sábado, 30 de junio de 2012

SUSANA SIGNORELLI


UNA VIDA, UN DÍA

Cuando brilla el sol parece que nace la vida y que ésta no tuviera fin.
El cielo se vuelve luminoso y le devuelve al sol, con gratitud su bella profundidad.
Las flores quedan extasiadas, los verdes lustrosos, se mueven cual danza para lucirse más agraciados, los colores brillantes juegan a la manera del calidoscopio, la naturaleza sonríe y estamos ahí para deleitarnos. Somos naturaleza.
Es la mañana de la vida y ella despunta gloriosa.
Florecemos niños, pequeños e inocentes, cómo no serlo ante tanta hermosura. Casi no existe el tiempo.
A poco de andar llegamos al mediodía de nuestras vidas, ni una sombra nos estorba. La vida es luz y pujanza. Podemos tomar todos los caminos y es nuestro desafío adentrarnos en alguno. Nos sentimos dueños de nuestro destino, aunque algunas veces con cierto temor que pronto disipamos como aquella nube que tapó por un instante el sol y que prontamente el viento se la llevó hacia algún desconocido paraje. El tiempo es vertiginoso.
Llega la tarde con su bonanza, con los frutos servidos, con el placer consumado, con algunos olvidos, con algo no cumplido, con algo aún deseado. Ahí no más, asoma la sombra.
Anochece, se nos escapa el sol, queremos atraparlo para que nos ilumine un rato más, sí, por qué no, un rato más.
A veces la ansiedad no nos permite disfrutar de las primeras penumbras.
Los rostros se desvanecen. Tratamos de atrapar al tiempo. Sin embargo, la luna nos reconforta, está ahí brillando en el ahora oscuro cielo, acompañada por un sin fin de luces centellantes.
Descubrimos que en esta opacidad todavía podemos caminar con paso firme.
Luego la noche se hace cerrada, tan oscura que andamos a tientas, llegamos con el aliento cansado, con la espalda pesada. Ya casi sin palabras. No hay sombras en el porvenir porque ya no queda futuro.
Nuestra casa es un refugio, aún conserva el calor que le dejó el sol antes de partir y lo sentimos como una caricia que nos entrega la vida cuando ya se va.
Un día, una vida.


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