RETRATO DEL ABUELO ANTONIO
"10 de junio de 1918", decían las palabras escritas en una frase detrás del retrato del abuelo Antonio. En esa época era joven y llevaba puesto el uniforme militar. El portarretrato de madera era el único objeto interesante que queda de él. La foto color sepia muestra su torso erguido y sus grandes ojos negros encendiendo la mirada severa debajo de esas cejas gruesas que me asustaban tanto. Un tajo marcado por el filo de una espada en el labio superior, se escondía detrás del ancho bigote que terminaba con forma de manubrio de bicicleta.
Allí estaba, sobre el aparador del comedor junto a dos candelabros de bronce oscurecido, un florero vacío de cristal y una pequeña caja de madera por donde asomaban hilos de coser de distintos colores y un dedal montado sobre un alfiler. A través del vidrio de la puerta central del aparador se divisaban las cuentas de la luz y del gas, un cuaderno de anotaciones y al costado, un adorno de conchas de almejas con la inscripción "Recuerdos de Mar de Ajo". Más atrás, junto a parte de la vajilla, descansaba la estatuilla de la Virgen de Luján fosforescente, de la que la abuela era muy devota.
De la abuela, en cambio guardo unas pocas imágenes; la recuerdo anciana cociendo en las tardes y escuchando el radioteatro.
"Andá, dále un beso al abuelo Antonio", decía mi madre cuando íbamos de visita. Yo me agarraba a sus polleras y me ponía a llorar porque todavía no sabía decir NO. La piel del abuelo, tan blanca como la leche, su aliento a tabaco, sus manos arrugadas, y esos cuatro lunares ne-gros en la mejilla izquierda que dibujaban la cruz del sur, me daban miedo, tal vez era miedo a la vejez, esa misma vejez que hoy se derrama sobre mi piel lentamente.
Recién ahora, dedicado a la tarea de embalar los últimos objetos de la casa, creo comprenderlo todo. Como si el ayer me vomitara sin compasión los fantasmas que asaltaron mi niñez. Quizá siempre lo supe... sí y es ahora, que él ha muerto, cuando me animo a recordarlos.
"No digas eso". "¿De dónde sacas esas tonterías?". "Si seguís con eso te pongo en penitencia", decía mi madre cuando dejaba volar mi imaginación y me ponía a contar las historias nacidas del juego con los chicos en la calle, o después de las visitas a la casa de los parientes, donde siempre me trataban con lástima. Entonces aprendí a callarme, a disimular mis percepciones, a pasar como un idiota débil y obediente.
Él no lo sabe aún porque no ha cruzado la frontera que separa la vida de la muerte. Él no sabe lo que ocurrió en esta casa, aunque lo intuye desde niño cuando jugaba entre las plantas del jardín solitario en las tardes de los sábados y escuchaba las voces que no puede olvidar. Él no sabe que lo estoy mirando desde la prisión del portarretrato, entre los dos candelabros de bronce oscurecido, a la que he sido condenado por toda la eternidad. Él no me ha perdonado, cree que soy el único culpable. Ya es tarde para explicarle, para decirle lo que realmente pasó. Es tarde para contarle que fue un acuerdo entre los tres. Los detalles del secreto quedarán sepultados con mi cuerpo el día que me permitan salir de este encierro.
Lo veo ir y venir guardando en cajas de cartón los objetos que una vez fueron y que hoy no le interesan a nadie. Lo veo corriendo por esta misma habitación con miedo tratando de escaparse de mis brazos tendidos, negándome un beso. Lo veo vestido con el traje de la primera comunión y el gran moño blanco sobre el brazo derecho. Lo veo llegar con el uniforme militar luciendo su postura orgullosa del brazo de la novia que hoy es su esposa.
Veo sus ojos reclamando una explicación, pero no queda nadie. Lo veo con su piel blanca como la leche y esos cuatro lunares en la mejilla izquierda dibujando la cruz del sur.
