domingo, 8 de diciembre de 2019

carlos margiotta


La casa (II) 
Carlos Margiotta

Rodrigo salió del neuropsiquiátrico pensando en la salud de su madre, había escuchado su voz articulando algunas palabras después de mucho tiempo. Ante la consulta, la enfermera que la atendía le dijo que en ocasiones los enfermos tienen momentos de lucidez.
“Tené cuidado en esa casa”, le había dicho su madre, y tenía razón. La casa lo iba atravesando poco a poco sin darse cuenta y recordó la frase de un viejo profesor de la facultad cuando hablando de las refacciones de casas antiguas había dicho: “Tengan cuidado con las paredes porque allí se depositan los miedos de sus habitantes”.
Cuando volvió al atardecer abrió la puerta de entrada y sintió la calidez del hogar y a la vez, una fuerte sensación de estar en un lugar ajeno.
Dejó sus cosas y se dirigió a comer al bodegón de siempre. Mientras esperaba la comida preparó en su libreta de anotaciones las tareas del próximo día: visitar a dos clientes de la zona norte para ver un trabajo, definir con los albañiles la colocación de una escalera caracol para tener acceso a la azotea, y hablar con Patricia, la vecina de al lado, para que le recomendara una señora de limpieza.
Patricia era una mujer de unos cuarenta años que vivía sola con su hijo pequeño con la que había establecido una buena relación basada en ayudarse mutuamente para satisfacer ciertas necesidades. A veces ella le pedía que cuidara a su hijo mientras hacía algunas compras, otras, él le dejaba algún encargo para los proveedores de la obra.
Cuando volvió de cenar se puso a revisar el paquete guardado del diario Crónica. Le llamaron su atención los suplementos deportivos donde figuraba un tal José Passione como jugador de futbol que alternaba en la primera de Atlanta. Y recorrió los momentos futboleros junto a Errea, Clariá y Nuin…Griguol y Bonzuk… Pero nada trascendente con la historia que buscaba de la casa salvo el detalle que José abandonó el futbol después haberse quebrado una pierna en un entrenamiento.
La obra estaba casi terminada. Preparar las paredes para la pintura le había llevado mucho tiempo. Primero hubo que quitar varias capas de papel engomado y después restaurar las superficies del revoque original. Pero antes de continuar debería revisar las condiciones del techo para poner una película protectora que escurriera el agua de lluvia y diseñar un plano para construir un el primer piso.
A la mañana siguiente les dejó las instrucciones de las tareas a los albañiles y esperó que la vecina saliera con su hijo hacia el jardín para encargarle la mujer de la limpieza. Subió a su auto hacia la zona norte del gran Buenos Aires para visitar a los clientes que querían arreglar sus casas de fin de semana. De regreso pasó por el corralón de materiales para ver los precios y hacer los presupuestos de los trabajos contratados.
Se detuvo a tomar un café y fumar un cigarrillo al aire libre en el ingreso a Escobar de la Panamericana. El atardecer era solemne, el sol como una gran naranja se posaba en el horizonte. Pensó en su hermano mayor radicado hacía muchos años en Canada, en Gabriela su expareja, y en sus amigos íntimos con los que apenas se visitaba. Y se sintió solo.
En su casa encontró una nota que decía: “La terraza está en condiciones, solo falta una capa de pintura impermeable para el techo”. Y junto a la nota encontró unas cajitas metálicas conteniendo instrumental quirúrgico. “Encontramos ésto en un pequeño armario en el contrafrente”. 
Se estaba duchando cuando sonó el celular. “Mañana viene a verte temprano una muchacha para la limpieza”, dijo la voz de Patricia.
Esa noche comió frugalmente algo que había quedado en la heladera, y se recostó en la cama mirando el techo. Los rayos de la luna que iluminaba el barrio se colaban por ranuras de la cortina de la ventana que daba a la calle.
De pronto observó en el cielo raso una gran mancha blanca que se escurría desde la mitad de la medianera e inundaba toda la superficie. Agitado salió al patio y encendió un cigarrillo mirando el cielo. Sus pensamientos lo llevaron a la infancia en el sur del país siguiendo los destinos militares de su padre. En los cuarteles no se podían hace amigos, pensó. Cuando volvió a la habitación la mancha había desaparecido.
A la mañana siguiente subió a la azotea con los albañiles. En el lugar donde la noche anterior se escurría la mancha blanca estaba el armario empotrado en la pared, parecía un espacio para un medidor de gas. Cuando se acercó al mismo comprobó que había un hueco en el piso que terminaba en la planta baja. “Acá había una chimenea muchachos” y continuó. “Seguro que abajo hay una doble pared”.
Después de tomar las medidas imagino un ambiente único, sin divisiones, con un techo vidriado, un piano y un balcón terraza. Cuando bajó estaba esperando la chica de la limpieza. “Soy Antonia”, dijo. Tendría unos 25 años, era morocha con un lindo pelo negro enrulado. Arregló los horarios y el precio de la hora. “Te espero mañana”, dijo.
Buscó el lugar donde estaría la chimenea y le pidió a Pedro, uno de los obreros, que comprobara el hueco. Mientas se vestía para salir escuchó los golpes que descubrían un gran espacio en el centro de la pared principal del living para encender leños.
Antes de salir recordó el diploma de médico y las pinzas obstétricas encontradas en los primeros días en la casa. Buscó en el placard donde las había guardado. Daniel Passione, decía el título, por la fecha de emisión estimó que actualmente tendría la edad de su padre.
Preparó los presupuestos de obra para sus clientes y los envió por internet. Cargó el sobre con las fotos familiares de los antiguos dueños y las cartas de amor encontradas en un hueco de la pared de la cocina. Quería terminar con esa historia y empezar con la suya.
Mientras manejaba  se le apareció la figura de Antonia, con esa piel oscura, los enormes ojos negros y la boca tan grande como su dentadura blanca. Hermosa mujer, pensó.
Antes de entrar en la ruta pasó por lo de Santiago, su amigo grafólogo con el que compartían una vez por mes un equipo futbol. “Te dejo estas cartas. Quiero que me des una opinión y la época en que fueron escritas”, le dijo. “Venite el viernes que no esta Vanesa y cenamos juntos”. Contestó.
Cerca de Escobar tomo la colectora y fue a visitar a los clientes para acordar los detalles de la obra. Al regreso decidió repetir la ceremonia del día anterior. Se detuvo en el mismo café, pidió una ensalada primavera y encendió un cigarrillo. Después de almorzar sacó el sobre de la mochila y por primera vez las observó fotos con detenimiento. Entre tantas, le llamaron la atención un hombre joven con muletas, el fuego crepitando en el hogar del living, una mujer rubia con cara triste, una pareja de ancianos tomada de la mano, una chica vestida de mucama muy parecida a Antonia y una mujer sentada en una silla de ruedas con la boca abierta mirando el techo.
Quiso pasar a ver a su madre aunque no era lo habitual los días de semana. La encontró mirando el jardín desde la galería junto a otras pacientes y tuvo ganas de llorar. Él le tomo la mano mientras que con la otra le acariciaba la espalda. Se imaginó sacándola de ese lugar, viviendo con ella en su casa nueva, compartiendo junto a su esposa y sus hijos sus últimos años. “Gracias hijo por venir, te necesito tanto”. Escuchó.
                                                                                                                           CONTINUARA


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