HOTEL FROSSARD
La
construcción era antigua. Había sido la casa de un francés de apellido Frossard
que vino a la Argentina, junto con su familia, para emprender un negocio
inmobiliario. Vivió con su esposa y sus hijos desde 1927 hasta 1947, año en el
que decidieron volver a Paris. Pero el señor Frossard, que se había enamorado
de Buenos Aires, no aguantó mucho su estancia en Europa y prefirió retornar a
la Argentina. Los que lo conocieron decían que de lo único que se sentía
orgulloso en su vida, era de no haber vendido la casa cuando se volvió a
Francia. Cuentan que el señor Frossard dijo alguna vez que al subir al barco
rumbo al viejo continente, algo en lo más profundo de su alma le decía que su
lugar en el mundo estaba en esa casa de Tucumán entre Florida y Maipú. Volvió
solo. La casa ya era grande cuando vivían 4 personas, y ahora mucho más.
Tucumán se había transformado en una calle muy transitada, y la entrada para
carruajes, debajo de la casa, ya se había transformado en un comercio de venta
de calzados. La escalera de madera continuaba dándole un toque de elegancia a
la fachada y los pisos de roble, del hall, demostraban que la construcción,
alguna vez, había pertenecido a la burguesía criolla. El ascensor era traído de
Paris, lo demostraba una placa de bronce en donde figuraba el nombre de los
fabricantes: "ASCENSORES ROUX, COMBALUZER, PARIS. ÚNICOS AGENTES: M. RECHT
& LEHMAN. BUENOS AIRES".
Algunas
personas habían querido comprar la casona pero el señor Frossard nunca aceptó.
En el año 49 reformó la casa. Las salas de comedor, living y los grandes patios
pasaron a ser habitaciones. Así fue como la casa del señor Frossard pasó a ser
"Hotel Frossard".
Con el paso
de los años, el hotel empezó a ser conocido entre los inmigrantes europeos por
las tertulias y grandes cenas que se llevaban a cabo en el hall. La noche del 1
de noviembre de 1950, mientras se realizaba una fiesta, alguien bajó corriendo
las escaleras y gritó que el señor Frossard estaba muerto. Según testigos,
cuando se acercaron a la habitación número 21, que era en la que vivía el
dueño, encontraron al señor al dueño de la casa
en el baño, con la sangre rebalsando la bañadera y las venas cortadas.
Fue un caso sencillo para la policía. Suicidio. El diario La Nación hizo una
extensa nota sobre lo sucedido. Nadie entendía los motivos. Llamaron a sus
familiares a Paris y contaron los hechos. Uno de sus hijos vino a la Argentina
para hacer los tramites y llevarse el cuerpo de su padre de nuevo a su país
natal. También se ocupó de la venta de la casa. La regaló, como se suele decir
cuando algo es muy barato. El comprador fue un comerciante de apellido Sánchez,
también inmigrante, español, que después se supo, estuvo presente en la fiesta
la noche en qué murió el señor Frossard. Fue el que lo encontró muerto.
Treinta años después, la casa seguía
existiendo y el dueño continuaba siendo el señor Sánchez. El hotel, lejos de la
elegancia con la que nació, se había convertido en un lugar de mala muerte.
Vivían putas, dealers, y ocurrían todo tipo de negocios "turbios".
Solo trabajaban dos empleados. El señor Sánchez vivía en la habitación 19 y
merodeaba el lugar de vez en cuando. Una mañana, Gutiérrez, que comenzaba su
turno en la recepción, tenía un cartelito que decía: "Llamar al señor
Sánchez a las 9". Al horario indicado Gutiérrez subió a la segunda planta
y golpeó la puerta de la habitación 19.
A los pocos minutos, intentó nuevamente sin éxito alguno. Gutiérrez
presintió que algo andaba mal. Un paró cardíaco pensó. Bajó a la recepción,
agarró la copia de la llave de la habitación y subió lo más rápido que pudo. La
habitación no estaba ocupada. Existía un orden como si nadie hubiera pasado la
noche ahí. Gutiérrez llamó a su compañero y le explicó lo sucedido.