"10 de junio de 1918", decían las palabras escritas en una frase detrás del retrato del abuelo Antonio. En esa época era joven y llevaba puesto el uniforme militar. El portarretrato de madera era el único objeto interesante que queda de él. La foto color sepia muestra su torso erguido y sus grandes ojos negros encendiendo la mirada severa debajo de esas cejas gruesas que me asustaban tanto. Un tajo marcado por el filo de una espada en el labio superior, se escondía detrás del ancho bigote que terminaba con forma de manubrio de bicicleta.
Allí estaba, sobre el aparador del comedor junto a dos candelabros de bronce oscurecido, un florero vacío de cristal y una pequeña caja de madera por donde asomaban hilos de coser de distintos colores y un dedal montado sobre un alfiler. A través del vidrio de la puerta central del aparador se divisaban las cuentas de la luz y del gas, un cuaderno de anotaciones y al costado, un adorno de conchas de almejas con la inscripción "Recuerdos de Mar de Ajo". Más atrás, junto a parte de la vajilla, descansaba la estatuilla de la Virgen de Luján fosforescente, de la que la abuela era muy devota.
De la abuela, en cambio guardo unas pocas imágenes; la recuerdo anciana cociendo en las tardes y escuchando el radioteatro.
"Andá, dále un beso al abuelo Antonio", decía mi madre cuando íbamos de visita. Yo me agarraba a sus polleras y me ponía a llorar porque todavía no sabía decir NO. La piel del abuelo, tan blanca como la leche, su aliento a tabaco, sus manos arrugadas, y esos cuatro lunares ne-gros en la mejilla izquierda que dibujaban la cruz del sur, me daban miedo, tal vez era miedo a la vejez, esa misma vejez que hoy se derrama sobre mi piel lentamente.
Recién ahora, dedicado a la tarea de embalar los últimos objetos de la casa, creo comprenderlo todo. Como si el ayer me vomitara sin compasión los fantasmas que asaltaron mi niñez. Quizá siempre lo supe... sí y es ahora, que él ha muerto, cuando me animo a recordarlos.
"No digas eso". "¿De dónde sacas esas tonterías?". "Si seguís con eso te pongo en penitencia", decía mi madre cuando dejaba volar mi imaginación y me ponía a contar las historias nacidas del juego con los chicos en la calle, o después de las visitas a la casa de los parientes, donde siempre me trataban con lástima. Entonces aprendí a callarme, a disimular mis percepciones, a pasar como un idiota débil y obediente.
Él no lo sabe aún porque no ha cruzado la frontera que separa la vida de la muerte. Él no sabe lo que ocurrió en esta casa, aunque lo intuye desde niño cuando jugaba entre las plantas del jardín solitario en las tardes de los sábados y escuchaba las voces que no puede olvidar. Él no sabe que lo estoy mirando desde la prisión del portarretrato, entre los dos candelabros de bronce oscurecido, a la que he sido condenado por toda la eternidad. Él no me ha perdonado, cree que soy el único culpable. Ya es tarde para explicarle, para decirle lo que realmente pasó. Es tarde para contarle que fue un acuerdo entre los tres. Los detalles del secreto quedarán sepultados con mi cuerpo el día que me permitan salir de este encierro.
Lo veo ir y venir guardando en cajas de cartón los objetos que una vez fueron y que hoy no le interesan a nadie. Lo veo corriendo por esta misma habitación con miedo tratando de escaparse de mis brazos tendidos, negándome un beso. Lo veo vestido con el traje de la primera comunión y el gran moño blanco sobre el brazo derecho. Lo veo llegar con el uniforme militar luciendo su postura orgullosa del brazo de la novia que hoy es su esposa.
Veo sus ojos reclamando una explicación, pero no queda nadie. Lo veo con su piel blanca como la leche y esos cuatro lunares en la mejilla izquierda dibujando la cruz del sur.
1 comentario:
Muy lindo relato, te felicito.
Saludos
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