Dolor profundo
Marta Becker
Después de mucho vagar el hombre llegó a la Capital.
El pelo revuelto, barba de muchos días, el largo
sobretodo raído, zapatillas sucias que arrastraba con paso cansino le daban un
aspecto tan lastimoso que provocaba rechazo entre los transeúntes.
Se paró frente a la vidriera de la rosticería y con
ojos vidriosos recorrió lentamente la carne que se rostizaba y largaba despacio
la grasa. Hacía muchos días que no comía algo bueno y caliente y se le hizo
agua en la boca.
Se acercó una señora que llevaba un niño de la mano.
El hombre giró la cabeza, miró al chico y sonrió. En ese momento se le juntaron
todos los recuerdos que le hicieron olvidar el dolor del hambre y le provocaron
otros dolores.
Recordó la casa grande, los días tranquilos, las
risas flotando en el aire, el fuego que
crepitaba en la estufa mientras él acariciaba al niño de cabellos rubios, ojos
celestes y labios color durazno.
Cuando se produjo el estallido el chico salió
disparado de sus brazos. El hombre se levantó
tambaleante de la silla en un intento por agarrarlo, pero fue inútil, la
tragedia rodeó toda la escena.
Cuando despertó, tanto en la casa –o más bien lo que
quedaba de ella- como en la calle reinaba el silencio. Un silencio de muerte,
mezclado con el olor a cosas chamuscadas.
Gritó y gritó. No le salía el llanto.
Asustado, el gato del vecino que lo observaba recogió
las patas y luego corrió a esconderse detrás de un coche estacionado.
El hombre dejó familia, amigos, trabajo, todo, y se
abandonó, su vida se meció a la deriva. Antes de desaparecer del pueblo se
acercó al cura amigo para confesar todo su dolor y recibir palabras de
consuelo.
Cuando el cura regresó a la casa tres días después de
tener la conversación con el hombre no encontró rastros de él, quien con la
culpa y el sufrimiento a cuestas había iniciado su largo periplo.
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