Coincidieron en que el señor Sánchez se había ido temprano. Por la noche, cuando
ambos empleados cambiaban el turno comenzaron a preocuparse por su jefe.
Decidieron dividirse las habitaciones que estaban libres y comenzaron a buscar
por todo el hotel. Cuando Gutiérrez abrió la puerta de la habitación 21 supo
que algo andaba mal. La primera impresión fue de tristeza. El señor Sánchez
estaba en el baño, dentro de la bañadera con las venas cortadas. El mismo
cuadro de situación que había ocurrido treinta años antes. La policía llegó al
lugar, los empleados atestiguaron. Coincidencia en los forenses. Suicidio. Un
detective, llamado Montaiuti, de 21 años, que recién entraba en la policía, fue
el encargado de recoger testimonios de vecinos y allegados al señor Sánchez.
Todos coincidieron en que no había motivos para que se suicidara. Aunque
Montaiuti pudo averiguar que el señor Sánchez le había comentado a algunos
familiares que le habían descubierto un problema pulmonar y que su estado era
delicado. Quizás su enfermedad fue el disparador para que se quitara la vida.
No había notas, ni cartas de despedida. Entre tantas averiguaciones, Montaiuti
se sorprendió al escuchar la historia de un viejo vecino de la zona que le contó, lo que para
algunos era una leyenda. El vecino se llamaba Francisco Cragno, toda la vida
había vivido en un departamento en la esquina de Maipú y Córdoba. Cragno le
contó que hacía treinta años el dueño anterior había muerto de la misma manera.
Para Montaiuti el viejo era un fabulador. El señor le explicó al detective que
él mismo había estado aquella noche.
-Yo era un joven de 35 años. Y conocía al
señor Frossard. La casa siempre estaba llena de chicas lindas. Era un hotel
elegante no como la pocilga que es ahora,
explicaba Cragno.
-¿Y usted estuvo la noche en que se suicido
el señor Frossard? preguntó el detective sin muchas ganas.
-Yo fui uno de los que lo sacaron de la
bañadera. Se había cortado las venas. Me acuerdo de la habitación, del olor, de
todo. Hace unos años me dijeron que la habitación se seguía alquilando. No entiendo
cómo hicieron eso.
-Bueno, no toda la gente sabe que en esa
habitación alguien se suicido -dijo Montaiuti.
-La 21, era la habitación 21. La recuerdo
bien, porque al otro día del suicidio del señor Frossard lo jugué en la
quiniela y gané. Fue la única vez en mi vida, dijo Cragno con una sonrisa.
-Disculpe -interrumpió Montaiuti-. ¿Usted
me dice que la habitación en la que se suicido el señor Frossard era la número
21?
-Así es, la número 21.
-Usted me hace perder el tiempo señor.
Estoy muy ocupado para que me tome el pelo, dijo el detective mientras se
levantaba de la mesa. Que casualidad, ¿Sabe algo? El dueño del hotel se suicido
en la misma habitación y de la misma manera.
-¿Usted me está hablando en serio? ¿ En la
misma habitación?
-Disculpe señor Cragno, pero creo que usted
se enteró del número de habitación y está jugando conmigo.
-Ja, ja de ninguna manera -dijo el viejo
mientras se levantaba de la mesa-. Pero si no me cree, espéreme acá.
El viejo se fue por unos instantes.
Montaiuti pensaba que perdía el tiempo, que era un suicidio, una simple
decisión de alguien que estaba enfermo y que quería dejar de sufrir. El anciano
volvió con un diario en la mano.
Acá esta, dijo el viejo poniendo el
periódico amarillento sobre la mesa -. Lo guardé porque estoy yo ahí en la
foto, ¿me ve?
-¿Ese es usted?, preguntó el detective
mientras señalaba una cabeza borrosa.
-Sí, bueno, la foto es mala, y además el
diario es viejo. Pero lea, lea tranquilo.
Montaiuti leyó el diario y la descripción
del suicidio coincidía con la manera en que se había matado Sánchez. Hasta en
la crónica del diario figuraba la habitación 21 cómo en la que ocurrieron los
hechos. El viejo no mentía y Montaiuti creyó tener algo.
- ¿Usted lo conoció a Sánchez?, preguntó el
detective.
