Los pájaros
Claudio Simiz
El hombre se distrajo un instante en el vuelo
espiralado del cóndor, casi incalculable en la distancia. Bajó los ojos y sacó
sus cuentas. Tenía que llegar al otro lado del Cerro Bayo. Así visto, no
parecía tan lejano, allá, en el segundo cordón, como una pirámide algo más
clara que su entorno pardo con manchones verdosos. Pero en el medio corría, más
desatado que nunca, el Huayra, y había que cruzarlo. “Voy caminando en la
tierra…” Y había que llegar con los remedios cuanto antes, porque la fiebre se
estaba devorando, uno a uno, a los changos del caserío. Acababa de repechar la
cuesta más empinada, y se dijo que tenía derecho a un pequeño descanso; desde
la altura todo era más pequeño, más al alcance de la mano, como en un mapa. El
hombre fue dibujando, acompañándose con el índice, el camino más corto,
buscando el vado más tolerante del torrente. Nada fácil, no. El cóndor, remontando
otra corriente de aire, reapareció a su izquierda, como parido por el lomo del
cerro. El hombre bebió el último sorbo de agua sin quitar la vista de la
majestuosa ave oscura. Reparó, a su izquierda, en una mancha clara, de forma
extraña. Le llamó la atención y decidió invertir un centenar de pasos cansinos
para ver de qué se trataba. Era un improvisado refugio, tres cañas medio
desbaratadas que habían intentado, en su momento, dar forma de carpa a una tela
gruesa, de espaldas a una gran roca. “Habrá hecho noche el hombre”, pensó,
revolviendo los restos del minúsculo fogón…quién sabe de dónde vendría… a dónde
iría…por qué lo había abandonado… las ataduras de cáñamo habían ido
aflojándose; el hombre maniobró unos instantes hasta devolverle al cobertizo
algo de su hidalguía original… no vendría mal un rato de sombra… sobre todo
para pensar lo del cruce…”Voy caminando en la tierra/ lo miro al cóndor volar…”
No podía demorar más de un día. Los remedios serían vanos si llegaba retrasado.
La sombra le cayó bien, como un jarro de agua fresca. Se detuvo unos instantes
en la consideración del improvisado toldo: caña resistente, de otra región…no estaría
mal para intentar pasarle por encima al Huayra, que en ningún punto dejaba la
esperanza de un vado…tal vez las dos cañas más cortas... comenzó a desatar las
tiras de cáñamo, que fueron cediendo de a poco, Pudo usar su cuchillo, pero
algo le dijo que tratase de conservar esas cuerdas resistentes pese a la
sequedad. Sí, usaría de pértiga o bastones las cañas para tratar de pasar el
río en la zona más angosta, media legua hacia la naciente. Nunca había hecho
nada parecido, pero…los dedos agarrotados por el esfuerzo le respondían
torpemente, no así su cabeza que intentaba dibujar el paso salvador sobre el
hilo de plata que se desperezaba allá abajo. Finalmente las cañas quedaron a un
lado, la soga enrollada en pequeños manojos y la tela hecha un bollo desdibujado
y tieso. Comparada con el cóndor que se cernía desde la hilera de cerros,
parecía un torpe remedo de la sombra del pájaro gigante. El hombre las
contempló a ambas, tan lejanas y distintas…pensó en su pueblito, abrochado a la
falda del cerro… se inclinó, tomó la caña mayor, luego las otras dos y dibujó
un triángulo con ellas; luego, con ritmo calmosamente decidido, desplegó la
tela , tomó una distancia apreciativa y comenzó a desenrollar el cáñamo “… lo
miro al cóndor volar/ bienhaiga bicho dichoso…” Varias horas le llevó el
aparejo, el sol ya comenzaba a despedirse alargando las sombras de los cerros.
El hombre, finalmente, elevó en sus brazos su criatura, como ofreciéndola a los
dioses. El ala de caña y tela parecía responderle con un estremecimiento.
Como
un gesto postrero, el hombre arrojó su sombrero al aire, sus pausados, cada vez
más lejanos giros, acompañaron la carrera
hacia la sima: de cualquier modo, ya no le haría falta. “… bienhaiga,
bicho dichoso/ tus alas me habías de dar”
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