2 cuentos
Nora Azul del Rosario Akimenco
El hombre que sabía demasiado
En
su larga y apacible vida, ese hombre había leído de todo. Sabía de medicina, sobre
la enfermedad y sus causas. Horas y horas pasó indagando a grandes filósofos
como Aristóteles, Platón, Sócrates. De cada lectura, le quedaba un fragmento
que incorporaba en su personalidad. También le agrada la física, las
matemáticas y la química.
Estudió,
además, el lenguaje de los símbolos, con una destreza inigualable. Le encantaba
descifrar los mensajes ocultos de los jeroglíficos de los egipcios.
Inspeccionaba
cómo las flores podían abrirse en la primavera, disimuladas por debajo de las
semillas.
Le
agradaba, además, dialogar con colegas y aprehender su magia. Iba comiéndose
las letras con mucho apetito.
Sabía
de los rituales ofrendados a los dioses, de la esencia de la mujer y su tibieza
al convertirse en madre. Tenía en claro el rol del varón en su calidad de estar
presente frente a la adversidad y su gran espíritu de lucha.
Después
de mucho andar, por los caminos de la humanidad, una noche, bebiendo un vaso de
licor, se dispuso a descansar. Había trabajado mucho.
En
ese estado de relajación y de quietud, vio la luna despegar por el cielo oscuro
con tanta lujuria, que se entregó a los brazos de Morfeo, y así sin saber
demasiado, se dejó llevar por las fantasías y aprendió a soñar.
* * *
Al
preguntarle cuál era su trabajo, me dijo que era vendedor ambulante, de panes,
churros y pancitos con chicharrones. Le Dije -un poco incómoda- que en el Zonal
me habían dicho que “cartoneaba”. Me contestó con sus ojos mirando hacia el
piso, que lo hacía cuando no tenía qué vender. Un sudor frío recorrió mi
espalda, sentí en un acto involuntario, cómo su vergüenza se apoderaba de mi
cuerpo. Mis manos, con las uñas pintadas y sin callos, comenzaron a vibrar.
Estaba inundada del pudor de ese señor apesadumbrado y más ennegrecido por su
confesión. Me sentí salvaje y atropelladora, intenté normalizar mi situación de
desventaja. Le esbocé una sonrisa lo más tierna y sincera que pude. Estaba
avergonzada por tanta crueldad.
El misterio de la alfombra
En
un diario matutino apareció una noticia sorprendente.
Se
busca alfombra perdida. Su nombre: mágica. Al que pueda encontrarla será gratificado
con una valiosa recompensa. Remitir información a esta dirección, ciudad de las
diagonales calle del silencio entre los tilos y los jacarandás. Mantener máxima
discreción.
Intrigada
por el aviso me puse a investigar de inmediato. Llamé por teléfono a la persona
que había realizado la solicitud y me dio detalles de su objeto perdido y/o
robado.
Con
voz deformada para que no la reconociera me dijo que esa moqueta había sido su
testigo durante tantos años de pasión jugando a las escondidas. Entre llamadas
en clave y mensajitos de texto, ella la alfombra había sostenido sus ardientes
encuentros con su don Juan. Era suave, no muy limpia pero sí mullida, por lo
cual las escenas de amor se desarrollaban con gran habilidad y maestría.
Luego
agregó casi llorando, que de no encontrar su tan codiciado fetiche, tendría que
ir a visitar a un traumatólogo, porque le dolían todas las coyunturas, que los
años no venían solos, que no quería quedar en silla de ruedas y qué explicación
le iba a dar a sus familiares y amigos.
Me
quedé en silencio, intentando darle una pista, un consuelo, no conocía el paradero
de su objeto perdido. Sólo tenía una explicación sobre la desaparición del valorado
tapiz: habría volado Al país del nunca jamás.
Moraleja:
“si han de disfrutar a escondidas, que les duelan los huesos”. Párrafo extraído
del Manual del matrimonio perfecto, capitulo 3 Saber inconsciente de alguna
parte engañada.
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