La casa de la verja Rosa de Schottlender
El
estridente reloj despertador, lo sacudió como todas las mañanas, recordándole
su obligación. Se sentó al borde de la cama, como con ganas de seguir
durmiendo, pero se calzó las gastadas pantuflas, se incorporó, estirando su
pereza con un bostezo.
Era
el primero en levantarse. Se servía un magro desayuno y con un gesto se despedía
de su mujer y de su hijo tratando de no despertarlos.
Esa
mañana se sentía pesado, caminaba sin entusiasmo, sin ese entusiasmo que había
palpitado dentro de él cuando en su hogar se respiraba un aire de plenitud y
serenidad. Algo estaba cambiando. Ella no era la misma. Lo recibía sin esa
ternura que la caracterizó siempre. A veces por sus ojos enrojecidos adivinaba
que había llorado. Era en vano que le preguntara qué le pasaba.
-
Nada -, respondía. Pero ese nada ocultaba algo. Su trabajo de cartero no alcanzaba
a satisfacer todos los proyectos que elaboraron juntos al casarse.
Y
Marina, en un arrebato de cólera, un día se lo hizo saber.
-
Estoy harta… No era esto lo que esperaba de la vida. Cada vez que tengo que
comprarle algo al nene no alcanza. No hay…! –
-
Debías saber que te casaste con un cartero y no con el Director de Correos y
Telecomunicaciones – vociferó en su defensa.
Enredado
en lúgubres pensamientos, llegó a la sucursal de correos de su zona. Comenzó a
clasificar la correspondencia. Por calles, por numeración, por códigos y la
introdujo sin vacilar en la descolorida mochila de lona. Era un trabajo que
realizaba fría, mecánicamente. Sin embargo esa mañana sintió a esos rectángulos
de papel, palpitantes de vida. Si bien hoy, la gente se comunica por correo
electrónico, él seguía siendo el portador de una carta de amor manuscrita, la
noticia de una muerte, la invitación a un casamiento, dolores y esperanzas
dentro de la mochila. Boletas de impuestos, se servicios, de propagandas, se
revistas, aviso de una anémica jubilación, pensó con ironía, etc.
Las
entregaba pulsando timbres o tirándolas debajo de la puerta.
Le
correspondía una zona de casas antiguas o modernas de imponente arquitectura. Casas
con jardines y verjas bien conservadas a fuerza de renovadas manos de pintura.
Y una de esas casas a Gabriel lo atrapó. Era una visión. Lo obsesionaron los
amantes de esa casa. Ella del lado de adentro y el del lado de afuera. Se los
quedó mirando. Sintió un vacío bajo sus pies al pensar en la fisura que se
había producido en su pareja.
Ella
encendida como una rosa y él palpitante de energía se acariciaban, se susurraban.
Terminado
el recorrido y con esa imagen en su retina le costaba volver a su casa, sentir
las palabras ácidas de su mujer. Entraba a un bar, tomaba un café, leía el diario
y trataba de volver siempre antes de que caiga la noche. Se cerró en sí mismo,
los amantes de la casa de la reja le ocupaban la mente trastornada.
¿Se
estaba alucinando?
De
pronto recordó a sus padres. Ellos se habían querido así. Tenía ocho años
cuando la tía Juliana lo fue a buscar a la escuela. Maestros y compañeros lo
rodearon. Sus padres habían sufrido un accidente. Creció con la dulce imagen de
ternura que le dejaron de herencia.
Sus
recuerdos se trastocaban ¿Eran su mamá y su papá los amantes de la verja que a
él lo fascinaban? Estaba tan ensimismado en esa imagen, cuando la voz de su
hijo lo llamó a la realidad. Tenía la boca seca, le pidió un poco de agua. Se
recobró. Marina le indicaba con gesto frio que la cena estaba servida.
Iba
a su trabajo como todas las mañanas, pero no era solo por el cumplimiento de su
deber, sino para encontrarse con esa imagen que sublimaba su espíritu afiebrado.
Una
noche, la luz de los relámpagos lo despertó. Llovía torrencialmente. Los
truenos retumbaban. El reloj puntual sonó como siempre. Calzando botas de goma
salió de su casa como una exhalación. Fue a la sucursal de correos a cargar su
mochila. Emprendió su trayecto angustiado esquivando charcos, como esquivando
quimeras. Una vez más pensó que se estaba volviendo loco. Nunca la mochila le
había pesado tanto. Llegó a la casa de la verja. Se quedó pasmado. La pareja,
su pareja en la que él se proyectaba, en la que secretamente hubiera querido
vivir, estaba. Pero… ella apoyada en la reja, inclinada en su tallo. Húmeda de
lluvia ¿o de llanto? Él, del otro lado, en su hábitat rectangular de tierra,
yacía. ¡Pobre geranio…! Quebrado.
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