jueves, 18 de abril de 2013

HERNÁN SÁNCHEZ



HOTEL FROSSARD 

La construcción era antigua. Había sido la casa de un francés de apellido Frossard que vino a la Argentina, junto con su familia, para emprender un negocio inmobiliario. Vivió con su esposa y sus hijos desde 1927 hasta 1947, año en el que decidieron volver a Paris. Pero el señor Frossard, que se había enamorado de Buenos Aires, no aguantó mucho su estancia en Europa y prefirió retornar a la Argentina. Los que lo conocieron decían que de lo único que se sentía orgulloso en su vida, era de no haber vendido la casa cuando se volvió a Francia. Cuentan que el señor Frossard dijo alguna vez que al subir al barco rumbo al viejo continente, algo en lo más profundo de su alma le decía que su lugar en el mundo estaba en esa casa de Tucumán entre Florida y Maipú. Volvió solo. La casa ya era grande cuando vivían 4 personas, y ahora mucho más. Tucumán se había transformado en una calle muy transitada, y la entrada para carruajes, debajo de la casa, ya se había transformado en un comercio de venta de calzados. La escalera de madera continuaba dándole un toque de elegancia a la fachada y los pisos de roble, del hall, demostraban que la construcción, alguna vez, había pertenecido a la burguesía criolla. El ascensor era traído de Paris, lo demostraba una placa de bronce en donde figuraba el nombre de los fabricantes: "ASCENSORES ROUX, COMBALUZER, PARIS. ÚNICOS AGENTES: M. RECHT & LEHMAN. BUENOS AIRES".
Algunas personas habían querido comprar la casona pero el señor Frossard nunca aceptó. En el año 49 reformó la casa. Las salas de comedor, living y los grandes patios pasaron a ser habitaciones. Así fue como la casa del señor Frossard pasó a ser "Hotel Frossard".
Con el paso de los años, el hotel empezó a ser conocido entre los inmigrantes europeos por las tertulias y grandes cenas que se llevaban a cabo en el hall. La noche del 1 de noviembre de 1950, mientras se realizaba una fiesta, alguien bajó corriendo las escaleras y gritó que el señor Frossard estaba muerto. Según testigos, cuando se acercaron a la habitación número 21, que era en la que vivía el dueño, encontraron al señor al dueño de la casa  en el baño, con la sangre rebalsando la bañadera y las venas cortadas. Fue un caso sencillo para la policía. Suicidio. El diario La Nación hizo una extensa nota sobre lo sucedido. Nadie entendía los motivos. Llamaron a sus familiares a Paris y contaron los hechos. Uno de sus hijos vino a la Argentina para hacer los tramites y llevarse el cuerpo de su padre de nuevo a su país natal. También se ocupó de la venta de la casa. La regaló, como se suele decir cuando algo es muy barato. El comprador fue un comerciante de apellido Sánchez, también inmigrante, español, que después se supo, estuvo presente en la fiesta la noche en qué murió el señor Frossard. Fue el que lo encontró muerto.
