Existencia Sencilla Enrique Epelbom
Soy la
menor de las hermanas, la mimosa, como suelen decir en la familia. Me crié en
esta casa inmensa del barrio norte, casi sin salir a la calle. Sus amplias
habitaciones y grandes jardines cubrían todas mis necesidades de niña y aparte
de eso la distancia entre la casa y la calle, eran para mis piernitas un camino
sinfín, sin contar que el portero no me dejaría salir sola. Pero crecí y debí
ir a la escuela y allí conocí el otro mundo. Mis compañeras utilizaban palabras
desconocidas, en especial cuando regañaban y despacio fuí aprendiendo y también
supe que no las debía utilizar en casa. Pero lo que mas me dolió saber, era que
todas mis compañeras tenían madre y también padre, yo no conocí al mío, solo
tengo una vieja foto que en resumen es la única que existe en casa.
Mi padre
murió al caerse su avioneta al mar y eso fue poco después de mi nacimiento. Mis
hermanas lo recordaban, pero yo, "la mimosa" debía conformarme con la
foto. La muerte de mi padre había marcado profundamente la vida en la casa,
nosotras repetíamos todo el tiempo la escena de la tragedia, pero siempre en
nuestros cuartos, sin que nadie nos escuchara, pues mi madre nos lo tenía
prohibido. Ella casi no estaba en casa, atendía los negocios de la familia que
redituaban el dinero que mantenían todo eso que nos rodeaba, incluso el
silencio de la muerte de mi padre. Cursé todos mis estudios en institutos
privados, pero la universidad, decidí debía ser la del estado.
Después
de las clases tenía el ritual de sentarme en el café Opera en una mesa fija en
el rincón mas alejado de la entrada y allí escribía las tesis o alternaba con
algún compañero hasta las siete de la tarde, en que el chofer pasaba a buscarme
y volvía al barrio norte.
Nunca me
había pasado que mi mesa en el Opera se encontrara ocupada a las cinco cuando
yo llegaba, pues para eso repartía propinas generosas y aseguraba mi propiedad.
Pero ese lunes, justo una semana después del fallecimiento de mi madre, regresé
a la universidad y por supuesto al café y grande fue mi sorpresa al llegar a la
mesa y comprobar que estaba ocupada, y no solo ocupada. En la silla enfrentada
a la que yo ocuparía, se hallaba sentado un hombre mal vestido, limpio pero
desprolijo, había depositado sobre la mesa un maletín de cuero desgastado que
alguna vez había sido de color marrón. El mozo se acercó disgustado tratando de
justificarse, pero el ocasional visitante lo alejó con buenos modales. Lo tenía
frente a mí y no sabía que quería, su pelo blanco y descuidado caía sobre su
cara y él nerviosamente lo acomodaba nuevamente. Fijé mi mirada en el rostro
ajado, el que me resultaba familiar, traté de descubrir su parecido, pero en
ese momento sus labios resecos comenzaron a moverse.
-Tu eres
Morena?, preguntó con seguridad y sin esperar a que yo contestara, agregó: -No
te asustes, vine a contarte una historia. Me quedé muda, nunca había estado tan
cerca de un vagabundo, cuando los veía por la calle los evitaba y ahora uno de
ellos me propone un diálogo, ya mas adaptada al encuentro acepté, mas por
curiosidad que conociera mi nombre que por la misma historia.
-Yo fuí
hijo único de una acaudalada familia y con el tiempo heredé una fortuna que me
posibilitó ser un próspero industrial, con todas las ventajas que eso supone,
buenas casas, autos, viajes y todo lo que normalmente muchos soñarían poseer.
Me casé con la mujer que quería y tuve tres hijas. Cuando mi mujer estaba
embarazada de la tercera, comprendí que toda mi vida había sido un fracaso, no
había vivido nunca en familia, no tenía ni idea de lo que pasaba en el país,
solo sabía hacer plata y colmar en exceso todas las necesidades de mi familia.
En ese momento decidí cambiar radicalmente mi vida, para evitar que mis hijas
fueran el mismo modelo de fracasado en la vida que yo irradiaba. Le propuse a
mi esposa abandonar ese mundo de falsedades, intrigas y superfluidades y
comenzar de nuevo en un nivel medio que permitiera a nuestras hijas ser seres
humanos normales y sanas de espíritu. Tenía la ilusión que aceptaría, pero no
fue así y allí comenzó un conflicto, que, a los pocos meses era tan profundo,
que yo ya había decidido abandonar todo.
Estaba
anonadada, por la historia, por la rectitud de ese hombre de apariencia vulgar,
pero había recobrado la calma y entonces ordené trajeran mi café habitual y a
pedido del desconocido un coñac doble que lo tomó de un solo trago. Esta pausa
me permitió observarlo mejor, detrás de esa barba desprolija se denotaban
rasgos finos y me reí para mí pues lo encontré parecido a Amanda mi hermana
mayor, ya me imaginaba cizañando para reírme de ella como "la vagabunda
sin barba".
-No
conocí a mi tercer hija. El mismo día del parto abandoné la ciudad con lo que
tenía puesto y advertí a mi mujer que no me vería más. Mi avioneta me llevó a
un país vecino, donde la vendí y con ese dinero y mi trabajo diario en una
fábrica viví dignamente treinta años, como yo quería, pero siempre pensando que
mis hijas estaban perdidas. Esto y la soledad me llevaron al alcohol y pasado
el tiempo he descubierto que lo único que cumplí fue que mi esposa no me vería
mas. Salvar a mis hijas no pude, viví privado de ellas y por eso ahora vuelvo.
–Morena, dijo, bajó la cabeza, abrazo con sus manos la copa vacía y agregó:
-Soy tu padre, no estoy muerto, esta es la verdadera historia. Apoyó la cabeza
sobre la mesa y lloró como un niño.
Incrédula
lo miraba sin entender, un hombre que no conocía ni por quien sentía nada se
encontraba abatido en mi mesa. Por espacio de diez minutos no dijimos nada, en
este tiempo fui conciente que ese hombre era el mismo de la foto de mi padre,
mas viejo y descuidado. El se levantó de su silla miró el reloj que pendía en
la pared de enfrente: -Son casi las siete y seguro que el viejo Marcus vendrá
por ti, volveremos a encontrarnos, necesito el perdón de tus hermanas. Me ayudó
a levantarme y nos quedamos frente a frente, mirándonos llenos de preguntas y
miedos. Tomó su maletín y se marchó.
Al verlo
alejarse, volví a sentarme, pasó por mi cabeza todos esos años que viví sin padre,
el orgullo de mi madre y el accidente inventado para justificar su abandono y
todo solamente por que él pretendió una existencia sencilla. La bocina de un
auto me hizo reaccionar, era el chofer que se impacientó por mi demora. Salí
del Opera. Aquí debía comenzar mi vida. –Marcus, vuelve a casa, hoy viajo en
colectivo.
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