miércoles, 6 de julio de 2011

PILAR ROMANO


LA ÚLTIMA CUOTA

Cada sábado al anochecer, cuando aún temblaban manchas claras entre los naranjos, íbamos a la plaza para ver los casamientos. Nos sentábamos en uno de los bancos de la vereda frente a la iglesia y esperábamos a que llegara el primer automóvil con una novia; cruzábamos entonces la calle, casi corriendo, para ubicarnos junto al largo sendero embaldosado que iba desde la verja hasta la puerta de acceso al templo. Nos parecían reinas las novias, mientras avanzaban del brazo del padrino. Nos parecían reinas, aunque la parroquia no fuera de las más encumbradas y se casara allí tan sólo gente sencilla, Nos quedábamos hasta que terminara la ceremonia -siempre había más de una boda- para ver a los chicos que gritaban ¡padrino pelado! al padrino de turno, hasta que éste arrojaba monedas que ellos recogían como pollitos que picotean el piso.
Nosotras ya estábamos algo mayores para eso; en realidad nos sentíamos en una edad absurda: no podíamos hacer las cosas fascinantes permitidas a los adultos, como acostarse tarde, por ejemplo, y mezclados hombre y mujer, pintarse los labios, decir malas palabras en voz alta, tomar algo con alcohol, casarse... nada de eso, pero tampoco debíamos portarnos como niñitas.
En uno de esos anocheceres cariñosos de sábado, mientras esperábamos la llegada de la novia segunda, conforme a la agenda preparada por el Padre Silva, se nos acercó una mujer joven de aspecto tosco, que parecía haber estado llorando; nos preguntó entre dientes si habíamos visto entrar en la iglesia a "un tipo de traje blanco". Le dijimos que no, justo en el momento en que ella levantaba la mirada para correr hacia una de las entradas laterales del templo, como si debiera evitar que por allí ingresara el demonio.
Espoleadas por la curiosidad la seguimos y vimos cómo tomaba desde atrás y por los hombros al hombre que, de impecable traje blanco, se dirigía hacia la puerta principal de la iglesia. "!Yo sabía que lo que ibas a hacer era casarte!", le dijo luego de obligarlo a darle la cara. "¡Para eso quisiste que te planchara el traje blanco, porquería de mierda!" decía cada vez más furiosa. "¡Hasta te pagué dos cuotas del traje, porque me dijiste que ibas a ponértelo el día del bautismo del hijo de tu capataz, que te había elegido de padrino! Pero yo desconfié... "
El hombre de blanco parecía haberse quedado mudo. Tan sólo parecía intentar que los ojos no se le salieran de las órbitas, como si tuviera delante de sí una aparición de ultratumba. "Yo desconfiaba porque vos andabas saliendo mucho", continuó la mujer. "Y al final no faltó alguien que viniera con el chisme, que no era chisme, después de todo", fueron, más o menos, las siguientes palabras. En algún momento, el hombre pareció recobrar la voz y pudo decir algo así como "pero si te quiero a vos más que a ella; acordáte que dejé a mi mamá vieja para ir a vivir con vos". La mujer quizá se acordaba y lo lógico era entonces que peguntara porqué iba a casarse con otra. Tras un silencio fugitivo, el hombre dijo que se casaba porque la otra, que había sido su novia antes, estaba muy enferma, que iba a vivir muy poco; ese fue su fundamento, dicho casi en secreto, después de mirar hacia arriba y hacia abajo, como pidiendo ayuda a los dos reinos. "Además, tiene una chacra y de allí te voy a llevar verduras, huevos y pollos", prometió con una sonrisa apenas hilvanada.
"Bueno, casáte si querés… ¡pero el traje blanco que hace un rato me pediste que planchara no lo vas a lucir!" fue la respuesta de la mujer. Abrió un bolso grande que llevaba consigo y extrajo un frasco que destapó para derramar sobre el atuendo del novio un líquido oscuro y oleoso. "¡Ni a las velas te vas a poder arrimar, porque te vas a quemar vivo!", le dijo antes de dar media vuelta y alejarse con una tranquilidad recién inaugurada que hasta la hacía aparecer más alta. Ya se había asomado la luna y su luz le danzaba sobre el cuerpo prestándole colores raros.
Por enterarnos de todo esto nos perdimos la entrada de la novia. Vimos, sí, la salida de la pareja. Ella nos pareció fresca como una azucena. Sonreía. No parecía sospechar que sus pollos y verduras habían sido moneda de canje, casi una dote. El novio era una silueta desgarbada, con una chaqueta oscura que le quedaba enorme, con las mangas que le cubrían las manos.
¡Padrino pelado! gritaron varias veces los chicos, pero el padrino no pudo arrojar monedas, porque salía en mangas de camisa. El saco blanco, que casi había dejado de ser blanco, quedó semioculto en la primera fila de bancos de la iglesia. Es probable que algún mendigo lo haya usado después. Y es más probable aún que el vendedor quedara esperando el pago de la última cuota.

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