Un día, una carta
Marisa Presti
Amalia
no se parecía en nada a su hermana. Era de carácter tranquilo, bondadosa,
siempre dispuesta a brindarse a los demás, aún en perjuicio propio. A pesar de
los años, su sonrisa parecía conservar la ilusión de la juventud, dándole un
atractivo especial que despertaba los celos de Irene. Hacía más de cuarenta
años que vivían juntas. Las circunstancias económicas habían sellado una
convivencia difícil en la antigua casona de la familia.
Una
mañana, Irene entró bruscamente en el dormitorio de su hermana, corrió las
cortinas y tiró de las frazadas, dejando el delgado cuerpo sin abrigo:
¡Levantáte, ya es hora de que hagas algo! ¿O te pensás que soy tu sirvienta?
No
era la primera vez. Cada tanto, solía tener arranques de mal humor,
descargándose de cualquier forma posible. Amalia no le contestó. Con esfuerzo,
se incorporó lentamente, y sin siquiera mirarla caminó hacia el baño.
No
merezco esta vida, murmuró frente al espejo. La imagen le reflejó el dolor con
toda su crudeza: la mirada enturbiada, triste, parecía destacar más las
profundas ojeras y un ligero temblor en su barbilla le reveló la nerviosidad
que recorría su cuerpo. Nunca había odiado a alguien, pero esa mañana tuvo la
sospecha de empezar a anidar ese sentimiento en su corazón.
¡A
ver si te apurás y preparás el desayuno! La voz fuerte y desagradable de su
hermana le llegó a través de la puerta. Sintió que su paciencia se agotaba,
pero a pesar de todo se enjuagó rápidamente, se puso el deshabillé y fue hacia
la cocina. Sirvió el café con leche, y a los pocos minutos escuchó las
consabidas críticas: ¡Esto está horrible! ¿No sabés que me gusta el café
liviano? Sintió que todo se atragantaba en su garganta. El cuchillo con la mermelada
tembló en su mano unos segundos. Dios mío, pensó, líbrame del mal.
Esa
misma tarde, mientras limpiaba los muebles del comedor, se le ocurrió la idea.
La sonrisa volvió a su rostro y hasta tuvo ganas de tararear bajito una vieja
canción napolitana. Siempre había pensado que su hermana le tenía una profunda
envidia, en parte por su carácter, pero mucho más por haberse quedado soltera
mientras que ella tuvo la dicha de casarse con Esteban. Fueron pocos los años
de felicidad, recordó, hasta aquel accidente terrible que lo quitó de mi vida
para siempre. Irene, en cambio, tuvo un solo novio, el famoso Adolfo, que le
prometió amor eterno y dos meses antes de casarse se fue a Europa en un barco
carguero. Y claro, pensó, ella no pudo soportarlo, se volvió desagradable y
amargada, sobre todo cuando murieron mis padres y quedó sola en esta enorme
casa. Maldito el día en que acepté su propuesta de vivir juntas…
Al
otro día, con la excusa de que faltaba azúcar, salió de la casa temprano. Compró
papel y sobre en la librería, se sentó en el bar frente al correo, pidió un
café y sacó de su cartera una birome. Estuvo más de una hora, buscando las
palabras más convincentes, más apasionadas. Los adjetivos se agolpaban en su
mente, fuertes, impulsivos, casi desafiantes, destinados a despertar la pasión
de quien lo leyera. Cuando estuvo satisfecha con el resultado, firmó
cuidadosamente, cerró el sobre y cruzó hasta el correo.
El
primero que se asombró fue el cartero. Hacía años que no entregaba ninguna
correspondencia para las hermanas Aguilar. Cuando vio el sobre leyó dos veces
la dirección para constatar que no se estaba equivocando. A las diez de la
mañana, introdujo la carta en el pequeño buzón de la entrada. Amalia, mirando
con disimulo a través de la cortina de voile, lo vio irse en su bicicleta hacia
el otro lado del pueblo. ¿Querés creer, Irene?, dijo alzando la voz, parece que
nos llegó una carta.
Surtió
efecto. Irene dejó de batir en la cocina y preguntó: ¿Para quién es? Cuando
Amalia le entregó la carta, fue a su dormitorio y cerró la puerta. Por más de
una hora permaneció encerrada. Cuando salió, los anteojos no disimulaban la
emoción contenida. No dijo una palabra. Ni ese día ni los demás en que
siguieron llegando cartas con el mismo remitente: Adolfo Castiñeiras.
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