Este hombre que ahora parece un anciano inofensivo y vacilante, en una noche de Enero de 1942, cuando apenas había cumplido los veintidós años de edad, entró a la habitación de Eulalia Pereyra y le sacó el corazón con un cuchillo de cocina. Y así, con este músculo sangrante en la mano, caminó hasta el bodegón de Los Ferro, y lo tiró sobre la mesa donde Victoriano Sosa y el Yuyo Rodas estaban jugando al tute cabrero con un par de parroquianos que ni vale la pena mencionar.
Inmediatamente después que Fausto Leiva vio cómo el corazón de Eulalia manchaba las barajas con sus coágulos, derribaba los vasos de vino tinto y se entremezclaba con los maníes y las aceitunas. Lo tomó a Victoriano Sosa por su pañuelo de cuello y le cortó la garganta de un solo tajo. No sin antes murmurarle: ¡Quedó jodida la Eulalia... de tanto esperarte!...
El Yuyo Rodas empezó a transpirar de pavura porque se la vio venir. Mientras Victoriano se desangraba sobre el piso de tierra con disciplinada resignación y ensayaba una mueca de dolor que se parecía a una sonrisa o a una amenaza. El Yuyo se hizo de un puñal sucio que ostentaba antiguas despedidas y lo invitó al Fausto a salir al baldío de la esquina.
Yuyo sabía que las probabilidades de ganar esta disputa eran remotas. Fausto, a pesar de su juventud, ya era un mal entretenido y experimentado hombre del suburbio, acostumbrado a dirimir asuntos como estos, y a salir siempre victorioso.
La luna se vaciaba en el baldío con cierta inocencia. Ambos puñales estaban angurrientos de supervivencia. Uno de esos puñales temblaba e intuía que iba encontrarse con su destino de turro torcido. El otro no. El otro brillaba y se sacudía en el aire de la noche como una sombra de acero, sabiéndose absuelto de antemano por pura nobleza. Uno de esos puñales sabía que iba a terminar hundido en el barro, hambriento y oxidado. El otro no. El otro se llevaría consigo la carne y el alma de su contrincante, hasta la última gota.
Sólo bastaron un par de miradas y algunos zigzagueos enérgicos para que Fausto enterrara, literalmente, su cuchillo furioso en el pecho de su adversario. Y dicen que ahí mismo lo dejó. No sin antes comentar, ante el cadáver nuevito y perplejo de Yuyo, algo que era casi como una sentencia o como un remordimiento: ¡Así no se mata a un hombre!...
Pero en realidad, estaba hablando de sí mismo. Fausto encendió un pucho y regresó al bodegón de Los Ferro a empaparse de ginebra y de silencio. Entró directamente hasta el estaño, mirando al caminar la punta de sus zapatos. Al llegar, echó un vistazo a su alrededor, y ninguno de los presentes se atrevió a mirarlo a los ojos. Mucho menos a la espalda. Nadie hizo un gesto de más, ni un sonido de menos, tal vez; para no interrumpir la melodía de la muerte.
Siendo muy chico escuché el relato de estos crímenes en una mesa del bar Oviedo, que está en la esquina de Lisandro de La Torre y Avenida de Los Corrales, en el barrio de Mataderos; donde yo solía acompañar a mi padre a masticar su ginebra, sus disgustos sociales y sus cigarrillos negros.
Fausto había sido un boyerito de pies descalzos durante toda su infancia. Abandonado por unos padres que nunca conoció, y forzado a sobrevivir en los mataderos de los años '20 casi como un animalito, por un poco de comida diaria, y durmiendo en fardos de pasto o en bolsas de avena, entre monturas y recados que significaban su hogar. Como un guachito que recibía favores y agresiones en la misma proporción. Entre gente de avería. Se hizo diestro en el manejo del cuchillo por su elevado afán de conservación y desarrolló tanta guapeza como tristeza, debido a sus orígenes.
