LA FIESTA ONOMÁSTICA
Hice mi visita de presentación a casa del fiscal. El salón estaba casi a oscuras. Sólo a duras penas podía la luz penetrar a través de los visillos y del espesor de las plantas de adorno. La señora de la casa estaba sentada en un sillón cubierto con una funda de hilo blanco y llevaba un vestido estampado con grandes mariposas exóticas. Cada vez que por la calle pasaba un vehículo pesado, tintineaban las guirnaldas de cristal de la lámpara en forma de araña que, desde la penumbra, se inclinaba sobre mi cabeza. Cuando mis ojos se hubieron acostumbrado a la luz tamizada, descubrí en el otro rincón, bajo una palmera, una especie de parque como los que sirven para los niños, sólo que éste era mucho más alto. Detrás de los barrotes de madera, había un hombre sentado junto a una mesa, haciendo calceta.
Como la señora de la casa no me lo presentó ni le prestó la menor atención, yo no consideré adecuado preguntar quién era y, no sin esfuerzo, hice como que no me había fijado en él. Después de transcurrido el tiempo que se considera oportuno para esta clase de visitas, me levanté para despedirme. Al salir eché una mirada de curiosidad al parque, pero sólo pude observar un perfil inclinado sobre la labor. La señora del fiscal, mientras me acompañaba hasta el vestíbulo, me invitó amablemente a la fiesta del día del santo de su marido que debía celebrarse el sábado siguiente.
Por ser nuevo en la ciudad, yo no conocía sus costumbres y consideré que debía formar parte de ellas lo que había visto en el salón del fiscal. De todas maneras, estaba seguro de que pronto se aclararía todo con motivo de mi próxima visita. El sábado por la noche me acicalé y me dirigí a casa del fiscal.
Gracias a la abundante iluminación que, a cierta distancia, se reflejaba en el río, negro como la baquelita, se podía ver desde lejos la casa, la más importante de la ciudad. Encima del edificio consistorial ardía un castillo de fuegos artificiales. De ese modo, la milicia local manifestaba su participación en el general regocijo por la onomástica del fiscal. La puerta de la verja estaba abierta; el camino que llevaba hasta la casa estaba iluminado por la luz que salía de la puerta central. Yo me dirigí directamente al salón. La luz de la araña me deslumbre. Los sillones estaban desenfundados. Divisé el rostro encarnado del párroco, las caras amarillentas del farmacéutico y de su esposa, vi al doctor y a la doctora, al presidente del sindicato con su mujer y al propietario de un mísero taller que fabricaba mangos de pluma por encargo del Estado, también con su esposa. El propio fiscal salió a mi encuentro.
Mientras le expresaba mis deseos de felicidad y le entregaba mi regalo, la señora de la casa -que aquel día llevaba un vestido con una banda- me invitó a sentarme. De momento, pues, no tuve ocasión de hacer lo que quería; hasta que no participé en la conversación general, no pude volverme sin llamar la atención. No me había equivocado: en el rincón, debajo de la palmera, estaba el parque y en él el hombre, que aquel día iba vestido con un poco más de decoro; con el rostro apoyado en los brazos, parecía dormir. Tantas veces como me lo permitieron los buenos modales, me volví a mirar al rincón. Los demás asistentes, todos ellos invitados de honor del fiscal, no prestaban la menor atención al asunto; hablaban animadamente y en voz alta como suele hacerse en las fiestas onomásticas. Tal vez el que dormía había sentido mi mirada; me pareció que levantaba los párpados. Pero inmediatamente volvió a la actitud de antes, que expresaba una total indiferencia.
Durante algún rato estuve bromeando con el farmacéutico en medio de la risa general y de una alegre controversia, o intercambié ideas con el párroco, mientras intentaba, con insistencia pero en vano, descifrar aquel enigma. Luego se abrieron las puertas y los camareros trajeron una mesa en la que brillaban abigarradamente cubiertos y servilletas, manjares y botellas. En aquel momento aparecieron también los hijos del fiscal y se sentaron con nosotros a la mesa. A la vista de la cena, se animó la concurrencia y, después del primer brindis, la animación general se hizo aún más alegre. De pronto, entre el tintineo de las copas, los cuchillos y los tenedores, entre la risa argentina de las mujeres y los chistes atronadores de los hombres, sonó una canción. En efecto, el que estaba dentro del parque cantaba: "Volga, Volga...". La nostálgica canción iba acompañada del suave tañido de una balalaika. Los presentes lo tomaron con la misma indiferencia que si cantara un pájaro. Cantó luego "Ojos negros" y, con un poco más de alegría, "Nosotros, los de la asociación juvenil..." En aquel momento servían ya el postre; la mesa estaba envuelta en una nube de humo de cigarrillos. Observé que los niños del fiscal, después de pedir permiso a su padre, tomando de la mesa la botella de kirsch, se dirigían al parque y daban de beber al hombre a través de los barrotes.