Treinta años después, la casa seguía existiendo y el dueño continuaba siendo el señor Sánchez. El hotel, lejos de la elegancia con la que nació, se había convertido en un lugar de mala muerte. Vivían putas, dealers, y ocurrían todo tipo de negocios "turbios". Solo trabajaban dos empleados. El señor Sánchez vivía en la habitación 19 y merodeaba el lugar de vez en cuando. Una mañana, Gutiérrez, que comenzaba su turno en la recepción, tenía un cartelito que decía: "Llamar al señor Sánchez a las 9". Al horario indicado Gutiérrez subió a la segunda planta y golpeó la puerta de la habitación 19.  A los pocos minutos, intentó nuevamente sin éxito alguno. Gutiérrez presintió que algo andaba mal. Un paró cardíaco pensó. Bajó a la recepción, agarró la copia de la llave de la habitación y subió lo más rápido que pudo. La habitación no estaba ocupada. Existía un orden como si nadie hubiera pasado la noche ahí. Gutiérrez llamó a su compañero y le explicó lo sucedido. Coincidieron en que el señor Sánchez se había ido temprano. Por la noche, cuando ambos empleados cambiaban el turno comenzaron a preocuparse por su jefe. Decidieron dividirse las habitaciones que estaban libres y comenzaron a buscar por todo el hotel. Cuando Gutiérrez abrió la puerta de la habitación 21 supo que algo andaba mal. La primera impresión fue de tristeza. El señor Sánchez estaba en el baño, dentro de la bañadera con las venas cortadas. El mismo cuadro de situación que había ocurrido treinta años antes. La policía llegó al lugar, los empleados atestiguaron. Coincidencia en los forenses. Suicidio. Un detective, llamado Montaiuti, de 21 años, que recién entraba en la policía, fue el encargado de recoger testimonios de vecinos y allegados al señor Sánchez. Todos coincidieron en que no había motivos para que se suicidara. Aunque Montaiuti pudo averiguar que el señor Sánchez le había comentado a algunos familiares que le habían descubierto un problema pulmonar y que su estado era delicado. Quizás su enfermedad fue el disparador para que se quitara la vida. No había notas, ni cartas de despedida. Entre tantas averiguaciones, Montaiuti se sorprendió al escuchar la historia de un viejo  vecino de la zona que le contó, lo que para algunos era una leyenda. El vecino se llamaba Francisco Cragno, toda la vida había vivido en un departamento en la esquina de Maipú y Córdoba. Cragno le contó que hacía treinta años el dueño anterior había muerto de la misma manera. Para Montaiuti el viejo era un fabulador. El señor le explicó al detective que él mismo había estado aquella noche.
-Yo era un joven de 35 años. Y conocía al señor Frossard. La casa siempre estaba llena de chicas lindas. Era un hotel elegante no como la pocilga que es ahora,
explicaba Cragno.
-¿Y usted estuvo la noche en que se suicido el señor Frossard? preguntó el detective sin muchas ganas.
-Yo fui uno de los que lo sacaron de la bañadera. Se había cortado las venas. Me acuerdo de la habitación, del olor, de todo. Hace unos años me dijeron que la habitación se seguía alquilando. No entiendo cómo hicieron eso.
-Bueno, no toda la gente sabe que en esa habitación alguien se suicido -dijo Montaiuti.
-La 21, era la habitación 21. La recuerdo bien, porque al otro día del suicidio del señor Frossard lo jugué en la quiniela y gané. Fue la única vez en mi vida, dijo Cragno con una sonrisa.
-Disculpe -interrumpió Montaiuti-. ¿Usted me dice que la habitación en la que se suicido el señor Frossard era la número 21?
-Así es, la número 21.
-Usted me hace perder el tiempo señor. Estoy muy ocupado para que me tome el pelo, dijo el detective mientras se levantaba de la mesa. Que casualidad, ¿Sabe algo? El dueño del hotel se suicido en la misma habitación y de la misma manera.
-¿Usted me está hablando en serio? ¿ En la misma habitación?
-Disculpe señor Cragno, pero creo que usted se enteró del número de habitación y está jugando conmigo.
-Ja, ja de ninguna manera -dijo el viejo mientras se levantaba de la mesa-. Pero si no me cree, espéreme acá.
El viejo se fue por unos instantes. Montaiuti pensaba que perdía el tiempo, que era un suicidio, una simple decisión de alguien que estaba enfermo y que quería dejar de sufrir. El anciano volvió con un diario en la mano.
Acá esta, dijo el viejo poniendo el periódico amarillento sobre la mesa -. Lo guardé porque estoy yo ahí en la foto, ¿me ve?
-¿Ese es usted?, preguntó el detective mientras señalaba una cabeza borrosa.
-Sí, bueno, la foto es mala, y además el diario es viejo. Pero lea, lea tranquilo.
Montaiuti leyó el diario y la descripción del suicidio coincidía con la manera en que se había matado Sánchez. Hasta en la crónica del diario figuraba la habitación 21 cómo en la que ocurrieron los hechos. El viejo no mentía y Montaiuti creyó tener algo.