Cuando iba por los catorce años se hizo amigo de Victoriano y de Yuyo, dos guapos muy temidos en los corrales de entonces, que se vanagloriaban del alegre prestigio de llevar un par de muertes encima, y que lo superaban en edad. Fausto los tomó como ídolos a quienes ya conocían el arte de chupar hasta mamarse, y acuchillar infelices desprevenidos en los potreros del suburbio. Disfrutaban llevándolo a recorrer los prostíbulos que bordeaban la Avda. General Paz, y que ofrecía putas de 20, 30 y 50 centavos. Siempre buscaban a las minas más caras porque con las jóvenes se corrían menos riesgo de pescarse una enfermedad venérea. Contraer una sífilis era un trágico acontecimiento a dos décadas de descubrirse la penicilina.
Alguna vez, Victoriano y Yuyo, lo entrenaron para que supiese defenderse en las peleas con cuchillo. Y estaban orgullosos de ver cómo Fausto aprendía rápidamente los secretos de dichos combates, y se movía ante ellos con extrema velocidad y un instinto asesino, que muchas veces los puso en peligro a ellos mismos, en estas parodias organizadas. Si el boyerito Fausto les encajaba algún tajo accidental en medio de estos ensayos, se echaban a reír hasta descomponerse y terminaban celebrando el acontecimiento con abundante vino y bebida blanca.
No faltó oportunidad de que lo empujaran a entreverarse con algún desconocido que visitaba los prostíbulos con la sola idea de probar su hombría. Y nunca tuvieron necesidad de salir en su defensa, porque Fausto siempre hizo gala de un ensañamiento feroz y terminaba con cualquiera que se le pusiera por delante, por grande que fuera, y por furioso que estuviera. La destreza de Fausto estaba en sus piernas ágiles y en sus brazos largos, que le dejaban a sus oponentes, la perturbadora sensación de estar peleando con dos personas al mismo tiempo. Y ni qué hablar de aquella frialdad demoledora en el momento de decidir la suerte ajena.
La tarde en que Fausto conoció a Eulalia, una jovencita de su misma edad; éste se estaba recuperando de la borrachera del mediodía, apoyado en un árbol de moras de la avenida. General Paz, frente a los prostíbulos. Victoriano y Yuyo, advirtieron inmediatamente que el boyerito se les había enamorado a primera vista. Los guapos se cruzaron una mirada cómplice, sin saber que en aquello que estaban tramando en ese instante, se les estaba yendo la vida.
Al llegar la noche, Victoriano y Yuyo, se combinaron estratégicamente. El primero para correr hasta el quilombo y pagar por los favores de Eulalia a escondidas del ingenuo enamorado. Victoriano se comportó como un animal, mientras se abusaba de ella por unas monedas, y la castigó varias veces pegándole con una toalla mojada, cosa de evitar las marcas. Obligándola a todo tipo de humillaciones físicas, y amenazándola con no decir de esto ni una palabra a nadie, a riesgo de aparecer apuñalada y arrojada en el arroyo Cildañez.
A todo esto; Yuyo lo entretenía a Fausto en el boliche con la excusa de jugar al truco y tomar unas ginebras, con la consigna de demorarlo hasta el regreso de Victoriano, tal cual lo habían acordado en aquella mirada. Y así, medio en pedo como lo tenían, se lo llevaron a Fausto hasta la habitación donde recibía Eulalia y se lo metieron adentro para que el pibe se sacara las ganas.
Se comenta que Fausto se encontró con una Eulalia muy dolorida y todavía ensangrentada, por la brutalidad y el desprecio que Victoriano había ejercido sobre ella. También se supo que a Fausto se le había pasado el pedo en un santiamén.
Ahí nomás fue que empezó a cuidar de ella. Usó todo su tiempo tratando de consolarla y curarla. Y la limpió como pudo, usando partes de una sábana. Eulalia lloró desesperadamente, como lo que era, como una niña, hasta terminar quedándose dormida en los brazos de Fausto, y casi en posición fetal.
