El viaje
Marta Becker
A
pesar de la hora decido tomar el tren. No suelo viajar tan tarde en este
transporte pero el viaje es más corto y estoy cansada. Me acurruco en un
asiento pegado a la ventanilla, rota como la mayoría y deja filtrar un aire
helado que me provoca un escalofrío.
Miro
el vagón. Viejo, las paredes de madera
escritas, propagandas pegadas, muchos vidrios rajados o rotos, luz
mortecina y un olor impreciso que se pega a la ropa.
No
me quiero dormir porque temo por mis pertenencias, entonces decido observar a
los otros pasajeros. Me gusta este ejercicio, hilvano historias sobre cada uno
de ellos y así se me pasa el tiempo.
Una
rubia desteñida y cara de cansancio está sentada frente a mí; con ambas manos
se cierra un tapado viejo, tan descolorido como toda ella. Duerme apoyada la
cabeza sobre la ventanilla, ni siente los sacudones del tren cada vez que toma
velocidad. Tal vez vuelva del trabajo, tal vez vaya hacia él, no tiene aspecto
de ama de casa.
Más
allá un hombre mayor, arropado en un sobretodo y con una bufanda que le cubre
con dos vueltas el cuello mira por la ventana, la vista perdida en vaya a saber
qué pensamientos, pero es evidente que su cabeza no está ni el vagón ni en el
paisaje.
En
un asiento más alejado una parejita joven viaja abrazada, cada tanto se dan un
beso. Me pregunto cuánto tiempo durará este enamoramiento, ahora las relaciones
son tan efímeras… aún así se los ve muy acaramelados, se jurarán promesas de
amor que ojalá puedan cumplir.
Sentada
en otro lugar pero fácil a mi vista está una morocha de mediana edad, arreglada
tanto en ropa como en maquillaje como para ir a la guerra… a la guerra de los
sexos, se entiende. Cruzada de piernas enfundadas en unas medias de red negras
llama la atención del hombre ubicado frente a ella, que pasea su vista entre el
busto que se deja entrever desde un escote generoso hacia las piernas bien
torneadas, y aunque no lo pueda ver de frente me imagino qué pensamientos
libidinosos cruzarán por su cabeza. Seguro establecerá una comparación entre su
esposa y esta mujer, pensará que no la elegiría como la madre de sus hijos pero
sí para pasar unos buenos momentos. El macho cabrío nunca descansa.
Un
muchacho flaco y desaliñado se apoya contra la puerta del vagón. Tal vez sea mi
fantasía pero no me merece confianza y aprieto más la cartera contra mi pecho.
Pasea la mirada sobre todos los pasajeros, parecería que tiene que seleccionar
uno para cometer un delito. ¿Será por eso que está sobre la puerta, listo para
robarle a alguien y salir corriendo? La hora y el lugar se prestan para el
vandalismo.
En
una de las estaciones sube una mujer con un bebé –muy tarde para sacar a un pequeño,
pienso- y se sienta al lado de la rubia desteñida, frente a mí. El bebé comienza
a llorar, la madre se acomoda y lo pone
a mamar de un pecho redondo, lleno de leche. Menos mal que no está sentado
junto a mí el hombre que sigue mirando a la morocha, que permanece indiferente.
Ahora
sube una pareja mayor, ella apoyada en un bastón, él con dos bolsas de supermercado
llenas. ¿les habrá dado la hija algunos comestibles para que se lleven a casa?
No lucen muy ostentosos, más bien son dos jubilados con aspecto cansino que
sólo quieren llegar a su casa y meterse en la cama.
Mientras
cavilo sobre cada uno de mis compañeros llegamos a la estación central, última
parada del viaje. Con una sacudida de cabeza borro de golpe todas las fantasías
que me ocuparon y acompañaron durante muchos minutos, una novela particular con
final abierto que tal vez continúe en el próximo tren o colectivo, según lo que
decida tomar.
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