jueves, 18 de junio de 2015

Emilio Núñez Ferreiro



Amor de otoño  Emilio Núñez Ferreiro

Hoy, con la nariz contra el vidrio de esta ventana, renacen en mí antiguas sensaciones de mi lejana niñez. Con un dejo de melancolía, acuden a mí memoria los días en que estaba impedido de jugar a la pelota. Percibo el olor a tierra fecundada por la lluvia. Miro hacia fuera, los vidrios de la ventana están llorando. Mi aliento los empaña y, como en mi adolescencia, dibujo con el índice nuestros nombres engarzados. Llegan a mis oídos los quejumbrosos graznidos de unos pájaros. A cada diez meticulosos segundos, una pertinaz gotera cae en un balde y reproduce el indeseable paso del tiempo. Detrás de mí, siento su presencia. Huelo a café recién hecho y me doy vuelta. Me alcanza la taza y sonríe, siempre sonríe. Fija la vista en los cristales y hace un mohín que sólo yo comprendo.
 Las llamas de los leños ascienden y lamen las paredes del hogar. Un tronco chisporrotea; el que lo sostiene cede, y ahora que se han acomodado a los caprichos del fuego, cesa su lamento y comienza a consumirse en silencio.
 Regreso al rectángulo de luz. Llevo un sorbo de café hasta mi boca. Llueve tenazmente. Unas nubes negras, planas y amenazadoras, deciden pasar veloces, pero otras idénticas las suceden. Los álamos se inclinan de espaldas al viento. Una ráfaga arremolina a las pobres hojas que ya no pertenecen a ningún árbol. Las trae hasta mi puerta, y de pronto, las vuelve a barrer hasta la mitad del sendero que va hasta el río.
 Allí arriba, en la cúspide de la chimenea, la veleta no sabe qué hacer. En sólo unos momentos me indica los cuatro puntos cardinales. Veleta caprichosa, mudable. Al fin de cuentas, es una veleta.
 El agua chorrea de hoja en hoja, de rama en rama, de tronco en tierra. La codicia de la greda, lo bebe todo. No obstante, un charco me anuncia que ahí se ha saciado y un hilito acuoso comienza a correr en dirección a la rivera.  Río de aguas cristalinas; hoy turbulentas y opacadas. Torrente preñado de salmones, avanzando contra la corriente, como yo; toda mi vida.
 Extraño al sol. A esta hora ya se habría asomado tras los cerros; teñiría de sutil rosado al crespón de nieve de las cumbres. Le daría cierto atisbo de vida a la hojarasca. Iluminaría la fachada de mi cabaña, tenue y suave, y al verme con la ventana abierta, contemplándolo, me besaría los ojos.
 Estoy descalzo. Quiero sentir, en mis pies, las sutiles vetas de la madera. Ella está en la cocina. Llega a mis narices el aroma de lo que vamos a almorzar. No sé por qué se apresura tanto. Tenemos todo el tiempo del mundo.
 Voy hasta allí, me acerco sigiloso. En el momento que, en puntas de pie, levanta los brazos hacia la alacena, la abrazo de atrás y, con mis manos le estrujo los generosos pechos. Hace que se asusta; finge que se enoja. La beso en el cuello, se estremece. Se da vuelta y me besa en la boca.
 - Vamos a la alfombra. - le digo.
 - Estás loco. - me dice, pero retira la olla del fuego y lleva su mano a la mía.
 El calor del hogar nos acoge. Las llamas desfiguran nuestros cuerpos desnudos. Ya no escucho el viento. No veo el desamparo de los árboles. Olvido la veleta. La gotera parece haber abandonado su rasgueo. La ausencia del sol ya no me importa...
 ... Ella, sólo ella y yo. ¡Ahora, hoy!
 Se apresura a vestirse. Sabe que después de cuatro partos perdió la belleza. No comprende que igualmente despierta mi erotismo; que no hago caso a los años alojados en su cuerpo. Que sigo sintiendo lo mismo que cuando su carne era firme y sus pechos mínimos. ¿Acaso, no compara los estragos que hizo en mí el almanaque?
 Regresa a la cocina. Luego de andar unos pasos, se da vuelta y me sonríe, siempre sonríe. De nuevo escucho el viento. Otra vez la gotera, a cada diez segundos, sistemáticamente.
 Me incorporo; me visto y acciono el equipo de música. Esta melodía me arroba el alma. Recuerdo a Anthony Quinn, es inevitable, e intento imitarlo en aquella escena sublime. Bailo; lo hago mal, pero bailo. En este momento, la felicidad ha venido a visitarme.
 Miro de soslayo y, desde el rellano de la puerta, ella me contempla y ríe. La invito a bailar, se niega. Sigo danzando el tema de "Zorba, el griego". Noto que me canso. Es un cansancio distinto. Me detengo. Siento que un sudor frío me baja, como la lluvia. Tengo la sensación que el aire no me alcanza. Intento sentarme en el sillón. Está cerca, y a la vez muy lejos. Estreno un dolor que sube por mi brazo izquierdo. No sé quién me acierta una estocada en el medio del pecho. Quiero llamarla; mi voz se niega. Al fin me desmorono sobre la alfombra donde acababa de ser feliz. Miro hacia la ventana; mi nombre se ha borrado. Quizás no lo veo. Estoy confuso, no sé qué tengo. Siento miedo...
 ... Reacciono y me encuentro acunado entre sus brazos. ¡Pobrecita, llora!,  y me aprieta contra su pecho. La música persiste; la gotera creo que no. Ella llora, yo no quiero. Yo me había jurado no hacerla llorar más. Siento que un frío horrible se apodera de mí. Ahora me doy cuenta: Me estoy muriendo.
 Desde la ventana, una claridad insólita me ilumina. Mis padres me sonríen. Aquella bebita que Dios nos quitó, me llama. Mi inolvidable suegro me hace señas.
 Clavo mis ojos en los de ella. Quiero pedirle perdón por no haber sido mejor. Intento decirle que no llore. Deseo disculparme por lo que hice y por lo que obvié. Quiero decirle todo lo que la amo, pero no puedo. Hago un supremo esfuerzo y creo que alcanzo a balbucear mi último: ¡Te quiero!
 Lo último que escuché, fue mi nombre. No sé si lo susurró o lo gritó; pero venía de tan lejos…


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