Al rato ocurrió que un griego que apenas balbuceaba el castellano, quiso entrar a la fuerza, argumentando quién sabe qué cosas, quizás equivocado de habitación o mal informado, y se trenzó en una discusión con Fausto que lo atropelló inmediatamente, prohibiéndole la entrada. El griego, un tanto borracho y torpe; extraía dinero de sus bolsillos y lo mostraba, señalándola a Eulalia. Fausto, ni lerdo ni perezoso, lo arrebató de un cabezazo en medio de la nariz y el tipo comenzó a sangrar y a sostenerse el rostro con dolor y con desesperación, mientras lloraba infantilmente. Ahí nomás, el griego, sacó un revolver de entre sus ropas. Y Fausto, reaccionó con todos sus reflejos, tomó su cuchillo, y dando un salto se abalanzó sobre el turista y se lo clavó a la altura de la ingle. Una vez que lo hundió lo suficiente, agarró el puñal con ambas manos y lo levantó casi por encima de su cuerpo, proporcionándole un tajo que le subió hasta el abdomen. Y lo dejó tirado ahí, muriéndose del susto y de otras cosas.
Eulalia y Fausto, se escaparon del lugar para no verse perjudicados por esa muerte absurda. Empezaron a convivir en los corrales. Fausto consiguió que le prestaran una casilla abandonada, por intermedio de algunos contactos que tenían Victoriano y Yuyo. Y éstos también se encargaron de limpiar la muerte del griego. Se llevaron el cuerpo en carreta hasta Puente La Noria y lo tiraron al Riachuelo. Y nunca más se supo.
La amistad entre ellos parecía fortalecerse cada vez más, de no haber ocurrido lo que ocurrió. Todas las tardes, y casi hasta el anochecer, Yuyo tenía la tarea de entretenerlo a Fausto en el boliche, mientras Victoriano la visitaba a Eulalia, y le exigía que lo atendiera como alguna vez lo hizo en el prostíbulo, bajo la amenaza de contarle a la policía acerca de la muerte del griego.
Y aquello fue ocurriendo durante varios meses, hasta que llegó a oídos de Fausto y éste no tuvo más remedio que ir por el corazón de Eulalia y la dignidad perdida de aquellos guapos.
Las bajezas de la traición ocupan almas vacías y cerebros en permanente estado de descomposición. Y pensar que la justicia la trajo un hombre que ya estaba muerto, y que sigue así desde entonces.
Inmediatamente después que Fausto Leiva vio cómo el corazón de Eulalia manchaba las barajas con sus coágulos, derribaba los vasos de vino tinto y se entremezclaba con los maníes y las aceitunas. Lo tomó a Victoriano Sosa por su pañuelo de cuello y le cortó la garganta de un solo tajo. No sin antes murmurarle: ¡Quedó jodida la Eulalia... de tanto esperarte!...
El Yuyo Rodas empezó a transpirar de pavura porque se la vio venir. Mientras Victoriano se desangraba sobre el piso de tierra con disciplinada resignación y ensayaba una mueca de dolor que se parecía a una sonrisa o a una amenaza. El Yuyo se hizo de un puñal sucio que ostentaba antiguas despedidas y lo invitó al Fausto a salir al baldío de la esquina.
Yuyo sabía que las probabilidades de ganar esta disputa eran remotas. Fausto, a pesar de su juventud, ya era un mal entretenido y experimentado hombre del suburbio, acostumbrado a dirimir asuntos como estos, y a salir siempre victorioso.
La luna se vaciaba en el baldío con cierta inocencia. Ambos puñales estaban angurrientos de supervivencia. Uno de esos puñales temblaba e intuía que iba encontrarse con su destino de turro torcido. El otro no. El otro brillaba y se sacudía en el aire de la noche como una sombra de acero, sabiéndose absuelto de antemano por pura nobleza. Uno de esos puñales sabía que iba a terminar hundido en el barro, hambriento y oxidado. El otro no. El otro se llevaría consigo la carne y el alma de su contrincante, hasta la última gota.
