La huída Sonia Figueras
Se
duchó rápido, el agua semifría la hizo tiritar. Se secó con fuerza cosa de
sacarse el frío. Eligió la ropa detenidamente. La pollera negra y la tricota
rosa con el chaleco negro, bien. Zapatos bajos, cómodos para andar ágil. Volvió
al baño, se miró en el espejo, estaba demacrada, decidió pintarse. Un poco de
base y rubor le dieron mejor aspecto, algo como de salud. No se preocupó por el
peinado, el cabello ondulado la ayudaba. Siempre la había ayudado. Fin del
atuendo ¡ah! la cartera, ¿pondría los
documentos? Y... era mejor. No fuera cosa que volvieran tiempos viejos. Echó
una ojeada al living y acarició el lomo de Alguien anda por ahí. Cortázar la
enganchaba invariablemente, la deslumbraba y su deleite al leerlo era como una
mezcla de alegría y estupor. Abrió la página de La noche de Mantequilla y
siguió el recorrido de los renglones por quinta o cuarta vez y nuevamente desde
la página amarillenta Peralta la asustó y otra vez se le apareció la cara y la
figura de Monzón y otra vez y como tantas veces se ubicó en la platea entre el
público con Delon, el hermoso facho seductor para ver la pelea Monzón - Mantequilla.
¡Cómo la seducía Cortázar! Abandonó el libro
con desgano. Ese cuento tan argentino. El ímpetu que hasta ese momento la impulsaba
decreció lluvia convertida en garúa mansa. Recordó que había tomado la decisión
de irse sin despedidas, palabras, ni una esquela. Tampoco la ropa
imprescindible. Sólo la cartera por rutina. Todo lo que quería era huir. Abrió,
cerró la puerta y salió. El calor la invadió con caricia materna y echó a
andar. ¿Adónde iba? Lejos. Lo más lejos posible. No volverían a verla. Estaba
decidido. Otra vez a la deriva. Las noches de silencio la habían aconsejado
también acariciándola. Pensar que su tormento podía terminar, era un abrazo
tibio de madre protectora. Caminó hasta que las piernas le dolieron y se
encontró en Retiro. Micros llegaban micros salían. Caras asustadas del
descubrimiento caras sonrientes de vacaciones, mochilas, bolsos, valijas, mates
soltando olor a yerba. Corridas, empujones, bullicio. Mareada ya, buscó y
encontró el único asiento que parecía escondido llamándola con disimulo entre
dos señoras bien gordas. Y se ubicó jamón entre dos rebanadas de pan. Un sándwich
perfecto, achicados sus hombros y caderas para quedarse en contemplación
absurda, chupetín de utilería.
¿A
la playa o a la sierras? Estaba en eso y se desocupó el asiento de la derecha y
pudo relajarse un poco. Aprovechó la silla vacía, apoyó la cartera y siguió en
observación de nada. Se decidió por Córdoba y manoteó la cartera. No estaba. La mujer de la izquierda le largó
una mirada acuosa, parpadeó y buscó en el suelo. No estaba. Nerviosa, alambre
retorcido en su flaqueza se paró ¿a quién iba a preguntarle por la cartera?
Nadie miraba a nadie. Hasta que por la izquierda una voz gangosa gorgoteando en
un piletón sin fondo acompañó a un roce libidinoso. - Vamos para afuera.
Caminaron entre el gentío, el inmenso mundo de Retiro, salieron del aire
acondicionado al calor que la envolvió nuevamente. Otro empujón chiquito y –
suba. Subió al Peugeot.- ¿Puedo preguntar? - No. - ¿Qué pasa? Insistió - ¿Vos tenés ganas de hablar? - Quiero saber…- ¿Cumpliste con lo que se te
ordenó? - ¿Qué orden?- Vos sos Antonia, Antonia Estévez ¿no? - .No. Me llamo
Dora,
Dora
Singer. - No mientas, y le apretó el brazo. Le dolió. El coche ya había salido
de Retiro y creyó que andaban por la Panamericana. - ¿Así que sos Dora?
Ella
era Dora Singer sin duda alguna. - Sí.
Bueno Dora, sos Dora Singer dijiste. No. Sos
Antonia Estévez. Tenés la pollera negra, el pulóver rosa, el chaleco negro y la
cartera es la que te mandó Carlos y decís que no te llamás Antonia y vos tenés
la cartera de Carlitos.
-
¿Qué Carlos qué Carlitos?- ¿Cuál va a ser? Peralta…- ¿Peralta? ¿Qué tengo que
ver con Peralta?
- Basta. Hablá cuando yo te diga, en la
cartera ¿estaba la plata? Es un asalto, pensó rápido. Se animó - ¿qué plata? -
La de Cháves para que se la pasaras a Walte - Yo no lo conozco a Walter, a
usted y no quedé con nadie.
- Si no sos Antonia y no conocés a Cháves ni a
Walter ni a mí ¿por qué tenías la cartera con la cara de Delon, el franchute?
Se
le mezcló la vida. Peralta, Cháves, Estévez, Monzón, Delon.
-
Pará el coche, Monzón. El coche paró a un costado de la Panamericana.- Bueno, Antonia. Salió mal la cosa. Bajate.
Ahora nos viste la cara. Caminá 30 pasos sin darte vuelta. ¡Suerte!
Caminó
30 pasos… 40...45… hasta el disparo.
1 comentario:
Gracias Carlos Margiotta, gracias Redes de Papel por la deferencia de poner mi cuento en la revista.
Un abrazo
Sonia Figueras
Publicar un comentario