Enelda cuenta cuentos
Carlos Margiotta
A mi madre
Enelda
es una mujer anciana. Su raro nombre no existe en ningún diccionario, como el
masculino Eneldo, una hierba de flores amarillas con cuyas hojas se elabora una
especie tan deliciosa como ella. A los ochenta años, Enelda ha cumplido con los
eternos mandatos que han determinado a las mujeres de su edad. Ha cocinado
atada a la hornalla ricos manjares, ha tejido abrigos de esperanzas, ha
limpiado pecados sobre una tabla de lavar, ha cosido afectos en las puntadas de
los vestidos, ha planchado rebeldías arrugadas en la ropa, y remendado los
deseos de los otros, menos los propios.
Enelda
cuenta cuentos desde chica, y tres generaciones de los suyos se sentaron a su
alrededor para escuchar historias familiares con campos inundados de trigo y
mares agonizando sobre las playas de Necochea. Los cuenta tan bien, que parece
una gran actriz de carácter con mil voces y ademanes repetidos en mil y una
noches siempre distintos, y le duele. Entonces el abuelo Antonio trajo a casa
una niña perdida en el bosque, y los pájaros se comieron las migas de pan
dejadas en el camino. Fue así como llamó a doña Marona para que le tirara el
cuerito, pero estaba ocupada buscando a una joven que perdió un zapato, y como
tenía apuro en encontrarla se montó en una escoba. Entonces la tía Lucía la
llevó al circo y los enanitos la subieron a un caballo y dio una vuelta en la
pista, pero cuando se enteró la madrastra, se enojó y le pellizcó la cola, y le
dolió, y pedía por su mamá. Y cuando despertó le preguntó al espejo pero éste
le decía siempre mentiras, y le contó a Chola lo sucedido y fueron al
cementerio pero se asustaron con una sombra, y al volver se encontraron un cofre con un tesoro, y lo enterraron en el
jardín para que nadie lo supiera, y guardaron el secreto hasta el día en que el
chico del tamaño de un pulgar creció, y se fue. Entonces le agarró mal de ojo y
no se curaba, y le dieron una manzana para que se durmiera pero el príncipe
azul no vino porque se había convertido en sapo, y le dolía...
Enelda
está cansada de pelear en un país que le ha ido carcomiendo los sueños hasta
los huesos, pero no se rinde, y resiste, y le duele. Desde la cama, sin
palabras, agitando los dedos de su mano derecha, libre de agujas y suero, me va
a contar su último cuento. Con el índice rasga el aire escribiendo con la pluma
de su uña roja. Había una vez… se terminaba el sendero… y de cada lágrima caída
en la tierra brotaba una flor… y adelante sólo había un abismo… y los duendes
vinieron a rescatarla… pero tenía miedo de saltar… y después se animó y se echó
a volar… con el camisón blanco… y sonreía… y las estrellas la guiaban… y era
feliz… y colorín colorado…
Ahora,
mientras escribo, el hada de mi madre se posa en cada una de mis palabras, acompañándome,
siempre.
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