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Gabriela Carrera
Enero en la piel
Gabriela Carrera
El verano
en la ciudad tiene su encanto, después del mediodía y hasta que el sol comienza
a despedirse, todo se vuelve más lento, aletargado, sin prisa, con la torpeza
que la hora de la siesta trae. Podía sentir el calor subiendo por su ropa
liviana. El sopor caliente del asfalto que asoma sin tregua cuando el sol
azota. La brisa es tibia y recorre las veredas con una mezcla de polvo y humo
que deja el tránsito. Cruzó la avenida por la senda peatonal recién pintada.
Seis
escalones separan la puerta de entrada de la vereda, a los lados la escoltan
dos macetones con azaleas en flor. Cruzó el umbral y el aire fresco se le
escurrió entre los pliegues de la blusa. Miró el reloj colgado en la pared,
mientras se iba quitando la ropa, entró al cuarto de baño y tomó una ducha.
Despojada del ardor de enero en la piel, tomó un durazno y se zambulló en la
cama mientras afuera el sol lo encandilaba todo.
En la
casa de Modesto la siesta era una ceremonia de guardar. Se bajaban las
persianas, se apagaba la radio y si había alguna visita se la despedía
gentilmente. Cuando el sol ardía en su punto máximo, la casa de la esquina
acallaba sus voces y se preparaba para albergar a mis abuelos por un par de
horas. Los niños estábamos obligados a cumplir con el ritual, hasta que fuimos
un poco más grandes y aprendimos a abrir la puerta del fondo sin hacer ruido.
La puerta
del fondo daba a la cortada. Así llamábamos a la calle sin salida de a la
vuelta de la casa que era nuestro punto de encuentro. Ahí nos juntábamos a
jugar los chicos del barrio, a las bolitas, a las figuritas, pintábamos
rayuelas en el asfalto y algunas veces jugábamos futbol. Debajo del naranjo
para resguardarnos del sol era el sitio de espera. Las bicicletas se iban
acomodando al costado de los cordones, sostenidas por el pedal, listas para salir
a la aventura. Los primeros en llegar eran Rulo y el Enano, su hermanito menor,
ellos no se escapaban estaban todo el día solos. Después llegaba trayendo a mi hermana, que por ese entonces
se hacía llamar Gustavo, andaba de pantalones cortos trepando árboles y jugando
a la pelota con el resto de los varones, sus rodillas daban cuenta de sus
andanzas. En más de una ocasión Rulo tuvo que ayudarnos, la pesada puerta del
fondo se empeñaba en cerrarse sola, hasta con la más leve brisa.
Algunas
veces venía Andrea, cuando estaba de visita en lo de su abuela que vivía sobre
la cortada. Nos traía duraznos maduros, frescos y amarillos recién lavados.
Mordíamos la fruta sin advertir cuanto nos chorreábamos con el jugo dulce y
pegajoso. De todas las frutas que pueblan las verdulerías, el durazno es mi
favorita. El último en llegar era Tito, de nosotros él era el único que dormía
siesta y le gustaba. Ahí salíamos a andar en bicicletas.
A la hora de la siesta las calles estaban
vacías, en las veredas algún perro que ladraba sin demasiados aspavientos, nos
invitaba a pedalear más rápido. Jugábamos carreras, Rulo siempre perdía porque
el Enano quedaba rezagado y debía esperarlo. Después de cruzar la avenida
principal agarrábamos la diagonal de los paraísos, una calle empedrada, rodeada
de árboles que formaban un túnel con el follaje que se entrecruzaba arriba de
nuestras cabezas. El repiqueteo de las ruedas sobre las piedras nos hacía temblar
las voces que a coro gritábamos el último cola de perro.
El
destino eran las vías del tren en donde cruzaba el arroyo. Durante el verano
permanecía seco podíamos deslizarnos y quedar debajo de las vías. A las cuatro
en punto pasaba el tren. El ruido era ensordecedor, el temblor de la máquina
golpeando las vías sobre los durmientes oscuros, el trepidar de los
vagones nos aumentaba la adrenalina
mezclada con miedo. Nos tapábamos las orejas con las palmas de las manos y
gritábamos palabras inventadas, aullidos y alaridos.
Lo más
importante era cruzar los dedos y pedir un deseo, mientras el tren pasaba por
encima de nuestras cabezas. El deseo era siempre el mismo, que ese verano no
terminara nunca.
Despertó
de la siesta con el sabor dulce del durazno en la piel. Abrió la ventana y el
viento de la tarde trajo de lejos el sonido del silbato del tren.
Cerré los
ojos, crucé los dedos y desee que estuvieras conmigo.
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