EL RETRATO
Salió
el sol esta mañana, cuando llegaste a las puertas de mis ojos. Me abrigaste,
franco, y de tu pecho se escapó un suspiro que se extendió hacia el horizonte
construyendo en el tiempo, el sendero del olvido.
Salió
el sol y ya no estabas, habías partido. Sonriendo la mirada, los puños
apretados, la piel encrespada, la sed en la frontera del adiós.
Sentado
frente al mar, el pintor delineaba la figura de la dama del anochecer. Los
colores jugueteaban a su alrededor y una sombra se posó en el lienzo desde
donde le habló:
-¿Por
qué me buscas, hombre, si del destierro de la sepultura no he de venir a calmar
tu dolor?
El
pintor, sin asombro, impávido, respondió:
-Tú,
doncella de la noche, eres la plenitud que integra mis recuerdos; sin ti yo
carezco de sustantivo, no tengo origen; te necesito.
-¿Qué
he de darte noble caballero sino las impurezas de la tierra colmada de
insectos?
-Me
darás los granos de miel que la tierra esconde debajo del almidón de la
semilla; has de traerme las semillas que crean la vida.
-Si
mi piel está partida, y mis huesos relamidos, ¿de dónde te asirás para no caer
en la ciénaga de inútiles sacrificios?
-Si
tu piel está deshecha y tu cuerpo roído, descubriré entonces, los secretos que
tu mirada me ha escondido. Y treparé hacia ella y, cuando los surcos se hayan
ido, torceré el sol para iluminar tus entrañas y tus entrañas me dirán,
finalmente, por qué te has ido.
-Los
surcos del camino ya han abierto sus bocas y en ellas me he sumergido; nada
queda de mí, hombre del delirio, nada más que infecto paroxismo.
El pintor
sonrió ante la ocurrencia, una sonora carcajada llegó desde el abismo; apresuró
su mano envolviendo los colores del día que se alejaba a lo ancho de la ribera
y a lo alto de las gigantescas oleadas.
-Ve
a tu hogar, hombre- Escuchó entre burbujeos de las aguas. -Regresa, abraza a tu
mujer y deja que las almas adoquinen sus encierros.
El
pintor no levantó la mirada. Ya sus manos se confundieron con el lienzo, y
éste, con la arena gris de todos los tiempos.
Cuando
el sol asomó, el hombre yacía sin aliento, sin calor, sin piel; a su lado la
doncella refulgía tenue, pero resplandeciente. Miraba con tristeza los restos
del pintor, al tiempo que repetía:
-No ambos, ambos no.
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