La casa (II)
Carlos Margiotta
Rodrigo salió del neuropsiquiátrico pensando en la
salud de su madre, había escuchado su voz articulando algunas palabras después
de mucho tiempo. Ante la consulta, la enfermera que la atendía le dijo que en
ocasiones los enfermos tienen momentos de lucidez.
“Tené cuidado en esa casa”, le había dicho su madre,
y tenía razón. La casa lo iba atravesando poco a poco sin darse cuenta y
recordó la frase de un viejo profesor de la facultad cuando hablando de las
refacciones de casas antiguas había dicho: “Tengan cuidado con las paredes
porque allí se depositan los miedos de sus habitantes”.
Cuando volvió al atardecer abrió la puerta de
entrada y sintió la calidez del hogar y a la vez, una fuerte sensación de estar
en un lugar ajeno.
Dejó sus cosas y se dirigió a comer al bodegón de
siempre. Mientras esperaba la comida preparó en su libreta de anotaciones las
tareas del próximo día: visitar a dos clientes de la zona norte para ver un
trabajo, definir con los albañiles la colocación de una escalera caracol para
tener acceso a la azotea, y hablar con Patricia, la vecina de al lado, para que
le recomendara una señora de limpieza.
Patricia era una mujer de unos cuarenta años que
vivía sola con su hijo pequeño con la que había establecido una buena relación
basada en ayudarse mutuamente para satisfacer ciertas necesidades. A veces ella
le pedía que cuidara a su hijo mientras hacía algunas compras, otras, él le
dejaba algún encargo para los proveedores de la obra.
Cuando volvió de cenar se puso a revisar el paquete
guardado del diario Crónica. Le llamaron su atención los suplementos deportivos
donde figuraba un tal José Passione como jugador de futbol que alternaba en la
primera de Atlanta. Y recorrió los momentos futboleros junto a Errea, Clariá y
Nuin…Griguol y Bonzuk… Pero nada trascendente con la historia que buscaba de la
casa salvo el detalle que José abandonó el futbol después haberse quebrado una
pierna en un entrenamiento.
La obra estaba casi terminada. Preparar las paredes
para la pintura le había llevado mucho tiempo. Primero hubo que quitar varias
capas de papel engomado y después restaurar las superficies del revoque
original. Pero antes de continuar debería revisar las condiciones del techo
para poner una película protectora que escurriera el agua de lluvia y diseñar
un plano para construir un el primer piso.
A la mañana siguiente les dejó las instrucciones de
las tareas a los albañiles y esperó que la vecina saliera con su hijo hacia el
jardín para encargarle la mujer de la limpieza. Subió a su auto hacia la zona
norte del gran Buenos Aires para visitar a los clientes que querían arreglar
sus casas de fin de semana. De regreso pasó por el corralón de materiales para
ver los precios y hacer los presupuestos de los trabajos contratados.
Se detuvo a tomar un café y fumar un cigarrillo al
aire libre en el ingreso a Escobar de la Panamericana. El atardecer era
solemne, el sol como una gran naranja se posaba en el horizonte. Pensó en su
hermano mayor radicado hacía muchos años en Canada, en Gabriela su expareja, y
en sus amigos íntimos con los que apenas se visitaba. Y se sintió solo.
En su casa encontró una nota que decía: “La terraza
está en condiciones, solo falta una capa de pintura impermeable para el techo”.
Y junto a la nota encontró unas cajitas metálicas conteniendo instrumental
quirúrgico. “Encontramos ésto en un pequeño armario en el contrafrente”.
Se estaba duchando cuando sonó el celular. “Mañana
viene a verte temprano una muchacha para la limpieza”, dijo la voz de Patricia.
Esa noche comió frugalmente algo que había quedado
en la heladera, y se recostó en la cama mirando el techo. Los rayos de la luna
que iluminaba el barrio se colaban por ranuras de la cortina de la ventana que
daba a la calle.
De pronto observó en el
cielo raso una gran mancha blanca que se escurría desde la mitad de la
medianera e inundaba toda la superficie. Agitado salió al patio y encendió un
cigarrillo mirando el cielo. Sus pensamientos lo llevaron a la infancia en el
sur del país siguiendo los destinos militares de su padre. En los cuarteles no
se podían hace amigos, pensó. Cuando volvió a la habitación la mancha había
desaparecido.
A la mañana siguiente subió
a la azotea con los albañiles. En el lugar donde la noche anterior se escurría
la mancha blanca estaba el armario empotrado en la pared, parecía un espacio
para un medidor de gas. Cuando se acercó al mismo comprobó que había un hueco
en el piso que terminaba en la planta baja. “Acá había una chimenea muchachos”
y continuó. “Seguro que abajo hay una doble pared”.
Después de tomar las
medidas imagino un ambiente único, sin divisiones, con un techo vidriado, un
piano y un balcón terraza. Cuando bajó estaba esperando la chica de la
limpieza. “Soy Antonia”, dijo. Tendría unos 25 años, era morocha con un lindo
pelo negro enrulado. Arregló los horarios y el precio de la hora. “Te espero
mañana”, dijo.
Buscó el lugar donde
estaría la chimenea y le pidió a Pedro, uno de los obreros, que comprobara el
hueco. Mientas se vestía para salir escuchó los golpes que descubrían un gran
espacio en el centro de la pared principal del living para encender leños.
Antes de salir recordó el
diploma de médico y las pinzas obstétricas encontradas en los primeros días en
la casa. Buscó en el placard donde las había guardado. Daniel Passione, decía
el título, por la fecha de emisión estimó que actualmente tendría la edad de su
padre.
Preparó los presupuestos de
obra para sus clientes y los envió por internet. Cargó el sobre con las fotos
familiares de los antiguos dueños y las cartas de amor encontradas en un hueco
de la pared de la cocina. Quería terminar con esa historia y empezar con la
suya.
Mientras manejaba se le apareció la figura de Antonia, con esa
piel oscura, los enormes ojos negros y la boca tan grande como su dentadura
blanca. Hermosa mujer, pensó.
Antes de entrar en la ruta
pasó por lo de Santiago, su amigo grafólogo con el que compartían una vez por
mes un equipo futbol. “Te dejo estas cartas. Quiero que me des una opinión y la
época en que fueron escritas”, le dijo. “Venite el viernes que no esta Vanesa y
cenamos juntos”. Contestó.
Cerca de Escobar tomo la
colectora y fue a visitar a los clientes para acordar los detalles de la obra.
Al regreso decidió repetir la ceremonia del día anterior. Se detuvo en el mismo
café, pidió una ensalada primavera y encendió un cigarrillo. Después de
almorzar sacó el sobre de la mochila y por primera vez las observó fotos con
detenimiento. Entre tantas, le llamaron la atención un hombre joven con
muletas, el fuego crepitando en el hogar del living, una mujer rubia con cara
triste, una pareja de ancianos tomada de la mano, una chica vestida de mucama
muy parecida a Antonia y una mujer sentada en una silla de ruedas con la boca
abierta mirando el techo.
Quiso pasar a ver a su
madre aunque no era lo habitual los días de semana. La encontró mirando el
jardín desde la galería junto a otras pacientes y tuvo ganas de llorar. Él le
tomo la mano mientras que con la otra le acariciaba la espalda. Se imaginó
sacándola de ese lugar, viviendo con ella en su casa nueva, compartiendo junto
a su esposa y sus hijos sus últimos años. “Gracias hijo por venir, te necesito
tanto”. Escuchó.
CONTINUARA
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