-Sí, lo conocí, claro. Tenía más o menos mi
edad. Pero no nos hablábamos.
-¿Se habían peleado?
-No nos hablábamos desde el día en que
murió el señor Frossard.
-¿Se pueden saber los motivos?
-El señor Sánchez había querido comprar el
hotel al señor Frossard, pero éste nunca lo quiso vender. Sánchez, en esa época,
era un comerciante de renombre. Era un tipo muy egocéntrico, que tenía algunos
pesos y no aceptaba un no. Era habitúe de las fiestas que se hacían en el hotel
y había tenido muchas discusiones con Frossard con respecto a la compra del
hotel.
-¿Y usted por qué dejó de hablarse?
-Nunca fue mi amigo, pero cuando murió
Frossard, dio la casualidad que él fue el que lo descubrió muerto y a los pocos
meses me enteré que Sánchez había comprado el hotel. Me indigné, pensé:
"Bueno, la única forma para que se lo comprara era que muera el
dueño". Y no me pregunte por qué, pero siempre imaginé que Sánchez había
matado al señor Frossard.
Montaiuti pensó que la historia era muy
interesante, si hubiera nacido 50 años antes, sería una investigación seria, y
hasta lo podría haber hecho famoso. Pero ahora no servía de nada. Los dos
protagonistas estaban muertos, y se habían suicidado de la misma manera, en el
mismo hotel, siendo ambos dueños y en la mis habitación. ¿Coincidencia? Se
preguntó Montaiuti.
-Gracias por todo señor Cragno -dijo el
detective en la puerta de la casa.
-De nada. Una buena historia ¿no?, dijo con
algo de ironía.
-Buena, pero son coincidencias, debo
admitir que buenas, pero no me sirven para la investigación.
-Lo entiendo. Ah, me olvidaba. La fecha de
ambos suicidios es la misma, dijo el viejo, sabiendo de la importancia del
dato, pero haciéndose el desentendido.
Montaiuti se fue como si no hubiera
escuchado. Pero los datos y las coincidencias lo atraparon. Volvió a la
estación de policía y habló con su jefe.
Una mezcla de incredulidad y fatiga, de sus
superiores, hizo que el caso se archivara. A Montaiut lo designaron a otra
investigación y dejó de prestarle atención a aquello de las coincidencias.
Aunque siempre recordaba, de vez en cuando, que la historia del hotel Frossard
era de las más interesantes que había escuchado en su corta carrera. Se
prometió seguir de cerca los que pasaba con el hotel. La noche del 1 de
noviembre del año siguiente. Montaiuti fue al hotel Frossard.
Debido a un
remate judicial, el hotel lo habían comprado unos judíos. El detective pudo ver
que se habían hecho algunas reformas. Entró en la pequeña recepción y pidió una
habitación. Le dieron la 14, pero el dijo que quería una más cómoda, se fijo en
la planilla y pidió por la número 21. El conserje le dijo que esa habitación
era una doble. Montaiuti dijo que pagaría la cuenta y que quería esa. Entró y
lo primero que hizo fue ir al baño. Todo parecía normal. Nada extraño. Se sacó
la campera, los zapatos, se lavó los dientes y se sentó en la cama. Cargó el
arma y prometió no dormirse. El sueño pudo más. Al otro día se levantó
exaltado. Miró a su alrededor, y todo estaba en orden. Fue al baño y nadie se
desangraba en la bañadera. Pensó que era mejor así, porque sería difícil explicarles
a sus superiores que existía un muerto en el cuarto de hotel donde decidió
pasar la noche para investigar un caso que ya estaba archivado. Montaiuti
volvió a sus funciones y nunca más habló del hotel y la leyenda.
25 años
después. Montaiuti se había convertido en jefe inspector de la policía Federal.
