El espejo de agua
Carlos Margiotta
Acaso
la decisión de realizar aquel viaje era sólo una excusa, un paréntesis entre
dos eternidades que se otorgaba a sí mismo para suspender por un momento las
cosas que tarde o temprano debería enfrentar. Dejó a Mónica y a los chicos
dormidos en la casa y subió al auto.
El
día fue creciendo en la medida que avanzaba por la autopista mientras se iba llenando
de vehículos que desembocaban en el camino ancho como los afluentes de un río.
Necesitaba salir, romper con la atormentada rutina de los días sin sentido.
¿Hacia dónde? Hacia cualquier parte, pensó.
Cerca
del mediodía, después de atravesar el segundo peaje, decidió abandonar la autopista
para bajarse de la velocidad de los otros conductores y encontrar la propia.
Sí, era eso, quería desviarse de las urgencias y del ruido. Tan acostumbrado
estaba a responder a las exigencias de los demás que cual se sentía postergado,
dependiente, siguiendo el deseo ajeno y no el propio. ¿Lo conocería?.
Se
aproximó a una estación de servicio cargó nafta, compró cigarrillos y preguntó
por el ac-ceso a la ruta provincial. El hombre del camión estacionado a un
costado lo orientó amablemente. "Tenga cuidado, es una ruta
solitaria", dijo. Tomó un café y volvió a andar. En el trayecto escuchó
sonar su celular y lo apagó, no quería que nadie interrumpiera su viaje hacia
quién sabe donde, o hacia sí mismo. A los pocos kilómetros el cartel indicador
le anunció el cruce con la ruta que lo llevaría a una localidad cercana a
Bragado.
El
sol del verano estallaba en el parabrisas azotando su cara como un sopapo caliente,
y los anteojos negros parecían derretirse sobre su piel mestiza. El horizonte
de la llanura, el más lejano que hubiera visto, parecía huir con él varios
kilómetros adelante y sintió que una inconmensurable paz lo invadía como
aquellas caricias de su madre.
Más
adelante, bajo la sombra de unos eucaliptos erguidos al lado de la banquina detuvo
la marcha, bajó del automóvil y respiró profundamente. El aire liviano del
lugar le trajo el perfume de los sembradíos y por primera vez en mucho tiempo
sintió que una sonrisa de satisfacción le arrugaba los labios.
Se
quedó un largo rato contemplando el campo cubierto de girasoles, escuchó los
pájaros y vio a lo lejos un espejo de agua que brillaba en el fondo del paisaje
como un charco. Subió al auto dirigiéndose hacia la izquierda de la ruta por
donde había llegado, dispuesto a encontrar lo que suponía era una laguna,
cuando el cielo comenzaba a atardecer
detrás de las primeras ondulaciones del camino.
El
viaje lo hizo lento obligado por las curvas y el cansancio. Quería disfrutar de
aquel momento de plenitud y tuvo la sensación de estar volviendo a un lugar
donde nunca había estado.
La
laguna se le apareció por sorpresa a un costado donde nacía un camino de
tierra, giró el volante y puso segunda marcha. El cartel de madera clavado en
un árbol decía Huecufú Mapú. Unos caballos que pastoreaban al pie del alambrado
le dieron paso. Después de unos pocos kilómetros llegó al borde del espejo de
agua mientras el sol se desvanecía en la otra orilla con una reverencia mojada.
Bajó del auto, se arremangó los pantalones, se quitó los zapatos y se puso a
andar entre los juncos sobre el fondo pantanoso de la laguna, mientras hacía
equilibrio con los brazos. Recordó aquella sensación resbaladiza de entonces y
tuvo miedo, miedo de volver encontrarse con aquello que creía perdido para
siempre.
Volvió a la
costa cuando las sombras cubrían la tierra. Se veían las estrellas colgando del
cielo, infinitas, eternas, (ahora lo recordaba) como las había visto de chico.
Encendió un cigarrillo sin dejar de mirar la noche entre el humo y la memoria
que lo asaltaba para quitarle y devolverle todo. Subió nuevamente al coche y
supo que esta vez debería enfrentarse con un dolor olvidado.
Dio
marcha hacia atrás y tomó el camino que bordeaba la laguna, abandonando el que
lo había llevado hasta allí. Vio unas luces que brillaban en la costa de
enfrente y se dirigió al lugar atraído por ellas.
Detuvo
el auto lejos del poblado y se acercó a pie donde unos hombres sentados
alrededor del fuego hablaban en voz baja y creyó recordar las estrofas de
aquella oración del ritual sagrado tantas veces aprendida.
La
pobreza del lugar se desparramó triste en su mirada y le dolieron las entrañas.
Hizo un rodeo en el silencio para no ser visto, pero sus pasos se escucharon
junto al canto de los grillos. Un hombre, el más anciano, se levantó del
círculo buscando la oscuridad de su escondite hasta encontrarlo. ¿Hijo, por qué
tardaste tanto?
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