EL LOCO DE LOS NAIPES
Antonio o el loco de los naipes, como lo
llaman los muchachos, esta siempre en la mesa situada en el rincón de la ochava
del Tres Amigos, allí donde cuelga el viejo teléfono público que dejó de
funcionar hace años cuando nacieron los locutorios y más tarde fueran arrasados
por la invasión del celular (el Gordo dice que lo llaman celular por el camión
donde llevan detenidos a los presos).
Parece una
pieza de museo como el propio café y algunos paisajes del mismo barrio que se
van extinguiendo lentamente con la tecnología. En otra época lo usábamos para
pasarle algún número al quinielero o para avisarle a la patrona que llegaríamos
un poco más tarde porque se había armado un buen truco.
Antonio
llegó al barrio en los primeros días de marzo, cuando el verano empieza a
despedirse entre el calor de las ilusiones que no fueron y las hojas de los
árboles de otoño poniendo de amarillo y ocre las calles de Barracas.
Todas las
mañanas, de lunes a viernes, lo trae una joven mujer que según versiones del
Gallego, es la hija (dice llamarse Inés). Lo acompaña a sentarse en ese lugar
lejos de las ventanas, y le pide un café con leche con medialunas de grasa.
Después, al mediodía pasa a buscarlo y se despide con cortesía.
Calculo que
tendrá más de 80 años y la pinta de haber sido un hombre elegante, de aquellos
de buen porte como los galanes de los 50. Es limpio, cortés y educado, con
cierto aire de seductor, parece haber sido un viejo director de escuela o algo
por estilo.
Cuando entra
al salón me saluda con un gesto de su cabeza y trata de sonreírme aunque
esforzadamente. Yo le retribuyo el saludo de la misma manera y le doy los
buenos días a la joven acompañante.
Los
comentarios sobre el nuevo parroquiano comenzaron a circular como los chimentos
de un pueblo. Que la hija esta refuerte, que sufrió un ACV, que en su juventud
fue un ajedrecista famoso, que estuvo casado con una bailarina de tango, que
era escritor y poeta y no sé cuantas cosas más. Lo único cierto es que lo
habían visto más de una vez sacar un
paquete de naipes del bolsillo del pantalón y barajarlas sobre la mesa con una
mano como si fuera René Labanc.
Pero el más
interesante de los chismes lo relató con lujo de detalles Joaquín, el mozo.
-Negro, te
juro que una mañana de lluvia lo vi jugar solo al truco. Repartía las cartas
como si tuviera un oponente, orejaba las cartas, se cambiaba a la silla de
enfrente, orejaba las cartas y volvía al lugar de origen y cantaba envido.
Después ocupaba el sitio del otro jugador y pensaba en qué contestar.
Un día
estuve tentado de no ir a trabajar para observar a Antonio jugar a los naipes y
comprobar con mis propios ojos la historia pero desistí. Los recuerdos de mi
madre me dolían cada vez que esa otra
escena se volvía a aparecer disfrazada de enfermedad mental cuando solo
se trataba de una sana locura.
El Gordo, el
Mirón y Sandoval que tenían horarios de trabajo más libres se turnaban para
observarlo y al atardecer compartíamos las experiencias. Te juro que es cierto,
yo lo oí mentirse a sí mismo y creérselo, decía el Gordo, mientras agregaba un
comentario sobre el culo de la hija. Y lo vi reírse y lamentarse a la vez, no
es uno son dos jugadores distintos en uno solo, dijo el Mirón. La máxima la
hizo el día lo escuché putearse y reputearse en un genial truco, retruco,
quiero vale cuatro, agregó Sandoval.
Una mañana
se acercó la hija a mi mesa para pedirme que por favor lo vigilara, que Antonio
tenía un mal día, que le siguiera la corriente, que de ser necesario le avisara
al Gallego para que la llamara si hacía falta. Y sin dudar compartí la opinión
del Gordo acerca de sus atributos.
Entre
nuestras risas e ironías sobre el loco de los naipes un dejo de compasión
rodeaba siempre la charla y casi nos convertimos en cuidadores celosos de su
salud.
A veces
cuando lo observaba a Antonio veía a mi madre de 90 años sentarse a la mesa de
la cocina para jugar a la escoba de 15, la vi cambiar de lugar, barajar y echar
las cartas. Recuerdo como si fuera hoy, verla levantarse para encender la
hornalla y prepararse un mate, y pedirme:
-Negrito,
cuidame por favor que no me mire las cartas.
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