Gajes del oficio
Jorge Enrique Arias
Entró
en la habitación y cerró los ojos, dejó la valija en el piso y volvió a mirar.
Una pocilga, peor de lo que temía. ¿esperaba algo distinto? Y si lo pensaba
mejor, ¿qué otra cosa merecía? Se lo había dicho mil veces. Por qué no se
quedaba en su tranquilo pueblo provinciano, donde lo que tenía poder ser mucho
o poco, según se mire, pero era de él, y no debía soportar las vergüenzas que
la ciudad impone a los huéspedes de hoteles miserables. El caso es que le
costaba rechazar a los aún le tenían
confianza, y no era sólo por dinero sino por una mística en su oficio, y la
ilusión, tal vez, de que todo podía continuar como cuando era joven. "como
a los veinte años", pensó, con una mueca resignada. Según su costumbre miró
por la ventana más allá de la avenida y de la plaza que había frente al hotel,
y miró las ventanas de los edificios más cercanos, los balcones. Ya no volvería
a hacer esa breve inspección, la ventana quedaría cerrada hasta mañana. Ahora
no necesitaba acostarse para sentir el roce áspero de las sábanas rústicas.
Tampoco iba a correr los muebles para cerciorarse de que ese tenue crujir de
las maderas, que si prestaba atención podía escuchar claramente, era la
inequívoca señal de entrada al submundo cloacal de las cucarachas. Cucarachas
negras, más precisamente lustrosas, como bañadas en tinta china. Especialidades
de la urbe. Más tarde salió a caminar,
llevaba su valija. No vio a nadie en la recepción, una suerte, pensó, aunque al
regresar quizás debía decir algo que justificara andar con aquel peso, o se
podría malinterpretar su aparente desconfianza. Dio unas vueltas. Moverse le
hacía bien, un cansancio moderado lograba distenderlo, y a la noche le permitía
dormir de un tirón hasta la mañana. el sueño era importante; la distensión,
fundamental. Entró en un bar y como le había sucedido en otras ocasiones se
preguntó qué alteración podía causarle un pocillo de café, qué descontrol una
copita de ginebra. Como fuera se limitó
a un agua mineral sin gas y un sandwich tostado, nada más, el estómago vacío o
demasiado lleno complicaban el descanso. De vuelta en el hotel se sentía con
esa medida justa de excitación y expectativa no que no eran inconvenientes, al
contrario, o mantenían alerta y decidido. Esta vez encontró al recepcionista,
que al verlo con la valija, en lugar de hacerle una pregunta le facilitó una
respuesta. "Vendedor el hombre", dijo, "Acá tenemos varios huéspedes
que traen mercadería del interior… ¿y cómo anda la venta?"
"Embromada", dijo él, "Lo importado es mucha competencia". A la noche apenas si lo molestó el ir y venir
de los camiones en la calle. Llevaban y traían personal del municipio que en
pocas horas embanderó la avenida y armó en la plaza el palco y las tarimas para
las autoridades y delegaciones. Aún no salía el sol cuando todo estuvo listo.
Él dormía profundamente. Sueño sin ensueños, si había imágenes las olvidaba al
despertar. Hacía años que dominaba la técnica de evitarse pesadillas dejando la
mente en blanco antes de acostarse, una forma de meditación que le habían
enseñado y en la que no creyó mucho al principio aunque la puso a prueba, y
resultó. Bajó temprano a desayunar, no
quiso salir de modo que pagó sin protestar el sobreprecio de una magra
colación, luego volvió a su cuarto y esperó. En la plaza había una multitud.
Cuando supo que había llegado el presidente abrió por fin la ventana, y la
valija. Las piezas metálicas de rifle estaban cubiertas por un paño que evitaba
los reflejos. Esperó hasta el último momento para adoptar su posición de tiro,
le dolía la rodilla en la que debía apoyar casi todo el peso de su cuerpo.
Debía reconocerlo, ya no tenía veinte años.
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