domingo, 24 de septiembre de 2017

Juan Carlos Peralta

                                                
Retorno  
Juan Carlos Peralta

Hay un gran vacío en mi pasado. Hay lagunas en mi memoria, como un manto blanco sobre mis ojos. “Las heridas del accidente...”, dijo el doctor.
Después del choque en la ruta 2, donde perdí a mi mujer y a mis padres, y tras una prolongada internación en un hospital de Dolores, regresé a mi ciudad.
Sólo recuerdo un estruendo, un grito (no podría asegurar si fue de Julieta o de mi madre), un fogonazo, un profundo dolor en el pecho. Y luego, abrí los ojos. Una gran sala de hospital. Enfermeras corriendo de acá para allá, un médico a un costado de mi cama, puntadas por todo mi cuerpo, inmovilidad, desesperación. Quería hacer preguntas, quería saber de ellos. De Julieta, de mis padres. No podía hablar. El médico me auscultaba. Cuando percibió mi intranquilidad, trató de calmarme acariciando mi hombro. Era uno de esos médicos que además de ocuparse de las enfermedades, se preocupaba por los enfermos. Le susurró algo al oído de una enfermera. “¡Todo va a salir bien, todo va a salir bien!”, me dijo después.
Sentí un acuciante deseo de fumar un cigarro. Había contraído ese hábito hacía poco. Necesitaba el humo áspero inundando mis pulmones. Saber que seguía vivo.
Noto cabos sueltos en mi pasado. Hay un gran vacío en mi memoria, como un manto blanco sobre mis ojos. “Las heridas del accidente...”, explicó el doctor.
Dejé el departamento que alquilábamos Julieta y yo, en Lomas de Zamora, y me mudé a la casa de mis padres, la casa que heredé. Volví a las calles arboladas de Banfield, a los barrios de antiguos y pintorescos chalets. Llegué a la puerta de la casa, a la puerta de mi niñez. Ahora la casa está solitaria.
Recorrí sus habitaciones, su patio, el jardín que tanto cuidaba mi vieja. Subí la escalera que lleva al cuartito, una pequeña pieza donde mis padres acostumbraban guardar todas aquellas cosas inservibles, pero útiles como recuerdos. Una pieza cuyo orden, siempre fue postergado. Es un consuelo que nuestros seres queridos se proyecten a través de los objetos. Las cosas me hablan de mis padres, me hablan de Julieta. No es autocompasión, es lo único a mi alcance.
Y, en el cuartito, vi mi bicicleta verde de mis ocho o nueve años, vi unos patines oxidados (nunca supe de quién eran), vi una pelota de goma color ladrillo con rayas amarillas (en el potrero donde entrenábamos nuestro pobre fútbol, todavía no usábamos pelota de cuero), vi mi álbum de estampillas (reconocí los exóticos sellos de flores y animales, las de países lejanos y casi desconocidos, las de Europa, Argentina, y toda América), vi una antología de cuentos fantásticos que incluía  “El Aleph” (siento especial admiración por ese cuento de Borges), vi una gran caja repleta de fotos, vi una fotografía de mis compañeros de primaria (la polaca Marcela, la mejor de la clase; el gordo Castillo, impuntual y divertido; el loco Gimenez, el fabricante de gomeras; la gallega Fernández, la más linda del grado ; el flaco Danielito, el más generoso), vi la plaza de Banfield y en la plaza la calesita, vi a mi viejo hamacándome (“¡ Más alto, más alto!”, le pedía siempre), vi la foto de la casa de mis abuelos (los recordé llegando a mi casa, y yo corriendo a la de ellos), vi a Mónica, mi novia de la adolescencia (una foto en blanco y negro, ella sonriente, pecas sobre la nariz repingada, ojos rasgados acompañando su sonrisa, polera, cabello castaño y ensortijado cayendo sobre sus hombros, la cadenita que le regalé colgando del cuello. Bellísima, inolvidable), vi una y otra vez a mis viejos y a Julieta, vi mis afectos y mis nostalgias.
Seguí revolviendo aquella caja de fotografías. Al llegar al fondo, encontré un sobre. No indicaba destinatario ni remitente. Lo abrí. En su interior: una foto y una carta. Hablaré de la foto y de la carta en tiempo presente pues, aún hoy, las conservo. La foto es en blanco y negro, algo amarillenta por el paso de los años. Al dorso tiene una echa: 23 de noviembre de 1960. Es una fotografía de la familia tomada en el patio de la casa de mis abuelos. De pie, aparecen mis padres, mi tía Marta y el tío Javier, tía Carla y tío Luis (tiempo después, el pobre tío moriría de leucemia), el abuelo y la abuela. Sentados en el piso, nosotros, los primos, los que en esa época teníamos entre siete y nueve años: Viviana, la mayor, la seriecita ; Mabel, la terrible, la eléctrica; Jorge, el taciturno, el pensador; yo, que ese año había cumplido los siete; y Fernando, cuya prematura muerte nuestros mayores nos ocultaron durante eses. Primero, fue que Fernando había ido a visitar a otro parientes. Luego, nos dijeron que necesitaba ser operado en un país lejano. Después, surgió la excusa del colegio pupilo. Pero, un Fin de Año, a las doce de la noche cuando todos los mayores brindaban, mis primos y yo nos dimos cuenta de que las lágrimas de nuestra tía estaban despidiendo a Fernando para siempre.
