El balde
Emilio Núñez Ferreiro
Le
escondieron todo. ¿Todo es todo?
La
escopeta ya no está. Cuchillos y tijeras: bajo llave. Fármacos a buen recaudo.
Un interruptor eléctrico recién instalado.
Durante
el día, compañía. Por las noches, vigilia; turnándose uno a uno. Noche a noche.
Día a día.
Carlos
ya no ve los colores de la vida. Quizá los ve en blanco y negro. Tal vez todo
negro.
La
muerte lo seduce como una mujer desnuda. Ya está instalada en su mirada
esquiva. Ya se alojó en su forzada sonrisa de condenado a muerte.
Le
hablan, no escucha. Lo aconsejan, no oye. Procuran que se aferre, que luche,
que lo intente… No puede.
Aquel
hombre de risa fácil ya no existe. Es un espectro, un despojo de vida errante.
Deambula como un fantasma, y las cuatro paredes que él construyó, lo contemplan
atónitas. Es como el mutismo de una hoja que cae, flotando sobre el pasto.
Un
cajón. Dos cartas: Una para ella, otra para los hijos. Carlos sabe que las
hallarán.
Las
escrituras en orden, papeles al día. Todo pago.
¿Cinco
minutos son pocos? Cinco minutos son muchos. Suficientes.
Un
balde, rojo, de plástico. ¿Quién se mata con un balde? Nadie nota que dentro va
una soga, mustia.
Llega
la mujer con el pan. La casa le dice que está sola. El rosal se asombra que lo
rieguen con flautitas. El presentimiento obliga a esa mujer a correr hacia el
galpón.
“¡Cinco
minutos, sólo cinco minutos!” - se dice mientras corre.
Abre
el portón, entra. No está, ni encima, ni debajo del camión. En el baño, nadie…
Ahí
está el balde, vacío.
¿Por
qué será que en lo último que reparamos es en el techo?…
…
Grita. Jamás gritó así.
La
soga pende sosteniendo el espanto, rígida. Carlos, entre los últimos estertores
quizá aún la oye. Tal vez ya no.
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