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Marta Becker
La estancia Marta
Becker
Dos
kilómetros más allá de la cinta asfáltica que significó el avance de la
civilización se levantaba el casco de la estancia de los Levingston, llegados a
la pampa húmeda con ganas de trabajar y muchas ambiciones, que pudieron
cristalizar con el correr de los años con tesón, voluntad y organización .
Levantaron
una casona enorme, techo de tejas a dos aguas, con una galería hacia donde
desembocaban los dormitorios y el amplio living, de espaldas al sol del
mediodía. Una frondosa parra cubría el techo y las madreselvas se trepaban por
los pilares que lo sostenían. El fresco de esta zona de la casa era un remanso
en los días de verano, donde solían sentarse los dueños y sus invitados,
atendidos por una servidumbre sumisa y silenciosa.
La
cocina, la despensa y las habitaciones de huéspedes estaban en el lado opuesto, también protegidas por una
galería y un patio de ladrillos, donde además
descansaban los perros guardianes, que se erguían como un erizo cuando
olfateaban algo extraño.
La casa
contaba con dos baños internos, un adelanto para la época. Las dependencias de
la servidumbre estaban instaladas en una casa aledaña, de techo también a dos
aguas cubierto de paja entretejida y piezas con piso de tierra.
Toda la
construcción estaba rodeada por árboles centenarios, donde se destacaban los
sauces llorones que caían como el velo de una novia, y sus ramas realmente
lloraban en los días de lluvia.
Más allá
de la casa varios nogales regalaban en su momento una gran cantidad de nueces
que se guardaban en grandes bolsas. Árboles de naranjas, limones, manzanas y duraznos
crecían sanos y abundantes y su perfume danzaba por el aire mezclado con la
hierba fresca.
En un
espacio importante la huerta proveía de todo lo necesario, era nada más
acercarse y sacar lo que querían para llenar las ollas de abundante comida para
los habitantes de la casa grande.
Hasta
donde daba la vista se podían ver campos sembrados de maíz y trigo, cuyos
tallos se movían al son del viento y se erguían majestuosos mientras brillaban
bajo las caricias del Sol. Parecía una
gigantesca alfombra suave, mullida, sobrevolada por pájaros y mariposas y en
donde uno se podía sumergir hasta perderse, mientras aspiraba el olor fuerte de
la tierra.
Daba
gusto ver como máquinas y hombres trabajaban tanto en la época de siembra como
de recolección, un enjambre en movimiento que funcionaba armoniosamente como
algo organizado temporada tras temporada sin necesidad de modificaciones.
La
segunda generación de los Levingston gozó de los muchos beneficios que
significó vivir en la estancia, trabajar la tierra y hacerse de sus frutos.
Pero ya no fue exactamente lo mismo que épocas anteriores. Comenzaron de a poco
los cambios climáticos que alteraron las cosechas, al mismo tiempo que también
surgieron los cambios políticos y económicos que volvieron menos rentables los
negocios del campo.
A pesar
de los contratiempos siguieron adelante y hoy la estancia está en manos de una
tercera generación de Levingston.
La
antigua casona luce alicaída, durante las lluvias los techos dejan filtrar el
agua sin lástima, entre las baldosas de los pisos de las galerías exteriores
crece la hierba sin vergüenza y los árboles frutales están gastados y no tan
cargados de frutos.
Una
decadencia general flota por todos los rincones, penetra por las hendijas de
las ventanas y se apodera de casa y habitantes. Los Levingston actuales no
están en condiciones de soportar esta situación que consideran irremediable y
en concilio familiar acuerdan una medida como solución última, con el objetivo
de volver al país de sus ancestros.
El domingo a la madrugada el sol parece salir
antes de hora. Son las llamas que iluminan el cielo cuando aún no ha amanecido
y la Luna todavía es testigo de los lengüetazos de fuego que devoran casa,
árboles, el poco sembradío y todos los sacrificios e ilusiones acumulados
durante años.
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