La
persecución
María A. Escobar
Bajo
del tren a las seis y treinta. En realidad no bajó. La bajaron. Una abigarrada
multitud la apretujó sin que casi pusiera los pies sobre el andén. Muchos
corrían hacia las paradas de los colectivos que los llevarían a sus casas,
pobre gente que, todos los días, viajaba mucho y mal para ir a sus trabajos.
Era un hermoso atardecer de otoño, de modo que tuvo el deseo de caminar hasta
su casa. Se pasaba el día sentada en una silla atendiendo gente, una caminata
la conectaría con el aire de la tarde, con su silencio, ese momento en que los
pájaros volvían a sus nidos. No tenía un calzado muy apropiado para caminar, no
podía ir a la oficina en zapatillas pero, de cualquier manera, enfiló para su
casa tratando de pisar las pocas veredas que había en el camino. De repente y
como solía pasar en el otoño, el sol se ocultó y comenzaron a aparecer las
primeras sombras. No había nadie en la calle, solo ella. Apuró el paso todo lo
que le permitían sus zapatos de taco. A veces éstos se metían en las junturas
de las baldosas y la hacían tambalear. Pensó que, después de todo no había
tenido una buena idea, hubiera sido mejor tomar el colectivo.
Ahora
alguien caminaba detrás de ella. Eran los sigilosos pasos de un par de
zapatillas. No quería darse vuelta porque si lo hacía el que venía detrás
descubriría su miedo. Y no era miedo lo que sentía, era pánico, un pánico que
la hacía tropezar con cuanto obstáculo encontraba a su paso. El corazón le
golpeaba en el pecho como un tambor. De
repente escuchó un
-
Doña, doña - No se detuvo, por el contrario intentó correr.
De
nuevo escuchó el - Doña, Doña - El miedo le hizo perder el equilibrio.
Cayó
como un poste derribado por la tormenta. El la alcanzó, era apenas un muchachito
con la cabeza cubierta por una gorra de visera.
-Déjeme
que la ayude a levantar… ¿Se lastimó?.Ella estaba pálida como un muerto.
El
la levantó como si fuera solo una hoja seca.
-La
llamaba porque creo que se le cayó esto-.
Era su
agenda. La tomó con manos temblorosas y sólo pudo decir gracias, hijo, gracias
y apenas se dio cuenta que las lágrimas le estaban mojando la cara, como si, de
repente, se hubiera puesto a llover.
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