EL EXTRANJERO
Mientras nos
sentamos a la mesa, admiramos su ropa de primera calidad. La corbata llama la
atención por sus destellos que refractan la luz filtrada por la ventana
desvencijada.
No puedo
creer que nuestro hijo mayor haya venido a vernos después de siete años.
-En Canadá,
todo es distinto. Se vive mejor. Tienen que pensar en dejar esto.
Su cadencia,
acento y modales, han cambiado. Raulito y Manuel lo miran como si tuviesen los
fragmentos de un espejo roto y les costase armarlo otra vez.
-Tu abuelo y
tu padre son chacareros. Nuestra vida está en las parcelas.
El recién
llegado nos mira y la distancia se alarga y horada las millas.
-No sabés,
mamá, las ventajas de vivir en Toronto.
-¿Dónde
queda?- pregunta Manuel con inocencia.
-¿Van a la
escuela? Sus ojos perforan los míos.
-Cuando
llueve mucho, no.
Ese extraño,
ese extranjero, no entiende. No sabe acerca del sol que pinta de rosa la
escarcha en los campos. Tampoco entiende de los pájaros que sostienen la
campiña.
Saca un mapa
del bolsillo y usa una lapicera. Hace un recorrido en el papel y explica. No
entendemos nada. Raulito se la pide.
-Te la doy.
Pero no la lleves a ningún lado porque el capuchón es de oro.
-Vos mamá,
no tendrías que trabajar con el barbechó. Podés emplearte en un hotel como
personal de limpieza.
-¿Qué tiene
de malo cultivar la tierra?
-Es
necesario crecer de mente. Lograr objetivos. -¿Qué les espera a los chicos acá?
-Tenemos
sesenta y cuatro vacas. Muchas preñadas.
El
extranjero tiene un rictus burlón.
La distancia
entre el inicio del sendero y el caminante ya no se puede medir: Ha hecho a un
lado el plato con polenta y trozos de pollo.
-¿Y tu
esposa?
-Jennifer se
aloja en un hotel cinco estrellas de la ciudad. ¿O pensabas que iba a traerla?
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