Éste había dejado la balalaika a un lado y bebía tranquilamente; luego cantó dos o tres estrofas de "¡Adelante, soldados de la libertad!" o de la "Canción del tractorista". Como yo me había enfrascado en una discusión con el párroco acerca de las teorías de Darwin, no podía observarle con detalle, aunque procuraba no perder de vista el rincón. El párroco argumentaba de la siguiente forma: "Hay gente que sostiene que el hombre desciende del mono. Sólo una cosa es evidente, y es que quien dice esas tonterías, seguro que desciende del mono". Pese a que estaba algo enturbiado por el alcohol, pude comprobar que la bebida también había hecho su efecto en el hombre del parque.
-Usted seguramente no sabe quién es este hombre - me dijo riendo el dueño de la casa, que, por lo visto, hasta entonces no se había dado cuenta de mi curiosidad. -Un capricho de mi mujer. No quería tener en el salón un canario o algo por el estilo, porque sostenía que era demasiado vulgar. Por eso le busqué un progresista vivo. No tenga miedo, es completamente manso.
Los invitados echaron una mirada divertida al hombre de la balalaika. El fiscal añadió:
-Es oriundo del país. Durante un par de años anduvo suelto, sabe usted, e incluso ocasionó algunos daños. Pero ahora está completamente domesticado. Le podemos tener en casa sin ningún peligro. Hace calceta, toca la balalaika y canta. A veces, confieso que tengo la impresión de que siente algo así como nostalgia.
-Tal vez echa de menos la libertad, la actividad; en el fondo es un progresista - dije yo tímidamente.
-¿Cree usted que aquí no le tratamos bien? - replicó indignado el fiscal-. Tiene la vida asegurada, tranquilidad, ninguna clase de preocupaciones. Incluso hemos conseguido que coma de nuestra mano. Usted mismo lo ha podido ver. Ya no es peligroso. Sólo el día de la fiesta nacional y del aniversario de la Revolución le dejamos volar un poco. Pero siempre vuelve. Claro que nuestra ciudad es pequeña. ¿Dónde podría esconderse?
Cuando el fiscal me hubo dado estas explicaciones, el hombre de quien se hablaba miró al cielo y en su frente se formaron unas arrugas. Bajo aquella mirada, el párroco se quedó aterrado; su tenedor, en el que tenía un pedazo de queso, se detuvo a medio camino de la boca. Se interrumpieron las conversaciones y sólo se oyó el ruido que hizo al caer la cucharilla del presidente del sindicato. Incluso el fiscal se puso serio. Pero el hombre del parque tomó la balalaika, se la acercó al pecho, mirando de hito en hito a la elegante concurrencia, y se puso a cantar: "A las barricadas, pueblos de trabajadores..."
El alivio fue general. El sacerdote engulló el pedazo de queso y todo el mundo escuchó con interés la canción.
-¡Estupendo! - exclamó contento el fiscal golpeándose los muslos. El farmacéutico se desternillaba de risa; el presidente del sindicato tenía los ojos llenos de lágrimas. Únicamente la esposa del fiscal parecía no estar satisfecha.
-Cariño - dijo dirigiéndose a su marido -, ya va siendo tarde. ¿No te parece que los niños tendrían que ir a acostarse? A él le taparemos para que no cante más por hoy.
-Está bien - exclamó el fiscal -. El progresista, ahora, a dormir.
Ya muy avanzada la noche me retiré con los invitados que se marcharon los últimos, y se nos despidió cariñosamente. Al salir pasé junto al parque. Una funda de terciopelo con flores de color violeta lo cubría. Pero tuve la impresión de que debajo de ella sonaba suavemente la balalaika y me pareció oír una canción, e incluso comprender las palabras: "... la última batalla..."
