domingo, 24 de septiembre de 2017

Carlos Margiotta


                   Enelda cuenta cuentos 
Carlos Margiotta
                                                                                                                              A mi madre
Enelda es una mujer anciana. Su raro nombre no existe en ningún diccionario, como el masculino Eneldo, una hierba de flores amarillas con cuyas hojas se elabora una especie tan deliciosa como ella. A los ochenta años, Enelda ha cumplido con los eternos mandatos que han determinado a las mujeres de su edad. Ha cocinado atada a la hornalla ricos manjares, ha tejido abrigos de esperanzas, ha limpiado pecados sobre una tabla de lavar, ha cosido afectos en las puntadas de los vestidos, ha planchado rebeldías arrugadas en la ropa, y remendado los deseos de los otros, menos los propios.
Enelda cuenta cuentos desde chica, y tres generaciones de los suyos se sentaron a su alrededor para escuchar historias familiares con campos inundados de trigo y mares agonizando sobre las playas de Necochea. Los cuenta tan bien, que parece una gran actriz de carácter con mil voces y ademanes repetidos en mil y una noches siempre distintos, y le duele. Entonces el abuelo Antonio trajo a casa una niña perdida en el bosque, y los pájaros se comieron las migas de pan dejadas en el camino. Fue así como llamó a doña Marona para que le tirara el cuerito, pero estaba ocupada buscando a una joven que perdió un zapato, y como tenía apuro en encontrarla se montó en una escoba. Entonces la tía Lucía la llevó al circo y los enanitos la subieron a un caballo y dio una vuelta en la pista, pero cuando se enteró la madrastra, se enojó y le pellizcó la cola, y le dolió, y pedía por su mamá. Y cuando despertó le preguntó al espejo pero éste le decía siempre mentiras, y le contó a Chola lo sucedido y fueron al cementerio pero se asustaron con una sombra, y al volver se encontraron  un cofre con un tesoro, y lo enterraron en el jardín para que nadie lo supiera, y guardaron el secreto hasta el día en que el chico del tamaño de un pulgar creció, y se fue. Entonces le agarró mal de ojo y no se curaba, y le dieron una manzana para que se durmiera pero el príncipe azul no vino porque se había convertido en sapo, y le dolía...
Enelda está cansada de pelear en un país que le ha ido carcomiendo los sueños hasta los huesos, pero no se rinde, y resiste, y le duele. Desde la cama, sin palabras, agitando los dedos de su mano derecha, libre de agujas y suero, me va a contar su último cuento. Con el índice rasga el aire escribiendo con la pluma de su uña roja. Había una vez… se terminaba el sendero… y de cada lágrima caída en la tierra brotaba una flor… y adelante sólo había un abismo… y los duendes vinieron a rescatarla… pero tenía miedo de saltar… y después se animó y se echó a volar… con el camisón blanco… y sonreía… y las estrellas la guiaban… y era feliz… y colorín colorado…

Ahora, mientras escribo, el hada de mi madre se posa en cada una de mis palabras, acompañándome, siempre.

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