OCASO
Había
sido una mujer hermosa. Testigos mudos eran las numerosas fotografías que colgaban
en la pared del living donde se la veía en otras épocas con todo su esplendor.
En su
desnudez se podían apreciar unas piernas muy largas, parecían no terminar
nunca, un busto turgente y firme, unas curvas perfectas. Vestida, llamaba aún
más la atención, no pasaba desapercibida
en ningún lugar, y sabía que al caminar dejaba una aureola de sensualidad.
Irradiaba
sexo. Y ese fue su negocio.
Al
principio, no despreciaba clientela. Luego, comenzó a seleccionar, eligiendo lo
más fino y conveniente. Con el tiempo, pocos y buenos llegaban a su casa a
gozar de sus servicios, y la hacían sentir una reina idolatrada por unos súbditos
sumisos y generosos.
Pero
el reloj es un arma implacable. Sus agujas tejen una telaraña indestructible.
Abraza los cuerpos, los cubre, los transforma lento, muy lento, con suavidad
pero sin lástima. Y la mujer bella se transforma en una mujer gastada, sin
vueltas atrás.
El
espejo es cruel. Nada más real y cruel que la imagen que le devuelve. El espejito del cuento no le dice que es la
más hermosa, sólo le muestra el ahora.
Con
sus mejores galas espera a su último y único cliente, un abogado que conoce
desde el principio y que la acompañó siempre. Le conoce hasta los más ínfimos
rincones de su vida y cuerpo, y se confió en él en muchas ocasiones. Contra
todas las reglas de la profesión, se convirtieron en amigos, más allá de los
placeres.
Abre
la puerta y se encuentra con un hombre bien vestido, otrora buen mozo y hoy
viejo, cansado, casi pelado y con anteojos. El impacto es fuerte, es la
realidad que le golpea la cara como una cachetada, le dice que son dos personas
mayores, que aún pueden ser felices si no se sientan a llorar la juventud
pasada.
Lejos
de un protocolo que ya hace tiempo no existe, se van a la cama.
La
noche los cobija silenciosa. El ocaso es
eso, estar juntos, abrazados.
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