Hice mi visita de presentación a casa del fiscal. El salón estaba casi a oscuras. Sólo a duras penas podía la luz penetrar a través de los visillos y del espesor de las plantas de adorno. La señora de la casa estaba sentada en un sillón cubierto con una funda de hilo blanco y llevaba un vestido estampado con grandes mariposas exóticas. Cada vez que por la calle pasaba un vehículo pesado, tintineaban las guirnaldas de cristal de la lámpara en forma de araña que, desde la penumbra, se inclinaba sobre mi cabeza. Cuando mis ojos se hubieron acostumbrado a la luz tamizada, descubrí en el otro rincón, bajo una palmera, una especie de parque como los que sirven para los niños, sólo que éste era mucho más alto. Detrás de los barrotes de madera, había un hombre sentado junto a una mesa, haciendo calceta.
Como la señora de la casa no me lo presentó ni le prestó la menor atención, yo no consideré adecuado preguntar quién era y, no sin esfuerzo, hice como que no me había fijado en él. Después de transcurrido el tiempo que se considera oportuno para esta clase de visitas, me levanté para despedirme. Al salir eché una mirada de curiosidad al parque, pero sólo pude observar un perfil inclinado sobre la labor. La señora del fiscal, mientras me acompañaba hasta el vestíbulo, me invitó amablemente a la fiesta del día del santo de su marido que debía celebrarse el sábado siguiente.
Por ser nuevo en la ciudad, yo no conocía sus costumbres y consideré que debía formar parte de ellas lo que había visto en el salón del fiscal. De todas maneras, estaba seguro de que pronto se aclararía todo con motivo de mi próxima visita. El sábado por la noche me acicalé y me dirigí a casa del fiscal.
Gracias a la abundante iluminación que, a cierta distancia, se reflejaba en el río, negro como la baquelita, se podía ver desde lejos la casa, la más importante de la ciudad. Encima del edificio consistorial ardía un castillo de fuegos artificiales. De ese modo, la milicia local manifestaba su participación en el general regocijo por la onomástica del fiscal. La puerta de la verja estaba abierta; el camino que llevaba hasta la casa estaba iluminado por la luz que salía de la puerta central. Yo me dirigí directamente al salón. La luz de la araña me deslumbre. Los sillones estaban desenfundados. Divisé el rostro encarnado del párroco, las caras amarillentas del farmacéutico y de su esposa, vi al doctor y a la doctora, al presidente del sindicato con su mujer y al propietario de un mísero taller que fabricaba mangos de pluma por encargo del Estado, también con su esposa. El propio fiscal salió a mi encuentro.
Mientras le expresaba mis deseos de felicidad y le entregaba mi regalo, la señora de la casa -que aquel día llevaba un vestido con una banda- me invitó a sentarme. De momento, pues, no tuve ocasión de hacer lo que quería; hasta que no participé en la conversación general, no pude volverme sin llamar la atención. No me había equivocado: en el rincón, debajo de la palmera, estaba el parque y en él el hombre, que aquel día iba vestido con un poco más de decoro; con el rostro apoyado en los brazos, parecía dormir. Tantas veces como me lo permitieron los buenos modales, me volví a mirar al rincón. Los demás asistentes, todos ellos invitados de honor del fiscal, no prestaban la menor atención al asunto; hablaban animadamente y en voz alta como suele hacerse en las fiestas onomásticas. Tal vez el que dormía había sentido mi mirada; me pareció que levantaba los párpados. Pero inmediatamente volvió a la actitud de antes, que expresaba una total indiferencia.
Durante algún rato estuve bromeando con el farmacéutico en medio de la risa general y de una alegre controversia, o intercambié ideas con el párroco, mientras intentaba, con insistencia pero en vano, descifrar aquel enigma. Luego se abrieron las puertas y los camareros trajeron una mesa en la que brillaban abigarradamente cubiertos y servilletas, manjares y botellas. En aquel momento aparecieron también los hijos del fiscal y se sentaron con nosotros a la mesa. A la vista de la cena, se animó la concurrencia y, después del primer brindis, la animación general se hizo aún más alegre. De pronto, entre el tintineo de las copas, los cuchillos y los tenedores, entre la risa argentina de las mujeres y los chistes atronadores de los hombres, sonó una canción. En efecto, el que estaba dentro del parque cantaba: "Volga, Volga...". La nostálgica canción iba acompañada del suave tañido de una balalaika. Los presentes lo tomaron con la misma indiferencia que si cantara un pájaro. Cantó luego "Ojos negros" y, con un poco más de alegría, "Nosotros, los de la asociación juvenil..." En aquel momento servían ya el postre; la mesa estaba envuelta en una nube de humo de cigarrillos. Observé que los niños del fiscal, después de pedir permiso a su padre, tomando de la mesa la botella de kirsch, se dirigían al parque y daban de beber al hombre a través de los barrotes.
