EL REGRESO
Doctor Bautista Simón Illapantac, lee a través de la transparencia de la caja, en la tarjeta que encabeza el lote de doscientas. Los títulos, la profesión, con todo eso que le ha costado tanto regresa a su pueblo, vuelve a su hogar y a la curiosidad de verla a Alicia.
Kilómetros más kilómetros cambiando follaje por piedra, subiendo en diagonal de sur a norte hacia las estribaciones de los Andes, y después de transbordar en San Salvador para alcanzar el micro local, Uquía, clara hasta hacer daño a los ojos. Valle elevado y angosto de tierra pedregosa, calles estrechas que suben y bajan, casas blancas de techos ásperos, contiguas; otras casi suspendidas en la ladera del cerro -imponente Huaca-.
El colectivo empolvado frena suave en la esquina sin ochava del almacén de Pedro. Todo está igual, piensa. Su madre, esperándolo, lo desmiente; enjuta, con sus trenzas desteñidas en finos trazos blancos. Entonces se da cuenta que pasó una vida, una vida sin verla encanecer de a poco, ni descubrir cada nueva arruga en su rostro moreno. A su lado, una mujer que desconoce, la acompaña.
Se descuelga del micro y abraza a su mamacita en cuerpo y alma, llora de emoción al sentirla tan cerca, cuando desvía la vista, advierte que la desconocida es Alicia, la que prefirió quedarse en el pueblo. La atrae, reteniéndola con amor ido en un segundo tras haberlo defendido por años. Impacto brusco, desilusión, todo junto.
Flanqueado por las dos mujeres camina el trecho que lo separa de la casa y a medida que sube la cuesta, su mirada abarca más y más el caserío engalanado para el festejo. Saluda a los amigos, pregunta por sus hermanos, los cinco desperdigados a lo largo de la Quebrada, con distintas ocupaciones y en familia.
Entra al hogar orientado al Este, su maleta recala. Le salen al encuentro el mismo olor a humo de la infancia, idénticos colores, aunque menos brillantes, pero cuanto más pequeña y chata le parece la casa. Busca en el patio al árbol de ramaje tierno, las ramas nudosas del lapacho lo ignoran traspasándolo de frío en el mediodía caluroso. Se ve niño parado en el mismo lugar, con los ojos fijos en la copa del árbol, esperando que caiga una flor en el cuenco impaciente de sus manos… Si alguna conservada entre dos hojas de un cuaderno llegó con él a Buenos Aires.
Junto a los fieles asiste a la procesión que recorre Uquía, suben y bajan del cerro serpenteando por el camino polvoriento. Finalizada la ceremonia, la imagen vuelve a su pedestal en el altar mayor, la custodian las pinturas de los ángeles arcabuceros, expresión cándida y paradojal del arte indígena. Repica el campanil en la iglesia caleada para la ocasión y se dan la mano Viracocha y la Virgen, en paz regresan los píos a su continuidad.
Empecinado en los recuerdos sigue buscando los afectos, le confía a Alicia su desasosiego. Ella lo escucha con atención. Él se desnuda fragmentado, tratando de conciliar la realidad con sus vivencias de adolescente. Intuye que ha perdido su lugar sin esperanzas de recuperarlo.
El doctor Bautista Simón Illapantac, especialista en vías aéreas superiores no hace falta en el pueblo, donde sus habitantes se ríen del apunamiento y siguen mascando coca para evitarlo, tienen su propia medicina y otros códigos, distintas alegrías y preocupaciones ajenas.
Ya no encaja Bautista en esa dinámica primitiva, tan hermética y a la vez tan íntegra, que al compararla con sus once años de estudios terciarios siente que los conocimientos adquiridos lo han llevado como por un embudo, al que se entra pleno, a los borbotones y se sale retaceado y mezquino. Y lo perdido, lo perdido lo poseen las dos mujeres por el hecho tan simple de haber echado raíces en el pueblo que las vio nacer.
Lo que podría haber sido para siempre, sólo fue un extenso y merecido tiempo de vacaciones. Se va después de mirar largamente a su madre, se lleva su risa viéndola disfrutar con la fiesta de la diablada en Humahuaca. Hoy Uquía le hace daño.
De regreso a la Capital se detiene en Tilcara y en el Pucará, como un turista más, admira la fortaleza construida por los indios Omaguacas, con su jardín botánico de altura y la curiosa piedra campana que emite un sonido similar al tañido del bronce. Quién sabe cuándo volverá a transitar la Quebrada.
En el otro camino, el de la vida, perdió el tren de la totalidad. Por elección subió al que se bifurca y allá va el flamante doctor, por un carril su corazón, por el otro su acervo, conciliando sentires.
