Amor de otoño Emilio Núñez Ferreiro
Las
llamas de los leños ascienden y lamen las paredes del hogar. Un tronco chisporrotea;
el que lo sostiene cede, y ahora que se han acomodado a los caprichos del
fuego, cesa su lamento y comienza a consumirse en silencio.
Regreso
al rectángulo de luz. Llevo un sorbo de café hasta mi boca. Llueve tenazmente.
Unas nubes negras, planas y amenazadoras, deciden pasar veloces, pero otras
idénticas las suceden. Los álamos se inclinan de espaldas al viento. Una ráfaga
arremolina a las pobres hojas que ya no pertenecen a ningún árbol. Las trae hasta
mi puerta, y de pronto, las vuelve a barrer hasta la mitad del sendero que va
hasta el río.
Allí
arriba, en la cúspide de la chimenea, la veleta no sabe qué hacer. En sólo unos
momentos me indica los cuatro puntos cardinales. Veleta caprichosa, mudable. Al
fin de cuentas, es una veleta.
El agua
chorrea de hoja en hoja, de rama en rama, de tronco en tierra. La codicia de la
greda, lo bebe todo. No obstante, un charco me anuncia que ahí se ha saciado y
un hilito acuoso comienza a correr en dirección a la rivera. Río de aguas cristalinas; hoy turbulentas y
opacadas. Torrente preñado de salmones, avanzando contra la corriente, como yo;
toda mi vida.
Extraño
al sol. A esta hora ya se habría asomado tras los cerros; teñiría de sutil rosado
al crespón de nieve de las cumbres. Le daría cierto atisbo de vida a la hojarasca.
Iluminaría la fachada de mi cabaña, tenue y suave, y al verme con la ventana
abierta, contemplándolo, me besaría los ojos.
Estoy
descalzo. Quiero sentir, en mis pies, las sutiles vetas de la madera. Ella está
en la cocina. Llega a mis narices el aroma de lo que vamos a almorzar. No sé
por qué se apresura tanto. Tenemos todo el tiempo del mundo.
Voy hasta
allí, me acerco sigiloso. En el momento que, en puntas de pie, levanta los brazos
hacia la alacena, la abrazo de atrás y, con mis manos le estrujo los generosos
pechos. Hace que se asusta; finge que se enoja. La beso en el cuello, se estremece.
Se da vuelta y me besa en la boca.
- Vamos a
la alfombra. - le digo.
- Estás
loco. - me dice, pero retira la olla del fuego y lleva su mano a la mía.
El calor
del hogar nos acoge. Las llamas desfiguran nuestros cuerpos desnudos. Ya no
escucho el viento. No veo el desamparo de los árboles. Olvido la veleta. La gotera
parece haber abandonado su rasgueo. La ausencia del sol ya no me importa...
... Ella,
sólo ella y yo. ¡Ahora, hoy!
Se
apresura a vestirse. Sabe que después de cuatro partos perdió la belleza. No comprende
que igualmente despierta mi erotismo; que no hago caso a los años alojados en
su cuerpo. Que sigo sintiendo lo mismo que cuando su carne era firme y sus
pechos mínimos. ¿Acaso, no compara los estragos que hizo en mí el almanaque?
Regresa a
la cocina. Luego de andar unos pasos, se da vuelta y me sonríe, siempre sonríe.
De nuevo escucho el viento. Otra vez la gotera, a cada diez segundos,
sistemáticamente.
Me
incorporo; me visto y acciono el equipo de música. Esta melodía me arroba el
alma. Recuerdo a Anthony Quinn, es inevitable, e intento imitarlo en aquella
escena sublime. Bailo; lo hago mal, pero bailo. En este momento, la felicidad
ha venido a visitarme.
Miro de
soslayo y, desde el rellano de la puerta, ella me contempla y ríe. La invito a
bailar, se niega. Sigo danzando el tema de "Zorba, el griego". Noto
que me canso. Es un cansancio distinto. Me detengo. Siento que un sudor frío me
baja, como la lluvia. Tengo la sensación que el aire no me alcanza. Intento
sentarme en el sillón. Está cerca, y a la vez muy lejos. Estreno un dolor que
sube por mi brazo izquierdo. No sé quién me acierta una estocada en el medio
del pecho. Quiero llamarla; mi voz se niega. Al fin me desmorono sobre la
alfombra donde acababa de ser feliz. Miro hacia la ventana; mi nombre se ha borrado.
Quizás no lo veo. Estoy confuso, no sé qué tengo. Siento miedo...
...
Reacciono y me encuentro acunado entre sus brazos. ¡Pobrecita, llora!, y me aprieta contra su pecho. La música
persiste; la gotera creo que no. Ella llora, yo no quiero. Yo me había jurado
no hacerla llorar más. Siento que un frío horrible se apodera de mí. Ahora me
doy cuenta: Me estoy muriendo.
Desde la
ventana, una claridad insólita me ilumina. Mis padres me sonríen. Aquella
bebita que Dios nos quitó, me llama. Mi inolvidable suegro me hace señas.
Clavo mis
ojos en los de ella. Quiero pedirle perdón por no haber sido mejor. Intento
decirle que no llore. Deseo disculparme por lo que hice y por lo que obvié.
Quiero decirle todo lo que la amo, pero no puedo. Hago un supremo esfuerzo y
creo que alcanzo a balbucear mi último: ¡Te quiero!
Lo último
que escuché, fue mi nombre. No sé si lo susurró o lo gritó; pero venía de tan
lejos…
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