- ¿Usted lo conoció a Sánchez?, preguntó el detective.
-Sí, lo conocí, claro. Tenía más o menos mi edad. Pero no nos hablábamos.
-¿Se habían peleado?
-No nos hablábamos desde el día en que murió el señor Frossard.
-¿Se pueden saber los motivos?
-El señor Sánchez había querido comprar el hotel al señor Frossard, pero éste nunca lo quiso vender. Sánchez, en esa época, era un comerciante de renombre. Era un tipo muy egocéntrico, que tenía algunos pesos y no aceptaba un no. Era habitúe de las fiestas que se hacían en el hotel y había tenido muchas discusiones con Frossard con respecto a la compra del hotel.
-¿Y usted por qué dejó de hablarse?
-Nunca fue mi amigo, pero cuando murió Frossard, dio la casualidad que él fue el que lo descubrió muerto y a los pocos meses me enteré que Sánchez había comprado el hotel. Me indigné, pensé: "Bueno, la única forma para que se lo comprara era que muera el dueño". Y no me pregunte por qué, pero siempre imaginé que Sánchez había matado al señor Frossard.
Montaiuti pensó que la historia era muy interesante, si hubiera nacido 50 años antes, sería una investigación seria, y hasta lo podría haber hecho famoso. Pero ahora no servía de nada. Los dos protagonistas estaban muertos, y se habían suicidado de la misma manera, en el mismo hotel, siendo ambos dueños y en la mis habitación. ¿Coincidencia? Se preguntó Montaiuti.
-Gracias por todo señor Cragno -dijo el detective en la puerta de la casa.
-De nada. Una buena historia ¿no?, dijo con algo de ironía.
-Buena, pero son coincidencias, debo admitir que buenas, pero no me sirven para la investigación.
-Lo entiendo. Ah, me olvidaba. La fecha de ambos suicidios es la misma, dijo el viejo, sabiendo de la importancia del dato, pero haciéndose el desentendido.
Montaiuti se fue como si no hubiera escuchado. Pero los datos y las coincidencias lo atraparon. Volvió a la estación de policía y habló con su jefe.
Una mezcla de incredulidad y fatiga, de sus superiores, hizo que el caso se archivara. A Montaiut lo designaron a otra investigación y dejó de prestarle atención a aquello de las coincidencias. Aunque siempre recordaba, de vez en cuando, que la historia del hotel Frossard era de las más interesantes que había escuchado en su corta carrera. Se prometió seguir de cerca los que pasaba con el hotel. La noche del 1 de noviembre del año siguiente. Montaiuti fue al hotel Frossard.
Debido a un remate judicial, el hotel lo habían comprado unos judíos. El detective pudo ver que se habían hecho algunas reformas. Entró en la pequeña recepción y pidió una habitación. Le dieron la 14, pero el dijo que quería una más cómoda, se fijo en la planilla y pidió por la número 21. El conserje le dijo que esa habitación era una doble. Montaiuti dijo que pagaría la cuenta y que quería esa. Entró y lo primero que hizo fue ir al baño. Todo parecía normal. Nada extraño. Se sacó la campera, los zapatos, se lavó los dientes y se sentó en la cama. Cargó el arma y prometió no dormirse. El sueño pudo más. Al otro día se levantó exaltado. Miró a su alrededor, y todo estaba en orden. Fue al baño y nadie se desangraba en la bañadera. Pensó que era mejor así, porque sería difícil explicarles a sus superiores que existía un muerto en el cuarto de hotel donde decidió pasar la noche para investigar un caso que ya estaba archivado. Montaiuti volvió a sus funciones y nunca más habló del hotel y la leyenda.