Doctor Bautista Simón Illapantac, lee a través de la transparencia de la caja, en la tarjeta que encabeza el lote de doscientas. Los títulos, la profesión, con todo eso que le ha costado tanto regresa a su pueblo, vuelve a su hogar y a la curiosidad de verla a Alicia.
Kilómetros más kilómetros cambiando follaje por piedra, subiendo en diagonal de sur a norte hacia las estribaciones de los Andes, y después de transbordar en San Salvador para alcanzar el micro local, Uquía, clara hasta hacer daño a los ojos. Valle elevado y angosto de tierra pedregosa, calles estrechas que suben y bajan, casas blancas de techos ásperos, contiguas; otras casi suspendidas en la ladera del cerro -imponente Huaca-.
El colectivo empolvado frena suave en la esquina sin ochava del almacén de Pedro. Todo está igual, piensa. Su madre, esperándolo, lo desmiente; enjuta, con sus trenzas desteñidas en finos trazos blancos. Entonces se da cuenta que pasó una vida, una vida sin verla encanecer de a poco, ni descubrir cada nueva arruga en su rostro moreno. A su lado, una mujer que desconoce, la acompaña.
Se descuelga del micro y abraza a su mamacita en cuerpo y alma, llora de emoción al sentirla tan cerca, cuando desvía la vista, advierte que la desconocida es Alicia, la que prefirió quedarse en el pueblo. La atrae, reteniéndola con amor ido en un segundo tras haberlo defendido por años. Impacto brusco, desilusión, todo junto.
Flanqueado por las dos mujeres camina el trecho que lo separa de la casa y a medida que sube la cuesta, su mirada abarca más y más el caserío engalanado para el festejo. Saluda a los amigos, pregunta por sus hermanos, los cinco desperdigados a lo largo de la Quebrada, con distintas ocupaciones y en familia.
Entra al hogar orientado al Este, su maleta recala. Le salen al encuentro el mismo olor a humo de la infancia, idénticos colores, aunque menos brillantes, pero cuanto más pequeña y chata le parece la casa. Busca en el patio al árbol de ramaje tierno, las ramas nudosas del lapacho lo ignoran traspasándolo de frío en el mediodía caluroso. Se ve niño parado en el mismo lugar, con los ojos fijos en la copa del árbol, esperando que caiga una flor en el cuenco impaciente de sus manos… Si alguna conservada entre dos hojas de un cuaderno llegó con él a Buenos Aires.
Junto a los fieles asiste a la procesión que recorre Uquía, suben y bajan del cerro serpenteando por el camino polvoriento. Finalizada la ceremonia, la imagen vuelve a su pedestal en el altar mayor, la custodian las pinturas de los ángeles arcabuceros, expresión cándida y paradojal del arte indígena. Repica el campanil en la iglesia caleada para la ocasión y se dan la mano Viracocha y la Virgen, en paz regresan los píos a su continuidad.
Empecinado en los recuerdos sigue buscando los afectos, le confía a Alicia su desasosiego. Ella lo escucha con atención. Él se desnuda fragmentado, tratando de conciliar la realidad con sus vivencias de adolescente. Intuye que ha perdido su lugar sin esperanzas de recuperarlo.
El doctor Bautista Simón Illapantac, especialista en vías aéreas superiores no hace falta en el pueblo, donde sus habitantes se ríen del apunamiento y siguen mascando coca para evitarlo, tienen su propia medicina y otros códigos, distintas alegrías y preocupaciones ajenas.
Ya no encaja Bautista en esa dinámica primitiva, tan hermética y a la vez tan íntegra, que al compararla con sus once años de estudios terciarios siente que los conocimientos adquiridos lo han llevado como por un embudo, al que se entra pleno, a los borbotones y se sale retaceado y mezquino. Y lo perdido, lo perdido lo poseen las dos mujeres por el hecho tan simple de haber echado raíces en el pueblo que las vio nacer.
Lo que podría haber sido para siempre, sólo fue un extenso y merecido tiempo de vacaciones. Se va después de mirar largamente a su madre, se lleva su risa viéndola disfrutar con la fiesta de la diablada en Humahuaca. Hoy Uquía le hace daño.
De regreso a la Capital se detiene en Tilcara y en el Pucará, como un turista más, admira la fortaleza construida por los indios Omaguacas, con su jardín botánico de altura y la curiosa piedra campana que emite un sonido similar al tañido del bronce. Quién sabe cuándo volverá a transitar la Quebrada.
En el otro camino, el de la vida, perdió el tren de la totalidad. Por elección subió al que se bifurca y allá va el flamante doctor, por un carril su corazón, por el otro su acervo, conciliando sentires.
No hay comentarios:
Publicar un comentario