La suerte es mujer
Negro Hernández
Estábamos
en el Tres Amigos, el café de siempre, en medio de una partida de truco con
Jorge, Sandoval y Oliverio, cuando el Mirón tiró la idea: ¿Qué tal si le
hacemos un asado al Gordo para festejar su jubilación anticipada?
Sandoval
contestó inmediatamente: -Me parece fenómeno, contá conmigo para ser el asador,
mientras mezclaba las cartas para el segundo chico.
-Si
la hacemos un viernes por la noche puedo venir porque tengo guardia en el
hospital el jueves, agregó Jorge, levantando un vaso de cerveza como diciendo
¡Salud! con el gesto.
Yo
me demoré en contestar porque pensaba en la partida de truco que hacía un
tiempo que no podíamos ganar y quería, de una vez por todas, romper con la
racha. Esperé recibir las tres barajas, las orejeé, y lo miré a Oliviero, mi
compañero, para que me pasara una seña... un tres.
-¡Venga!
Dijo, y tiró el cinco de copas.
-Estoy
de acuerdo, es una gran idea, yo me ocupo de avisarle al Gordo, contesté. Después
arreglamos quien compra la carne y las achuras. También en la iniciativa de la
propuesta me habían ganado.
-Podríamos
hacerlo en el patio del fondo del café, dijo Jorge mientras jugaba un caballo
de espada.
-¡Envido!
-¡Quiero!
-Veintiocho
-Son
buenas
-Antes
tenemos que pedirle permiso al Gallego para que nos preste el boliche.
En
la tarde soleada de Barracas las pibas que caminaban por la esquina me distrajeron
del juego un rato hasta que una morocha espectacular con el pelo enrulado hasta
la cintura entró en el café y se acercó a una mesa contigua con unos papeles en
la mano. Se sentó frente a un tipo muy parecido a ella (es la hija, pensé), y
se pusieron a charlar. Mi discreción se perdió entre las voces del truco y los
ojos de la muchacha que parecían dos uvas color miel.
-¡Jugá
Negro! dijo Oliviero.
-Y
distraído grité ¡Truco!
-¡Quiero!
dijo Sandoval.
-¡Retruco!
Volví a gritar
-¡Quiero
vale cuatro!
-¡Quiero!
Dije.
Sandoval
puso el siete de oro, y yo jugué el as de bastos.
Cambió
la suerte, pensé. Esa morocha me cambió la suerte. Como se la cambió al Gordo,
el día que le ofrecieron en el banco donde trabaja, el retiro voluntario a cambio
de toco de guita y seguir cobrando un sueldo hasta el momento de jubilarse. Fue
justo un mes antes que se desplomaran los valores de las bolsas de comercio
internacionales y los titulares de los diarios anunciaran una recesión mundial.
No
hay nada que hacer, pensé, las bolsas, la recesión, la jubilación, la suerte
son femeninas.
-¡Grande,
Negro que lo tenemos!
Las
palabras de Oliverio me volvieron a la realidad. El segundo chico estaba casi
ganado, pero faltaba el bueno. Sin embargo el interés por la partida se había
desvanecido entre los ojos de aquella mujer y su cabellera negra y enrulada. Me
moría de ganas por encender un cigarrillo para controlar mi ansiedad y me
incorporé de la silla para estirar las piernas. Lo llamé al Gordo desde mi
celular para comentarle lo del asado mientras me acercaba a la mesa donde
estaba ella y no pude dejar de mirarla hasta que el hombre que charlaba con la
muchacha de dio cuenta. Tan evidente eran mis intenciones que tuve que volver
sobre mis pasos sin que ella se diera cuanta de mi presencia. Entonces me acerqué
al mostrador para preguntarle al Gallego, que estaba preparando una picada
sobre una tabla y había acomodado unos balones sobre la bandeja.
-Gallego
¿hay algún problema para hacer una reunión el próximo viernes, mejor dicho un
asadito en el fondo para festejar la jubilación del Gordo?
-Ninguno.
-Mirá
que van a venir como cincuenta personas.
-Mejor,
así cerramos el boliche y listo.
Volví
a la mesa y detrás de mí el Gallego con la picada y la cerveza. -Ya arreglé lo
del viernes y hablé con el Gordo, dije.
-Desde
que se mudo a Belgrano se ha vuelto medio tilingo, hay que llamarlo a cada rato
para que venga, dijo Jorge, mientras mezclaba las cartas para empezar el bueno.
En
eso la belleza y el señor se levantaron y ella lo tomó del brazo, después
subieron a un auto lujoso y se marcharon.
-¿La
conocés? Me preguntó el Mirón.
-No,
es la primera vez que la veo.
-Anda
siempre por Palermo con algún viejito con plata, dijo.
El
corazón se me partió en dos, como cuando me enteré que los reyes magos eran los
padres.
-Negro,
te toca repartir.
(La
puta madre que los paríó, dije para mis adentros)
Y
seguimos el truco. Yo totalmente distraído y sin ganas de nada. Un minuto
después entró Marta al café y me miró con bronca porque sabía que debo cuidarme
del colesterol y respetar la dieta. Pero no le contesté a su mirada
cuestionadora, y al verme ocupado pidió una gaseosa en la barra como para
esperarme.
Mi
mujer tiene la mala costumbre de invadir mi territorio cada tanto, sobre todo
cuando intuye que me estoy mandando alguna macana, pero esta vez me trajo
suerte y ganamos el partido.
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