Sólo bastaron un par de miradas y algunos zigzagueos enérgicos para que Fausto enterrara, literalmente, su cuchillo furioso en el pecho de su adversario. Y dicen que ahí mismo lo dejó. No sin antes comentar, ante el cadáver nuevito y perplejo de Yuyo, algo que era casi como una sentencia o como un remordimiento: ¡Así no se mata a un hombre!...
Pero en realidad, estaba hablando de sí mismo. Fausto encendió un pucho y regresó al bodegón de Los Ferro a empaparse de ginebra y de silencio. Entró directamente hasta el estaño, mirando al caminar la punta de sus zapatos. Al llegar, echó un vistazo a su alrededor, y ninguno de los presentes se atrevió a mirarlo a los ojos. Mucho menos a la espalda. Nadie hizo un gesto de más, ni un sonido de menos, tal vez; para no interrumpir la melodía de la muerte.
Siendo muy chico escuché el relato de estos crímenes en una mesa del bar Oviedo, que está en la esquina de Lisandro de La Torre y Avenida de Los Corrales, en el barrio de Mataderos; donde yo solía acompañar a mi padre a masticar su ginebra, sus disgustos sociales y sus cigarrillos negros.
Fausto había sido un boyerito de pies descalzos durante toda su infancia. Abandonado por unos padres que nunca conoció, y forzado a sobrevivir en los mataderos de los años '20 casi como un animalito, por un poco de comida diaria, y durmiendo en fardos de pasto o en bolsas de avena, entre monturas y recados que significaban su hogar. Como un guachito que recibía favores y agresiones en la misma proporción. Entre gente de avería. Se hizo diestro en el manejo del cuchillo por su elevado afán de conservación y desarrolló tanta guapeza como tristeza, debido a sus orígenes.
Cuando iba por los catorce años se hizo amigo de Victoriano y de Yuyo, dos guapos muy temidos en los corrales de entonces, que se vanagloriaban del alegre prestigio de llevar un par de muertes encima, y que lo superaban en edad. Fausto los tomó como ídolos a quienes ya conocían el arte de chupar hasta mamarse, y acuchillar infelices desprevenidos en los potreros del suburbio. Disfrutaban llevándolo a recorrer los prostíbulos que bordeaban la Avda. General Paz, y que ofrecía putas de 20, 30 y 50 centavos. Siempre buscaban a las minas más caras porque con las jóvenes se corrían menos riesgo de pescarse una enfermedad venérea. Contraer una sífilis era un trágico acontecimiento a dos décadas de descubrirse la penicilina.
Alguna vez, Victoriano y Yuyo, lo entrenaron para que supiese defenderse en las peleas con cuchillo. Y estaban orgullosos de ver cómo Fausto aprendía rápidamente los secretos de dichos combates, y se movía ante ellos con extrema velocidad y un instinto asesino, que muchas veces los puso en peligro a ellos mismos, en estas parodias organizadas. Si el boyerito Fausto les encajaba algún tajo accidental en medio de estos ensayos, se echaban a reír hasta descomponerse y terminaban celebrando el acontecimiento con abundante vino y bebida blanca.
No faltó oportunidad de que lo empujaran a entreverarse con algún desconocido que visitaba los prostíbulos con la sola idea de probar su hombría. Y nunca tuvieron necesidad de salir en su defensa, porque Fausto siempre hizo gala de un ensañamiento feroz y terminaba con cualquiera que se le pusiera por delante, por grande que fuera, y por furioso que estuviera. La destreza de Fausto estaba en sus piernas ágiles y en sus brazos largos, que le dejaban a sus oponentes, la perturbadora sensación de estar peleando con dos personas al mismo tiempo. Y ni qué hablar de aquella frialdad demoledora en el momento de decidir la suerte ajena.
La tarde en que Fausto conoció a Eulalia, una jovencita de su misma edad; éste se estaba recuperando de la borrachera del mediodía, apoyado en un árbol de moras de la avenida. General Paz, frente a los prostíbulos. Victoriano y Yuyo, advirtieron inmediatamente que el boyerito se les había enamorado a primera vista. Los guapos se cruzaron una mirada cómplice, sin saber que en aquello que estaban tramando en ese instante, se les estaba yendo la vida.
