Abuelo Vicente
María A. Escobar
Habían tenido un pequeño bolichito en donde él vendía cigarrillos y golosinas, hojas de afeitar, lapiceras, cosas que tenían todos los kioscos. Solo que su mujer, además, daba vuelta cuellos de camisa y levantaba puntos de medias. Nada era descartable. El le llevaba el trabajo a casa porque ella podía así cuidar al hijo y también hacer las tareas domésticas.
Eso sí, ellos se rompían el lomo pero su único hijo iba a los mejores colegios de la capital. Cosas de su mujer con las que él no estaba de acuerdo pero callaba. Casi siempre callaba. Tal vez ella tenía razón y el chico tendría mejores oportunidades que ellos. Pero lo de la nieta le dolía.
Era tan bonita, con su pelo rubio, vestida con enteritos de jean y zapatillas, para escándalo de la abuela. No la vieron crecer, la veían tan poco….
En cambio, sus abuelos maternos la disfrutaban todos los días, ese ángel venido del cielo.Mil veces bendecida. La vida de los viejos volvía a cobrar .un nuevo sentido. La hija de la hija. Su abuela volvió al tejido, a la máquina de coser, a los paseos al sol.
Muchas de éstas cosas hubiera hecho el abuelo Vicente, pero no sabía porqué Maruja permanecía en un orgulloso ostracismo, Ella la hubiera criado de otra manera, como una princesa, No hubieran ido a otro lugar que a Harods, a las mejores confiterías, todo aunque ella se matara con la máquina de coser y el viejo deambulara toda la noche vendiendo muñecas o cajitas de música en los piringundines del bajo.
Entonces se repetiría la historia de “Don Giusepe, el zapatero”, una vez más, una vez más…
El bolichito había caído bajo las topadoras que derribaron negocios y edificios en seguimiento de un progreso impiadoso que solo dejaba media historia de la capital en pie. Entonces el abuelo tuvo que inventar otra forma de sobrevivencia. Conocía muy bien lo que se llamaba “el bajo” y a varios de de sus frecuentes clientes, chicas que trabajaban en penumbrosos cabaret. Clientes que venían a buscar cigarrillos y preservativos. Era su paisaje habitual, de modo que echó mano a algunos ahorros que aún quedaban, se fue hasta el once y compró muñecas y cajitas de música, las metió en un gran bolso, que pesaba como una condena y se tomó el colectivo que lo dejó en Reconquista, una noche de invierno en el que el frío, ahí, cercano al río, venía en ráfagas heladas. No le fue mal. Las chicas, que lo llamaban abuelo, le daban una flor de mano frunciendo sus bocas muy pintadas, haciendo algún puchero, le pedían a su ocasional acompañante “Comprame una muñeca o una cajita de música, nunca tuve una”. Y probablemente fuera verdad. El abuelo vendía y, con el bolso liviano y el mismo viento soplándole en el cuello, volvía a su departamento, oscuro y frío. Lo primero que hacía era sacarse el sobretodo y el traje, colgar la bufanda y ponerse el viejo pantalón pijama, las pantuflas en sus pies hinchados y prepararse un mate. Su mujer, que aún dormía, entreabría los ojos y le preguntaba cómo te fue. Bien, contestaba, bien, aunque entre el humo de los cabarets y el atado de cigarrillos que se había acabado, una tos pertinaz comenzó a sacudirlo poco a poco. También era aquel frío que sentía hasta en los huesos.
Su hijo se había vuelto a casar y trabajaba de visitador médico mientras seguía la carrera de psicología y había recuperado, en parte, a su hija aunque ésta lo llamaba por el nombre porque, en realidad el padre era, para ella, la pareja de su madre, que la había adoptado como hija propia.
De vez en cuando su hijo la traía e iban todos a comer en el restaurante donde habían comido casi siempre, porque Maruja odiaba cocinar, aunque, eso sí, seguía inclinada todo el día sobre la máquina de coser. Cuando la nieta venía, él escogía la mejor de sus muñecas o de sus cajitas de música y se la regalaba. Sin embargo sentía que había quedado una historia no compartida, que no sabían muy bien cómo dirigirse a la nieta, cómo hablarle, cómo sortear ese vacío de tantos años sin ése tierno contacto que se establece entre los viejos y los niños. Ya no se trataba de un helado o un paseo a la plaza y adivinaban la ansiedad de la niña por volver a su casa.
Pese al cansancio de los años, las madrugadas heladas, el humo de los boliches, no podía dejar ésa forma de vida, que era estar al día, sujeto a la contingencia de una enfermedad o un accidente: estaban desprotegidos, sin ningún tipo de cobertura médica, con la sola fortuna de que su hijo conocía médicos, debido a su trabajo y podía ayudarlos a sortear las inevitables esperas que insumían la atención en hospitales.
Pero el viejo, finalmente, cayó, derribado por un cáncer de pulmón.
Antes que él murió Maruja, jamás lo iba a sobrevivir y, en la cama de un hospital murió el abuelo Vicente, talvez una madrugada que llegó a alcanzarle un pálido rayo de sol. Como El Escribiente de Melvilla se durmió, entre reyes y cortesanos.
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