domingo, 28 de octubre de 2018

Gabriela Carrera



Enero en la piel 
Gabriela Carrera

El verano en la ciudad tiene su encanto, después del mediodía y hasta que el sol comienza a despedirse, todo se vuelve más lento, aletargado, sin prisa, con la torpeza que la hora de la siesta trae. Podía sentir el calor subiendo por su ropa liviana. El sopor caliente del asfalto que asoma sin tregua cuando el sol azota. La brisa es tibia y recorre las veredas con una mezcla de polvo y humo que deja el tránsito. Cruzó la avenida por la senda peatonal recién pintada. Seis escalones separan la puerta de entrada de la vereda, a los lados la escoltan dos macetones con azaleas en flor. Cruzó el umbral y el aire fresco se le escurrió entre los pliegues de la blusa. Miró el reloj colgado en la pared, mientras se iba quitando la ropa, entró al cuarto de baño y tomó una ducha. Despojada del ardor de enero en la piel, tomó un durazno y se zambulló en la cama mientras afuera el sol lo encandilaba todo. En la casa de Modesto la siesta era una ceremonia de guardar. Se bajaban las persianas, se apagaba la radio y si había alguna visita se la despedía gentilmente. Cuando el sol ardía en su punto máximo, la casa de la esquina acallaba sus voces y se preparaba para albergar a mis abuelos por un par de horas. Los niños estábamos obligados a cumplir con el ritual, hasta que fuimos un poco más grandes y aprendimos a abrir la puerta del fondo sin hacer ruido. La puerta del fondo daba a la cortada. Así llamábamos a la calle sin salida de a la vuelta de la casa que era nuestro punto de encuentro. Ahí nos juntábamos a jugar los chicos del barrio, a las bolitas, a las figuritas, pintábamos rayuelas en el asfalto y algunas veces jugábamos futbol. Debajo del naranjo para resguardarnos del sol era el sitio de espera. Las bicicletas se iban acomodando al costado de los cordones, sostenidas por el pedal, listas para salir a la aventura. Los primeros en llegar eran Rulo y el Enano, su hermanito menor, ellos no se escapaban estaban todo el día solos. Después llegaba  trayendo a mi hermana, que por ese entonces se hacía llamar Gustavo, andaba de pantalones cortos trepando árboles y jugando a la pelota con el resto de los varones, sus rodillas daban cuenta de sus andanzas. En más de una ocasión Rulo tuvo que ayudarnos, la pesada puerta del fondo se empeñaba en cerrarse sola, hasta con la más leve brisa. Algunas veces venía Andrea, cuando estaba de visita en lo de su abuela que vivía sobre la cortada. Nos traía duraznos maduros, frescos y amarillos recién lavados. Mordíamos la fruta sin advertir cuanto nos chorreábamos con el jugo dulce y pegajoso. De todas las frutas que pueblan las verdulerías, el durazno es mi favorita. El último en llegar era Tito, de nosotros él era el único que dormía siesta y le gustaba. Ahí salíamos a andar en bicicletas.  A la hora de la siesta las calles estaban vacías, en las veredas algún perro que ladraba sin demasiados aspavientos, nos invitaba a pedalear más rápido. Jugábamos carreras, Rulo siempre perdía porque el Enano quedaba rezagado y debía esperarlo. Después de cruzar la avenida principal agarrábamos la diagonal de los paraísos, una calle empedrada, rodeada de árboles que formaban un túnel con el follaje que se entrecruzaba arriba de nuestras cabezas. El repiqueteo de las ruedas sobre las piedras nos hacía temblar las voces que a coro gritábamos el último cola de perro. El destino eran las vías del tren en donde cruzaba el arroyo. Durante el verano permanecía seco podíamos deslizarnos y quedar debajo de las vías. A las cuatro en punto pasaba el tren. El ruido era ensordecedor, el temblor de la máquina golpeando las vías sobre los durmientes oscuros, el trepidar de los vagones  nos aumentaba la adrenalina mezclada con miedo. Nos tapábamos las orejas con las palmas de las manos y gritábamos palabras inventadas, aullidos y alaridos. Lo más importante era cruzar los dedos y pedir un deseo, mientras el tren pasaba por encima de nuestras cabezas. El deseo era siempre el mismo, que ese verano no terminara nunca. Despertó de la siesta con el sabor dulce del durazno en la piel. Abrió la ventana y el viento de la tarde trajo de lejos el sonido del silbato del tren. Cerré los ojos, crucé los dedos y desee que estuvieras conmigo.


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