Era exitoso, y reconocido por su lucha contra el narcotráfico. Estaba a punto
de ser nombrado jefe de policía de la ciudad de Buenos Aires. Tenía mujer, dos
hijos y una vida saludable. Pero algo había estado dando vueltas siempre por su
cabeza. Los suicidios del hotel Frossard. Intentó, durante gran parte de su
vida, abandonar esos pensamientos, sacarse esa historia de encima. Pero no
podía. Siempre que ocurría un suicidio y sus efectivos eran destinados al lugar
del hecho, preguntaba dónde había ocurrido. Cuando andaba por el centro
agarraba Tucumán y pasaba por la puerta del hotel. Había averiguado quienes se
fueron convirtiendo en los propietarios y muchas veces quiso comprarlo. Nunca
tuvo éxito hasta que se enteró que estaba en venta. El hotel era ya una
obsesión para él, pero cuando tuvo la oportunidad, juntó sus ahorros y lo
compró. Lo reformó, invirtió dinero y el hotel volvió a recuperar la
luminosidad de la que hablaban los que lo visitaron hacía 50 años. Montaiuti
siguió con la obsesión de la habitación 21, y cada primero de noviembre iba a
pasar la noche en la habitación. Nada raro pasaba. Pero luego de cuatro años,
Montaiuti, creyó que ese primero de noviembre era el indicado. Se cumplían 30
años del suicidio del señor Sánchez, y 60 del suicidio de Frossard. Ambos
dueños de hotel, los dos en la misma habitación, el mismo modus operandi, y la
misma fecha. Montaiuti creyó que esa noche podía pasar algo especial. Sintió la
misma adrenalina que aquella noche, un año después de la muerte de Sánchez,
cuando se quedó dormido con el arma en la mano. Imaginó que algún desquiciado
se acercaría a querer cumplir con el ritual de asesinar cada 30 años a un
hombre en una habitación de hotel. Descartó esa idea porque si era el mismo
asesino debería tener al menos 80 años. Era una idea con pocos fundamentos.
Alrededor de las 20, Montaiuti le dijo al conserje que se iba a quedar a dormir
en la habitación 21. Le pidió que no lo molestara, y que no lo llame nadie.
Entró, se desvistió y se puso a mirar algo de tele. La puerta del baño estaba
entreabierta, y se podía ver la bañadera desde la cama. Una luz, entraba por la
ventana y se reflejaba justo en la puerta del baño. Montaiuti recordó toda su
vida, su carrera, sus hijos. Hacía un repaso de lo que había logrado, de sus
comienzos. Mientras la luz que daba en la puerta se apagaba y prendía con
intermitencia, Montaiuti, saco su arma y la descargó. Quería jugar todas las
fichas, quería terminar con esa obsesión que lo había hecho pensar cada día, en
los últimos 30 años en ese caso, en ese hotel, en esos suicidios. Sentía la
necesidad de saber que todo había sido una casualidad. Fue hasta el baño, puso
el tapón, abrió la canilla y se desnudó mientras miraba como el agua llenaba la
bañadera. El agua había pasado más de la mitad de la bañadera cuando Montaiuti
decidió ingresar. Notó que estaba caliente y agradable. Todo era normal. Pensó
en los motivos por los cuales la gente se suicidaba. Deberían estar solos
imaginó.
-Yo no estoy
solo -dijo-. No tengo por qué suicidarme.
Empezó a
reír a carcajadas.
-Estoy loco,
esto es una mierda -gritó-. Acá no pasa nada.
Se reía y
salpicaba el agua.
-Estoy en la
habitación 21 del hotel Frossard, el primero de noviembre, se cumplen 60 y 30 a
los de los suicidios, en la bañadera soy dueño del hotel y no pasa nada, no me
quiero suicidar -se seguía riendo- Ahh, ¿me falta un cuchillo para que todo sea
igual?
Se preguntó
el mismo. Agarró del bolsillo de su pantalón una victorinox y la abrió.
-Ahora tengo
un cuchillo y no me quiero matar -seguía gritando.
Puso el filo
de la navaja sobre sus venas y dijo:
-No me
quiero cortar, no me interesa, no me pasa nada -seguía gritando- Vamos a probar
si me corto un poco qué pasa.
Hablaba
solo. La sangre empezó a salir de su muñeca derecha, probó con un corte más
profundo en su muñeca izquierda y empezó a ver como se teñía el agua de rojo.
Se miró por un momento y recordó haber visto esa imagen 30 años antes. Lo
último que pensó fue que todo era una gran coincidencia.
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