La casa de mi madre
Nelida Beatriz Hualde
Algunas
cosas me ha tocado revivir y pude cantar alegremente las bellezas de la vida,
que ha sido pródiga conmigo y son un rayo de sol de primavera. Pero esta vez,
cuando me tocó visitar la casa de mi madre, encontré la melancolía que me llenó
de magia triste.
La
casa de mi madre –que fue la de mi infancia – es antigua, con su zaguán de
entrada y su vestíbulo amplio con el piso en damero blanco y negro.
En
la puerta me detuve para mirar al empleado de la inmobiliaria que me
acompañaba.
Era
un sacrilegio hacerlo entrar allí, al rincón de mis recuerdos, la sagrada
institución de mi madre. Pero había que venderla, y el empleado vomitaba las
frases aprendidas para bajar el precio.
“Fíjese
señora que ya estos materiales, si bien son preciosos y a mí me gustan, la
mayoría de la gente los rechaza. Hay pisos más modernos y todos siguen la moda
o lo que les señalan las propagandas. “
Seguía
hablando, pero yo ya no lo escuchaba.
Entré
a la cocina, espaciosa, con la cocina económica a leña que había sido de la
abuela, y ví a mi madre inclinada sobre las ollas. Hasta aspiré con fruición el
rico olor de una salsa y el perfume del dulce preferido de naranjas amargas y
limón.
Sentí
pesado el pecho, como si algo lo estuviera aplastando, pero me dije que tenía
que dominar las emociones.
El
empleado farfullaba algo sobre las cañerías, y que había que instalar el gas, y
bla, bla, bla.
En
la puerta del que fue el dormitorio de los “chicos” volví a sentir ese dolor
agudo en el pecho. Las camas estaban tendidas como antes, y yo me vi con mis
hermanos brincando en ellas y tirándonos con las almohadas en medio de las
risas y el barullo. Y al momento entraba mi madre, tan joven y hermosa como
entonces, y todos, sin palabras, dejábamos el desorden para escuchar su cuento
del final del día, que a veces terminaba con todos dormidos.
Mamá
ha ingresado en un geriátrico. Se había analizado bien la resolución. Pero
todos los hermanos habíamos convenido que era necesario, que estaría mejor
atendida, que nosotros teníamos nuestras familias, que no teníamos comodidad
suficiente para llevarla, ni tiempo disponible, que nuestros trabajos, y
nuestros hijos, y nuestras responsabilidades, y nuestras cosas nos absorbían, y
etc. etc. etc. Eran muchas las razones argumentadas. Y había que acordarse de
la tía Rosa, que desde que estaba internada había mejorado tanto, entretenida y
rodeada de tanta gente de su edad. Pocas veces se la vio tan feliz…
También
había urgencia en vender la casa, porque estaba tan vieja y destruida.
Demandaba gastos que no podíamos afrontar. No nos podíamos ocupar de ella...
Y
ya habíamos llegado al altillo de los trastos. Ahí no vi a mi madre,
seguramente porque la habíamos ubicado en el geriátrico, convertido en
alojamiento de trastos humanos.
Tampoco
subió el empleado, tal vez intimidado por el aspecto de la escalera de madera
carcomida.
Sola,
miré cada cosa. Y en un rincón, descolorida, vi a mi muñeca favorita.
Había
quedado allí porque ya no servía para alegrar a otra niña. Estaba pasada de
moda. Ni hablaba. Ni caminaba. Ni siquiera tenía pelos. Ni ojos. No era como
las quieren ahora. Ya no encantaría a nadie.
Tenía
puesto un vestido azul. Recordé que lo había hecho yo misma, con un bolsillo
adelante – me gustan los bolsillos para guardar cosas- y este era bien grande.
Metí
la mano en él y saqué un papelito. Ahí, de mi puño y letra, estaba escrito “Sos
mi vida y nunca te dejaré.”
Pensé
que la muñeca y mi madre se parecían en su final.
Escapé,
por miedo a morir de angustia.
Cuando
pasé junto al empleado, que me miraba azorado, alcancé a gritarle : “Por favor,
váyase, váyase. La casa ya no se vende.”
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