miércoles, 3 de agosto de 2011

SILVIA LILIANA SENATORE



EL CEIBO
.................Nuestra flor nacional es símbolo de libertad

Cuando por primera vez me contaron la leyenda de la flor del ceibo, me sentí fascinada, sobretodo porque las palabras salían de los labios de mi abuela. Ella me inicio en el mundo maravilloso de la lectura, gracias a mi nona, a los cuatro años ya escuchaba historias como esta:
Había una vez, hace mucho, mucho tiempo, en un lugar muy lejano con hermosos valles verdes, ríos caudalosos y frescos, sin contaminación, sin basura, que se transformaron en maravillosos cantores. En ese magnífico lugar el sol salía todos los días y brillaba de una manera tan especial, sus rayos dorados reflejaban ese calor y esa magia por la cual las flores crecían hermosas y coloridas.
Parecía que todo estaba siempre sonriendo. Los hombres y mujeres trabajaban felices sembrando la tierra y cosechando. Los niños se la pasaban jugando y todo resplandecía. En ese lugar vivía una joven muy especial, que podía conversar con los animales de la selva, ella decía que los árboles le hablaban y que debía escucharlos para aprender los secretos de la madre tierra. Cada mañana se sentaba a la mitad del camino sobre su manto rojo escarlata y colocaba unas hierbas a su alrededor para que todas las niñas y niños la escucharan con atención. Una mañana de octubre sube al cerro más alto del horizonte donde había un bosque de ceibos gigantes, en una ocasión ella escuchó voces agudas que le susurraban:
- Anahí, Anahí, decían las voces al unísono.
- ¿Quién me llama?, preguntó estremecida la indiecita
Pero las voces parecían no escucharla y sólo repetían: Anahí, Anahí, Anahí…
Luego de mirar para arriba, abajo y de buscar por todos lados, Anahí, se acercó disimuladamente a uno de los árboles y puso la oreja sobre el tronco. Para su sorpresa el árbol la acarició y le habló dulcemente al oído. Anahí, están desembarcando los españoles, hombres blancos, sin piedad que vienen a dominarnos y a robarnos nuestras vidas, hay que defender nuestras tierras. Anahí, comenzó a correr sin saber hacia dónde ir, el miedo la dominaba, corrió y corrió entre los árboles de la selva nativa. Conocía todos los rincones de la espesura, todos los pájaros que la poblaban, todas las flores, con sus historias más espectaculares.
Ella amaba con pasión aquel suelo feroz, silvestre, que bañaban las aguas oscuras del río barroso. Anahí ante tal situación comenzó a buscar a los caciques de la tribu para contarles lo que sabia.
Ya en la selva comenzó a cantar con una voz dulcísima, su voz era tan especial que, todos los animales callaban, hasta los pájaros se silenciaban para escucharla.
Subía al cielo la voz de la indiecita, y el rumor del río que iba a disiparse en las islas hasta desembocar en el ancho desembocadura, la acompañaba. Nadie recordaba entonces que Anahí tenía un rostro poco agraciado, porque era tal la belleza de su canto que nadie podía fijarse en algo tan frívolo como el aspecto físico de la joven.
Pero ese día maligno llegó, resonó en la selva un rumor más violento que el del río, más poderoso que el de las cataratas, que allá hacia el norte estremecían el aire. Retumbó en la espesura el ruido de las armas y esos hombres extraños de piel blanca remontaron las aguas y se internaron en la selva, habían llegado los gigantes malvados.
La tribu de Anahí se defendió con valor contra los invasores. Ella, junto a los suyos, luchó contra el más bravo, con valor, con orgullo, con amor por su gente y sus tierras.
Nadie hubiera sospechado tanta fiereza en su cuerpecito moreno, tan pequeño. Vio caer a sus seres queridos y esto le dio fuerzas para seguir luchando, para tratar de impedir que aquellos extranjeros se adueñaran de su selva, de sus pájaros, de su río, de su cultura, de sus sueños, de sus vidas.
Un día, en el momento en que Anahí se disponía a volver a su refugio, fue apresada por dos soldados enemigos. Inútiles fueron sus esfuerzos por librarse aunque era ágil. La llevaron al campamento y la ataron a un poste, para impedir que huyera. Pero Anahí, con maña natural, rompió sus ligaduras, y valiéndose de la oscuridad de la noche, logró dar muerte al centinela.
Después intentó buscar una guarida entre sus árboles amados, pero no pudo llegar muy lejos. Sus enemigos la persiguieron y la pequeña Anahí volvió a caer en sus manos.
La juzgaron con severidad: Anahí, condenada por haber matado a un soldado, debía morir en la hoguera. Y ese veredicto se cumplió. La indiecita fue atada a un árbol de anchas hojas y a sus pies apilaron leña, a la que dieron fuego. Las llamas subieron rápidamente envolviendo el tronco del árbol y el frágil cuerpo de Anahí, que pareció también una roja llamarada.
Ante el asombro de los que vislumbraban la escena, Anahí comenzó de pronto a cantar. Era como una exhortación a su selva, a su tierra, a la que entregaba su corazón antes de morir. Su voz dulcísima estremeció a la noche, y la luz del nuevo día pareció responder a su llamado.
Con los primeros rayos del sol, se prodigaron las llamas que rodeaban Anahí. Entonces, los rudos soldados que la habían sentenciado quedaron mudos y paralizados. El cuerpo moreno de la indiecita se había transformado en un manojo de flores, rojas como las llamas que la envolvieron, hermosas como no había sido nunca la pequeña, maravillosa como su corazón apasionadamente enamorado de su tierra, adornando el árbol que la había sostenido.
Así nació el ceibo, esa fantástica flor con forma de pájaro, personificada en nuestra historia que destella los bosques de la Mesopotamia Argentina. La flor del ceibo que simboliza el alma pura y altiva de una raza que ya no existe, de la cual solo quedan estos recuerdos.

Fue declarada Flor Nacional Argentina, por Decreto N°138.974 del 2 de diciembre de 1942. Su color rojo escarlata es el símbolo de la abundancia de nuestro país. Recordemos que la historia se forja todos los días, te invito a que esta la continúes vos…

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