25 años después. Montaiuti se había convertido en jefe inspector de la policía Federal. Era exitoso, y reconocido por su lucha contra el narcotráfico. Estaba a punto de ser nombrado jefe de policía de la ciudad de Buenos Aires. Tenía mujer, dos hijos y una vida saludable. Pero algo había estado dando vueltas siempre por su cabeza. Los suicidios del hotel Frossard. Intentó, durante gran parte de su vida, abandonar esos pensamientos, sacarse esa historia de encima. Pero no podía. Siempre que ocurría un suicidio y sus efectivos eran destinados al lugar del hecho, preguntaba dónde había ocurrido. Cuando andaba por el centro agarraba Tucumán y pasaba por la puerta del hotel. Había averiguado quienes se fueron convirtiendo en los propietarios y muchas veces quiso comprarlo. Nunca tuvo éxito hasta que se enteró que estaba en venta. El hotel era ya una obsesión para él, pero cuando tuvo la oportunidad, juntó sus ahorros y lo compró. Lo reformó, invirtió dinero y el hotel volvió a recuperar la luminosidad de la que hablaban los que lo visitaron hacía 50 años. Montaiuti siguió con la obsesión de la habitación 21, y cada primero de noviembre iba a pasar la noche en la habitación. Nada raro pasaba. Pero luego de cuatro años, Montaiuti, creyó que ese primero de noviembre era el indicado. Se cumplían 30 años del suicidio del señor Sánchez, y 60 del suicidio de Frossard. Ambos dueños de hotel, los dos en la misma habitación, el mismo modus operandi, y la misma fecha. Montaiuti creyó que esa noche podía pasar algo especial. Sintió la misma adrenalina que aquella noche, un año después de la muerte de Sánchez, cuando se quedó dormido con el arma en la mano. Imaginó que algún desquiciado se acercaría a querer cumplir con el ritual de asesinar cada 30 años a un hombre en una habitación de hotel. Descartó esa idea porque si era el mismo asesino debería tener al menos 80 años. Era una idea con pocos fundamentos. Alrededor de las 20, Montaiuti le dijo al conserje que se iba a quedar a dormir en la habitación 21. Le pidió que no lo molestara, y que no lo llame nadie. Entró, se desvistió y se puso a mirar algo de tele. La puerta del baño estaba entreabierta, y se podía ver la bañadera desde la cama. Una luz, entraba por la ventana y se reflejaba justo en la puerta del baño. Montaiuti recordó toda su vida, su carrera, sus hijos. Hacía un repaso de lo que había logrado, de sus comienzos. Mientras la luz que daba en la puerta se apagaba y prendía con intermitencia, Montaiuti, saco su arma y la descargó. Quería jugar todas las fichas, quería terminar con esa obsesión que lo había hecho pensar cada día, en los últimos 30 años en ese caso, en ese hotel, en esos suicidios. Sentía la necesidad de saber que todo había sido una casualidad. Fue hasta el baño, puso el tapón, abrió la canilla y se desnudó mientras miraba como el agua llenaba la bañadera. El agua había pasado más de la mitad de la bañadera cuando Montaiuti decidió ingresar. Notó que estaba caliente y agradable. Todo era normal. Pensó en los motivos por los cuales la gente se suicidaba. Deberían estar solos imaginó.
-Yo no estoy solo -dijo-. No tengo por qué suicidarme.
Empezó a reír a carcajadas.
-Estoy loco, esto es una mierda -gritó-. Acá no pasa nada.
Se reía y salpicaba el agua.
-Estoy en la habitación 21 del hotel Frossard, el primero de noviembre, se cumplen 60 y 30 a los de los suicidios, en la bañadera soy dueño del hotel y no pasa nada, no me quiero suicidar -se seguía riendo- Ahh, ¿me falta un cuchillo para que todo sea igual?
Se preguntó el mismo. Agarró del bolsillo de su pantalón una victorinox y la abrió.
-Ahora tengo un cuchillo y no me quiero matar -seguía gritando.
Puso el filo de la navaja sobre sus venas y dijo:
-No me quiero cortar, no me interesa, no me pasa nada -seguía gritando- Vamos a probar si me corto un poco qué pasa.
Hablaba solo. La sangre empezó a salir de su muñeca derecha, probó con un corte más profundo en su muñeca izquierda y empezó a ver como se teñía el agua de rojo. Se miró por un momento y recordó haber visto esa imagen 30 años antes. Lo último que pensó fue que todo era una gran coincidencia.

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