FIORELLA
El anciano me pregunta otra vez. Cree que su insistencia cambiará el efecto de las cosas. Se apoya en la baranda de arabescos que forman espirales. Ayer también tocó el timbre de la casa.
Respira con dificultad. Debe padecer asma. Es delgado como un junco. Asegura que aquí vive su hija Fiorella. Hace treinta años que no la ve. Le explico todo lo que sé una vez más. Compré la propiedad después de un divorcio. Ignoro todo sobre esa mujer.
Él insiste. Me muestra una foto color sepia. Así llevaba yo el cabello a esa edad. Hace tintinear unas monedas en el bolsillo de su abrigo. Habla un italiano muy cerrado. Lleva un papel con mi dirección. Sus ojos se notan agotados. Han perdido el júbilo de la primera vez. Mechones de pelo blanco se mueven al ritmo de sus vocablos. Lleva la montura de los anteojos arreglado con cinta adhesiva.
-Abuelo, debe haber una confusión. Quiere pasar y cerciorarse. Tomo la decisión. Le digo - adelante.
Sus ojos se pasean con lentitud por los objetos, espera que aparezca algo que lo sorprenda. Toma el cenicero y me explica que ese cristal es de Murano.
Asombrada, le digo que lo compramos con mí ex en Italia.
La mucama trae una taza de café y galletas de sémola.
Bebe con avidez. Tienen el sabor de las que amasaba su mujer. Los vecinos sentían el aroma a vainilla desde sus hogares.
Una lagrima pequeña, apenas visible, se desliza por su mejilla. Se convierten un retacito de diamante que refracta la luz del sol.
-Si sabe algo de mi hija, llámeme. Me entrega una tarjeta de la pensión.
-El sábado vuelvo a Italia si no la encuentro. En el pueblo me ayudaron con la plata para el pasaje.
Lo dice como un general que sabe de antemano que ha perdido la batalla. Se retira toma el camino hacia la estación. Duele su desesperanza. Hace daño su pena. Cierro la puerta. Me miro en el espejo del recibidor.
-Yo soy yo, me digo.
Suena el teléfono.
-Hola Dr. Ramos. ¿Cómo esta usted? Hoy me acordé de tomar la dosis elevada.
-La felicito. Veo que esa memoria va mejorando, Fiorella.
Respira con dificultad. Debe padecer asma. Es delgado como un junco. Asegura que aquí vive su hija Fiorella. Hace treinta años que no la ve. Le explico todo lo que sé una vez más. Compré la propiedad después de un divorcio. Ignoro todo sobre esa mujer.
Él insiste. Me muestra una foto color sepia. Así llevaba yo el cabello a esa edad. Hace tintinear unas monedas en el bolsillo de su abrigo. Habla un italiano muy cerrado. Lleva un papel con mi dirección. Sus ojos se notan agotados. Han perdido el júbilo de la primera vez. Mechones de pelo blanco se mueven al ritmo de sus vocablos. Lleva la montura de los anteojos arreglado con cinta adhesiva.
-Abuelo, debe haber una confusión. Quiere pasar y cerciorarse. Tomo la decisión. Le digo - adelante.
Sus ojos se pasean con lentitud por los objetos, espera que aparezca algo que lo sorprenda. Toma el cenicero y me explica que ese cristal es de Murano.
Asombrada, le digo que lo compramos con mí ex en Italia.
La mucama trae una taza de café y galletas de sémola.
Bebe con avidez. Tienen el sabor de las que amasaba su mujer. Los vecinos sentían el aroma a vainilla desde sus hogares.
Una lagrima pequeña, apenas visible, se desliza por su mejilla. Se convierten un retacito de diamante que refracta la luz del sol.
-Si sabe algo de mi hija, llámeme. Me entrega una tarjeta de la pensión.
-El sábado vuelvo a Italia si no la encuentro. En el pueblo me ayudaron con la plata para el pasaje.
Lo dice como un general que sabe de antemano que ha perdido la batalla. Se retira toma el camino hacia la estación. Duele su desesperanza. Hace daño su pena. Cierro la puerta. Me miro en el espejo del recibidor.
-Yo soy yo, me digo.
Suena el teléfono.
-Hola Dr. Ramos. ¿Cómo esta usted? Hoy me acordé de tomar la dosis elevada.
-La felicito. Veo que esa memoria va mejorando, Fiorella.
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