La
despedida Marta Becker
A partir de los 50 años Josefa Santillán viuda de
Linares comenzó a organizar su muerte. El marido, Juan Linares, falleció sin
previo aviso cuando un motociclista negligente atravesó la calle con el
semáforo en rojo y lo atropelló. Apenas le dio tiempo a Josefa para vestirse de
luto y despedirlo.
Después
de este inesperado acontecimiento la mujer, que no tenía descendientes ni familiares
directos, decidió tener todo arreglado para cuando le llegara el final, no
fuera cosa de encontrarla desprevenida y dejara temas pendientes.
Ante
todo, eligió el vestido con que quería que la vistieran para el último minuto.
Pasó lista por las varias funerarias que conocía y seleccionó la más cómoda
para quienes vinieran a despedirla, es decir, que tuviera acceso a muchos medios
de locomoción. Además, se ocupó de visitarla y elegir un cajón a su gusto y
dentro de un presupuesto razonable, que se encargaría de abonar cuando sintiera
que se aproximaba el momento de su deceso.
Elaboró una larga lista de invitados, como si fueran
los asistentes a una fiesta, primero los más directos y luego los secundarios,
y a medida que hacía memoria agregaba alguno.
Muchas
veces se dormía soñando con su velatorio, ella elegantemente vestida, flores de
todos colores –porque haría más alegre el ambiente-, cómodas sillas para los
presentes mayores y las velas encendidas hasta lo último.
Sólo
vivía para esa organización, el tema se volvió obsesivo y recurrente y Josefa
agotaba a los que la rodeaban hablando de su proyecto.
Pero
ocurrió que pasaba el tiempo y Josefa cumplía años, engordaba debido a la edad,
a la tiroides y a la comida y cada tanto tenía que cambiar el vestido elegido
porque le iba quedando chico.
Por otro
lado, a medida que corrían los años se morían muchas de las amistades de Josefa
y la lista se acortaba.
La
funeraria elegida quebró –no por falta de clientela sino por un mal manejo de
las finanzas en manos de un dueño poco serio- y la viuda de Linares tuvo que
salir a buscar otro lugar para organizar su despedida al más allá.
El tiempo
pasa y hoy Josefa cumple 85 años. Prepara una pequeña fiesta para las pocas
personas con las que aún mantiene contacto y que pueden asistir a la reunión.
Camino a la cocina resbala en el piso recientemente encerado y cae.
Se
ilumina un túnel y Josefa camina por él tambaleante. Llega a un gran salón
lleno de flores y se ve acostada en el ataúd, las manos cruzadas sobre el pecho
y la cara pintarrajeada. La gente camina en derredor mientras comenta lo
ridícula que se ve, lo vieja que está, lo molesta que fue en vida, el poco amor
que brindó, qué funeraria más lúgubre, qué cajón económico… y así, Josefa
escucha y ve lo que nunca soñó ni imaginó. No hay afecto ni respeto por su
persona, un insignificante muerto más que nadie va a extrañar. Y lo peor de
toda la situación es que Josefa no les puede contestar, no les puede decir a la
cara lo traidores que son, infames y mentirosos.
De a poco
Josefa vuelve en si. Trata de abrir los ojos y una luz fuerte la enceguece. No
está segura si es la luz del túnel o de la cocina.
Totalmente
recobrada la mujer hace un balance rápido de su vida y toma una decisión. Saca
un pasaje para un crucero por el Mediterráneo, arma las valijas, cierra la
puerta de su casa y se dispone a entrar en la vida.
Hace una
semana que disfruta de un viaje increíble. Come, toma sol en cubierta, baila y
comparte todas las noches una mesa diferente para así conocer gente y tratar de
ganarle al tiempo perdido.
Una noche
de luna llena muere apaciblemente en su camarote mientras duerme. Quienes la
encuentran a la mañana siguiente aseguran que tiene dibujada en su rostro una
amplia sonrisa.
Según las
reglas marítimas el cuerpo de Josefa Santillán viuda de Linares es tirado al
mar mientras la despiden un montón de desconocidos que gozaron de su compañía en
sus últimos días.
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