porque  esa era su casa, su verdadera casa. La otra, la suya, era el silencio o el televisor y la soledad. Sobre todo la soledad desde  la muerte de Alcira. En el bar había gente, algunos habitúes con los que podía hablar un rato, aunque cuando Rodríguez  instalara el plasma todos parecían hipnotizados frente a la pantalla, sobre todo si había fútbol. Pero el comentaba con la gente un gol fracasado, los aciertos de algunos jugadores.  Hablaba casi como un experto aun cuando, en el fondo, le importaba un pito. Pero lo que sí le importaba era la palmadita familiar conque algunos lo saludaban al retirarse a sus casas.  Entonces el sonreía con gratitud.
Cuando hasta el último de los habitúes se había retirado, él comía un sánguche con un vaso de vino.  Rodríguez ya se había ido con el dinero recaudado. El lavaba las copas, platos y cubiertos, limpiaba las mesas y barría el piso.  Al día siguiente sólo tendría que baldear con desodorante y limpiar los vidrios.  A las cuatro de la madrugada cerró todo y fue caminando a su casa.  Estaba muy cansado. Estaba viejo, pero no se rendía. Los pies nadaban dentro de los zapatos y fue lo primero que se sacó cuando traspuso la puerta.  La casa era pequeña, aun para él solo; un living comedor estrecho, una cocina donde solo entraba la heladera y el dormitorio con una ventana que daba a una pared, la del vecino, al que nunca veía porque sus horarios no coincidían, aunque algunas veces  solía verlo en el bar, por la noche.
Se desvistió y se metió en la ducha, dejando que el agua caliente cayera sobre la cervical que estaba contracturada y le producía un dolor punzante que, a veces, sentía que le llegaba a la cabeza. Tanto inclinarse “que va usted a servirse”, doblado, servicial, como lo era la gente de su generación.  Salió algo aliviado, fresco y, en calzoncillos se metió en la cama algo deshecha. Ah, Dios, suspiró y casi inmediatamente se quedó dormido.
A la mañana siguiente baldeó y limpió los vidrios. Rodríguez aun no había llegado y el ya tenía su saco blanco puesto. La gente llegaba más tarde, cerca de las diez, sin embargo, temprano, llegó un hombre. No era de ahí, nunca había estado. Aquel era un local de barrio y venía la gente del barrio. Pero ese hombre  no pertenecía al barrio.
Se sentó en una mesa, cerca de la ventana. Estaba pálido y sin afeitar, el pelo negro tirado hacia atrás con los dedos, su aspecto general dejaba mucho que desear. No le gustaba nada, pero, de cualquier, manera se le acercó y, sin inclinarse, le preguntó qué quería servirse. “una ginebra doble”, dijo y él pensó “alcohólico”, seguramente le temblarían las manos hasta los primeros tragos. Hijo de un alcohólico, odiaba a los adictos al trago. Sin embargo ahí había muchos que se pasaban con la cerveza o el vino. No, no era eso, no sabía porqué ese hombre no le gustaba. Con la ginebra en la mano éste clavó la vista en la calle y así, inmóvil, permaneció largo rato. Pidió otra ginebra doble y luego volvió la vista en un punto de la calle. Y así estuvo largo tiempo. Ya habían llegado algunos habitúes a tomar el vermú del medio día y miraban con discreción hacia la mesa en donde estaba el individuo. A la una y con el local casi desierto el hombre dejó dinero en la mesa. Tambaleando, sacó un revólver del bolsillo y se pegó un tiro en la sien. El local permaneció cerrado por dos días. La policía retiró el cuerpo y él y Rodríguez debieron presentar declaración en la comisaría. Para él era la primera vez que esto le ocurría y no hacía más que pensar “yo sabía que había algo de ese tipo que no me gustaba”.

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