domingo, 24 de septiembre de 2017

Nelida Beatriz Hualde


 La casa de mi madre 
Nelida Beatriz Hualde

Algunas cosas me ha tocado revivir y pude cantar alegremente las bellezas de la vida, que ha sido pródiga conmigo y son un rayo de sol de primavera. Pero esta vez, cuando me tocó visitar la casa de mi madre, encontré la melancolía que me llenó de magia triste.
La casa de mi madre –que fue la de mi infancia – es antigua, con su zaguán de entrada y su vestíbulo amplio con el piso en damero blanco y negro.
En la puerta me detuve para mirar al empleado de la inmobiliaria que me acompañaba.
Era un sacrilegio hacerlo entrar allí, al rincón de mis recuerdos, la sagrada institución de mi madre. Pero había que venderla, y el empleado vomitaba las frases aprendidas para bajar el precio.
“Fíjese señora que ya estos materiales, si bien son preciosos y a mí me gustan, la mayoría de la gente los rechaza. Hay pisos más modernos y todos siguen la moda o lo que les señalan las propagandas. “
Seguía hablando, pero yo ya no lo escuchaba.
Entré a la cocina, espaciosa, con la cocina económica a leña que había sido de la abuela, y ví a mi madre inclinada sobre las ollas. Hasta aspiré con fruición el rico olor de una salsa y el perfume del dulce preferido de naranjas amargas y limón.
Sentí pesado el pecho, como si algo lo estuviera aplastando, pero me dije que tenía que dominar las emociones.
El empleado farfullaba algo sobre las cañerías, y que había que instalar el gas, y bla, bla, bla.
En la puerta del que fue el dormitorio de los “chicos” volví a sentir ese dolor agudo en el pecho. Las camas estaban tendidas como antes, y yo me vi con mis hermanos brincando en ellas y tirándonos con las almohadas en medio de las risas y el barullo. Y al momento entraba mi madre, tan joven y hermosa como entonces, y todos, sin palabras, dejábamos el desorden para escuchar su cuento del final del día, que a veces terminaba con todos dormidos.
Mamá ha ingresado en un geriátrico. Se había analizado bien la resolución. Pero todos los hermanos habíamos convenido que era necesario, que estaría mejor atendida, que nosotros teníamos nuestras familias, que no teníamos comodidad suficiente para llevarla, ni tiempo disponible, que nuestros trabajos, y nuestros hijos, y nuestras responsabilidades, y nuestras cosas nos absorbían, y etc. etc. etc. Eran muchas las razones argumentadas. Y había que acordarse de la tía Rosa, que desde que estaba internada había mejorado tanto, entretenida y rodeada de tanta gente de su edad. Pocas veces se la vio tan feliz…
También había urgencia en vender la casa, porque estaba tan vieja y destruida. Demandaba gastos que no podíamos afrontar. No nos podíamos ocupar de ella...
Y ya habíamos llegado al altillo de los trastos. Ahí no vi a mi madre, seguramente porque la habíamos ubicado en el geriátrico, convertido en alojamiento de trastos humanos.
Tampoco subió el empleado, tal vez intimidado por el aspecto de la escalera de madera carcomida.
Sola, miré cada cosa. Y en un rincón, descolorida, vi a mi muñeca favorita.
Había quedado allí porque ya no servía para alegrar a otra niña. Estaba pasada de moda. Ni hablaba. Ni caminaba. Ni siquiera tenía pelos. Ni ojos. No era como las quieren ahora. Ya no encantaría a nadie.
Tenía puesto un vestido azul. Recordé que lo había hecho yo misma, con un bolsillo adelante – me gustan los bolsillos para guardar cosas- y este era bien grande.
Metí la mano en él y saqué un papelito. Ahí, de mi puño y letra, estaba escrito “Sos mi vida y nunca te dejaré.”
Pensé que la muñeca y mi madre se parecían en su final.
Escapé, por miedo a morir de angustia.


Cuando pasé junto al empleado, que me miraba azorado, alcancé a gritarle : “Por favor, váyase, váyase. La casa ya no se vende.”

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