viernes, 9 de octubre de 2015

Marta Becker



El viaje  
Marta Becker  

A pesar de la hora decido tomar el tren. No suelo viajar tan tarde en este transporte pero el viaje es más corto y estoy cansada. Me acurruco en un asiento pegado a la ventanilla, rota como la mayoría y deja filtrar un aire helado que me provoca un escalofrío.
Miro el vagón. Viejo, las paredes de madera  escritas, propagandas pegadas, muchos vidrios rajados o rotos, luz mortecina y un olor impreciso que se pega a la ropa.
No me quiero dormir porque temo por mis pertenencias, entonces decido observar a los otros pasajeros. Me gusta este ejercicio, hilvano historias sobre cada uno de ellos y así se me pasa el tiempo.
Una rubia desteñida y cara de cansancio está sentada frente a mí; con ambas manos se cierra un tapado viejo, tan descolorido como toda ella. Duerme apoyada la cabeza sobre la ventanilla, ni siente los sacudones del tren cada vez que toma velocidad. Tal vez vuelva del trabajo, tal vez vaya hacia él, no tiene aspecto de ama de casa.
Más allá un hombre mayor, arropado en un sobretodo y con una bufanda que le cubre con dos vueltas el cuello mira por la ventana, la vista perdida en vaya a saber qué pensamientos, pero es evidente que su cabeza no está ni el vagón ni en el paisaje.
En un asiento más alejado una parejita joven viaja abrazada, cada tanto se dan un beso. Me pregunto cuánto tiempo durará este enamoramiento, ahora las relaciones son tan efímeras… aún así se los ve muy acaramelados, se jurarán promesas de amor que ojalá puedan cumplir.
Sentada en otro lugar pero fácil a mi vista está una morocha de mediana edad, arreglada tanto en ropa como en maquillaje como para ir a la guerra… a la guerra de los sexos, se entiende. Cruzada de piernas enfundadas en unas medias de red negras llama la atención del hombre ubicado frente a ella, que pasea su vista entre el busto que se deja entrever desde un escote generoso hacia las piernas bien torneadas, y aunque no lo pueda ver de frente me imagino qué pensamientos libidinosos cruzarán por su cabeza. Seguro establecerá una comparación entre su esposa y esta mujer, pensará que no la elegiría como la madre de sus hijos pero sí para pasar unos buenos momentos. El macho cabrío nunca descansa.
Un muchacho flaco y desaliñado se apoya contra la puerta del vagón. Tal vez sea mi fantasía pero no me merece confianza y aprieto más la cartera contra mi pecho. Pasea la mirada sobre todos los pasajeros, parecería que tiene que seleccionar uno para cometer un delito. ¿Será por eso que está sobre la puerta, listo para robarle a alguien y salir corriendo? La hora y el lugar se prestan para el vandalismo.
En una de las estaciones sube una mujer con un bebé –muy tarde para sacar a un pequeño, pienso- y se sienta al lado de la rubia desteñida, frente a mí. El bebé comienza a llorar,  la madre se acomoda y lo pone a mamar de un pecho redondo, lleno de leche. Menos mal que no está sentado junto a mí el hombre que sigue mirando a la morocha, que permanece indiferente.
Ahora sube una pareja mayor, ella apoyada en un bastón, él con dos bolsas de supermercado llenas. ¿les habrá dado la hija algunos comestibles para que se lleven a casa? No lucen muy ostentosos, más bien son dos jubilados con aspecto cansino que sólo quieren llegar a su casa y meterse en la cama.
Mientras cavilo sobre cada uno de mis compañeros llegamos a la estación central, última parada del viaje. Con una sacudida de cabeza borro de golpe todas las fantasías que me ocuparon y acompañaron durante muchos minutos, una novela particular con final abierto que tal vez continúe en el próximo tren o colectivo, según lo que decida tomar.

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