Al llegar la noche, Victoriano y Yuyo, se combinaron estratégicamente. El primero para correr hasta el quilombo y pagar por los favores de Eulalia a escondidas del ingenuo enamorado. Victoriano se comportó como un animal, mientras se abusaba de ella por unas monedas, y la castigó varias veces pegándole con una toalla mojada, cosa de evitar las marcas. Obligándola a todo tipo de humillaciones físicas, y amenazándola con no decir de esto ni una palabra a nadie, a riesgo de aparecer apuñalada y arrojada en el arroyo Cildañez.
A todo esto; Yuyo lo entretenía a Fausto en el boliche con la excusa de jugar al truco y tomar unas ginebras, con la consigna de demorarlo hasta el regreso de Victoriano, tal cual lo habían acordado en aquella mirada. Y así, medio en pedo como lo tenían, se lo llevaron a Fausto hasta la habitación donde recibía Eulalia y se lo metieron adentro para que el pibe se sacara las ganas.
Se comenta que Fausto se encontró con una Eulalia muy dolorida y todavía ensangrentada, por la brutalidad y el desprecio que Victoriano había ejercido sobre ella. También se supo que a Fausto se le había pasado el pedo en un santiamén.
Ahí nomás fue que empezó a cuidar de ella. Usó todo su tiempo tratando de consolarla y curarla. Y la limpió como pudo, usando partes de una sábana. Eulalia lloró desesperadamente, como lo que era, como una niña, hasta terminar quedándose dormida en los brazos de Fausto, y casi en posición fetal.
Al rato ocurrió que un griego que apenas balbuceaba el castellano, quiso entrar a la fuerza, argumentando quién sabe qué cosas, quizás equivocado de habitación o mal informado, y se trenzó en una discusión con Fausto que lo atropelló inmediatamente, prohibiéndole la entrada. El griego, un tanto borracho y torpe; extraía dinero de sus bolsillos y lo mostraba, señalándola a Eulalia. Fausto, ni lerdo ni perezoso, lo arrebató de un cabezazo en medio de la nariz y el tipo comenzó a sangrar y a sostenerse el rostro con dolor y con desesperación, mientras lloraba infantilmente. Ahí nomás, el griego, sacó un revolver de entre sus ropas. Y Fausto, reaccionó con todos sus reflejos, tomó su cuchillo, y dando un salto se abalanzó sobre el turista y se lo clavó a la altura de la ingle. Una vez que lo hundió lo suficiente, agarró el puñal con ambas manos y lo levantó casi por encima de su cuerpo, proporcionándole un tajo que le subió hasta el abdomen. Y lo dejó tirado ahí, muriéndose del susto y de otras cosas.
Eulalia y Fausto, se escaparon del lugar para no verse perjudicados por esa muerte absurda. Empezaron a convivir en los corrales. Fausto consiguió que le prestaran una casilla abandonada, por intermedio de algunos contactos que tenían Victoriano y Yuyo. Y éstos también se encargaron de limpiar la muerte del griego. Se llevaron el cuerpo en carreta hasta Puente La Noria y lo tiraron al Riachuelo. Y nunca más se supo.
La amistad entre ellos parecía fortalecerse cada vez más, de no haber ocurrido lo que ocurrió. Todas las tardes, y casi hasta el anochecer, Yuyo tenía la tarea de entretenerlo a Fausto en el boliche, mientras Victoriano la visitaba a Eulalia, y le exigía que lo atendiera como alguna vez lo hizo en el prostíbulo, bajo la amenaza de contarle a la policía acerca de la muerte del griego.
Y aquello fue ocurriendo durante varios meses, hasta que llegó a oídos de Fausto y éste no tuvo más remedio que ir por el corazón de Eulalia y la dignidad perdida de aquellos guapos.
Las bajezas de la traición ocupan almas vacías y cerebros en permanente estado de descomposición. Y pensar que la justicia la trajo un hombre que ya estaba muerto, y que sigue así desde entonces.
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