La foto contiene un detalle asombroso. Parado,  al lado de la abuela, se entrevé a un hombre. Su figura aparece algo borroneada. Es el único que no mira al frente. Su vista se orienta un poco hacia la izquierda. La mano derecha se apoya en el hombro de la abuela; la otra, cayendo al  costado del cuerpo, da la sensación de sostener un cigarro. Una  nebulosa desdibuja  su cara ; sin embargo, se advierte su barba oscura, su piel blanca, su seriedad. Sus ojos no se distinguen, son como dos sombras. Alto y rígido, con su edad imposible de determinar, el extraño personaje parece vestido con una camisa clara de mangas cortas y un pantalón de igual tonalidad. A sus pies, sentado sobre el mosaico, Fernando. A pesar de integrarse bien al grupo, a pesar del correcto encuadre de la toma  (descarto  la posibilidad de fotos superpuestas), lo curioso es que al desconocido se lo ve transparente. Eso hace más confusa aún la imagen del enigmático sujeto. Detrás de él, puedo divisar una parte de los jardines de la casa. La mano derecha no impide ver el hombro de la abuela, como si no hubiera ninguna mano sobre su hombro.
Leí la carta que acompaña a la foto .
Estoy bien,  soy feliz. Acá nos tratan con afecto. No nos falta nada. La carta la está escribiendo un compañero, a mi pedido. Como recordarán, nunca fui bueno para la redacción y la caligrafía.
Mandé cartas similares a toda la familia y a los amigos. Sin embargo, creo que es la primera y la última vez. Acá se nos restringen las comunicaciones, de toda índole, con ustedes. Y en el mejor de los casos, cuando nos permiten hacerlo, no debemos indicar destinatarios ni formular referencias acerca de nuestras identidades. Se imaginarán cuál es la razón. Más excepcionales son las autorizaciones para los traslados. Hace poco presenté una solicitud de viaje. ¡Si supieran cómo los extraño! ¡Cuánto me alegraría reunirme con ustedes !
No puedo invitarlos a que vengan. Aunque lo deseo, soy consciente del tremendo sacrificio que ello implicaría. Eso lo dejo librado a  su voluntad. Vengan o no vengan, los seguiré queriendo.
Busquen la foto del 23 de noviembre de 1960.
Siempre suyo,...
La foto la encontré junto a la carta, en el mismo sobre. Significa que alguien ya había leído la carta antes que yo. Alguien buscó esa foto y la guardó con la carta en el sobre.¿Cuál sería el motivo de mis padres para ocultarme este hecho? Quizás pensaron en una broma, un anónimo de algún chistoso. Sí... pero, ¿y la foto ? ¿Tal vez un truco?
La carta está escrita con pluma, tinta azul y trazos gruesos. No reconozco la  letra. No es de Julieta ni de mi padre ni de mi madre. Tampoco es la letra de ningún amigo (“La carta la escribió un compañero, a mi pedido”). Como se aclara en el texto, no hay referencias directas del remitente ni de los destinatarios. No se indican lugares, carece de firma y de fecha (sólo se señala la fecha de la foto).
Al día siguiente del hallazgo quise comunicarme con mis primos, con mis tíos, con mis suegros y amigos. “Mandé cartas similares a toda la familia y a los amigos”, se afirma en un párrafo.
Les hablé por teléfono. No me contestó nadie. Fui a sus casas. No me recibió nadie.
Ahora estoy solo, sin Julieta. Sin mis padres, sin familia. Recorro las habitaciones de la casa con la única compañía de un montón de objetos amados. Leo y releo la misteriosa carta. Miro y vuelvo a mirar la enigmática foto. Intento descubrir algún significado. ¡Todo me resulta tan ambiguo ! Mi vida se ha convertido en un desconcierto. Hay lagunas en mis recuerdos. Hay un gran vacío en mi memoria, como un manto blanco sobre mis ojos. “Las heridas del accidente...”, explicó el doctor.
Paseo por el jardín, contemplo las flores. Camino y, a cada metro, en cada detalle, veo añoranzas, imágenes lejanas y confusas. Las cosas hablan por sí mismas.
 Me senté en la mesa del living, prendí un cigarro y redacté esta historia. Decidí esconderla, junto con la carta y la fotografía, en un rincón de la casa. Opté por no darles divulgación. Qué diría la gente su supiera que a mi edad, todavía creo en fantasmas.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bueno el cuento; historia interesante y gran fluidez narrativa.