Un retrato para Dickens Armonía Somers
No, no era posible resistir
el peso del cielo solitario que se me abrió entonces encima dejándome su exacto
centro. Se amaban, qué cosa inexplicable, aquello no era sino estar uno en el
otro, algo tan miserable y rotundo a un tiempo que permitía levantarse de los
golpes y persistir con la misma paciencia de un corazón que fabrica latidos. Yo
no sabía ya que hacer. Oriné en la rejilla toda mi amargura y, aunque decidirme
desde ese momento por la Gertrude era algo así como jurar robarse la bandera de
un barco pirata, me fui de nuevo a la cama. Oí por un breve tiempo respirar a
mis hermanos en su felicidad de pobres diablos sin más aventura que algún
resuello cualquiera. Luego empecé también yo a sumergirme en aquel lago sin
fondo al que nunca se entrará con los ojos abiertos. Y por primera vez en la
vida soñé con unas benditas palomas que desde esa noche no me dejarían en paz
en cuanto cayera dormida. Los bichos se aparecieron a través de la arpillera de
la cortina, luego invadieron el cuarto. No jugaban ningún papel allí, no
parecían querer ni ofrecer nada. Para el comienzo de su larga actuación se
habían disfrazado de lo que eran sencillamente.
La chica apareció al otro
día a nuestro piso a llenar un balde de agua. Alguien había reatado el grifo
con un alambre en tanto cortase un anillo de cuero para la válvula.
- No se puede - dije
entonces acercándomele, mientras me quitaba de los ojos el sueño de las palomas
que aún seguía entre pestaña y pestaña.
- ¿Y por qué? - se atrevió a
preguntar ella con una voz que parecía no salirle del cuerpo, sino de alguna de
las magulladuras que se lo tatuaban.
Tragué saliva, luego me
revolví los hígados para sacar a luz mi mejor mentira fantástica, y le dije que
tal vez nunca más tendríamos agua, que el inquilino nuevo y su mujer eran unos
monstruos a los que les gustaba vivir en seco, y que quizás por esto habrían
sellado la canilla para siempre. Estuve pensando aún cuánto sería verdad y
cuánto mentira en todo aquello.
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