Éste había dejado la balalaika a un lado y bebía tranquilamente; luego cantó dos o tres estrofas de "¡Adelante, soldados de la libertad!" o de la "Canción del tractorista". Como yo me había enfrascado en una discusión con el párroco acerca de las teorías de Darwin, no podía observarle con detalle, aunque procuraba no perder de vista el rincón. El párroco argumentaba de la siguiente forma: "Hay gente que sostiene que el hombre desciende del mono. Sólo una cosa es evidente, y es que quien dice esas tonterías, seguro que desciende del mono". Pese a que estaba algo enturbiado por el alcohol, pude comprobar que la bebida también había hecho su efecto en el hombre del parque.
-Usted seguramente no sabe quién es este hombre - me dijo riendo el dueño de la casa, que, por lo visto, hasta entonces no se había dado cuenta de mi curiosidad. -Un capricho de mi mujer. No quería tener en el salón un canario o algo por el estilo, porque sostenía que era demasiado vulgar. Por eso le busqué un progresista vivo. No tenga miedo, es completamente manso.
Los invitados echaron una mirada divertida al hombre de la balalaika. El fiscal añadió:
-Es oriundo del país. Durante un par de años anduvo suelto, sabe usted, e incluso ocasionó algunos daños. Pero ahora está completamente domesticado. Le podemos tener en casa sin ningún peligro. Hace calceta, toca la balalaika y canta. A veces, confieso que tengo la impresión de que siente algo así como nostalgia.
-Tal vez echa de menos la libertad, la actividad; en el fondo es un progresista - dije yo tímidamente.
-¿Cree usted que aquí no le tratamos bien? - replicó indignado el fiscal-. Tiene la vida asegurada, tranquilidad, ninguna clase de preocupaciones. Incluso hemos conseguido que coma de nuestra mano. Usted mismo lo ha podido ver. Ya no es peligroso. Sólo el día de la fiesta nacional y del aniversario de la Revolución le dejamos volar un poco. Pero siempre vuelve. Claro que nuestra ciudad es pequeña. ¿Dónde podría esconderse?
Cuando el fiscal me hubo dado estas explicaciones, el hombre de quien se hablaba miró al cielo y en su frente se formaron unas arrugas. Bajo aquella mirada, el párroco se quedó aterrado; su tenedor, en el que tenía un pedazo de queso, se detuvo a medio camino de la boca. Se interrumpieron las conversaciones y sólo se oyó el ruido que hizo al caer la cucharilla del presidente del sindicato. Incluso el fiscal se puso serio. Pero el hombre del parque tomó la balalaika, se la acercó al pecho, mirando de hito en hito a la elegante concurrencia, y se puso a cantar: "A las barricadas, pueblos de trabajadores..."
El alivio fue general. El sacerdote engulló el pedazo de queso y todo el mundo escuchó con interés la canción.
-¡Estupendo! - exclamó contento el fiscal golpeándose los muslos. El farmacéutico se desternillaba de risa; el presidente del sindicato tenía los ojos llenos de lágrimas. Únicamente la esposa del fiscal parecía no estar satisfecha.
-Cariño - dijo dirigiéndose a su marido -, ya va siendo tarde. ¿No te parece que los niños tendrían que ir a acostarse? A él le taparemos para que no cante más por hoy.
-Está bien - exclamó el fiscal -. El progresista, ahora, a dormir.
Ya muy avanzada la noche me retiré con los invitados que se marcharon los últimos, y se nos despidió cariñosamente. Al salir pasé junto al parque. Una funda de terciopelo con flores de color violeta lo cubría. Pero tuve la impresión de que debajo de ella sonaba suavemente la balalaika y me pareció oír una canción, e incluso comprender las palabras: "... la última batalla..."
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