martes, 5 de octubre de 2010

MARISA PRESTI


EL SOMBRERO

Testigo de lo que pasó aquella tarde, eso fui. Tuve que contarlo más veces de lo que hubiera deseado, pero las circunstancias me presionaban. Todos querían saber. Me paraban por la calle, llamaban a mi teléfono, dejaban mensajes debajo de la puerta. Los hechos trágicos necesitan ser exorcizados una y otra vez a través de la palabra, es el remedio terapéutico de la gente sencilla como es la de mi pueblo. Por eso no me negué; respondí a sus preguntas cuantas veces me las hicieron. Al principio era escueto, pero de tanto repetirlo, sin darme cuenta fui agregando algún detalle en el relato. Enriquecí la escenografía, incluí personajes, y a la protagonista le modifiqué la vestimenta, en verdad la pinté más linda de lo que era. Todo sumaba para llegar a una versión realmente inquietante. Me entusiasmé tanto con mi inventiva, que no medí el único riesgo al que quedaría expuesto: no poder distinguir la verdad de la fantasía. Y eso me sucedió, lo que me trabó al punto de sentirme un farsante. Usted ahora me pide que le cuente los hechos con rigor periodístico, y en esto no puedo comprometerme. En última instancia, deberá evaluar usted si la calidad de la fuente merece su confianza. Yo, personalmente, no garantizo nada pero voy a hacer el esfuerzo de contarlo una vez más, y que sea lo que sea.
Era una apacible tarde de otoño, apenas una suave brisa se hacía sentir sobre los soleados jardines del Paseo Norte, sobre la ribera del río. Iba distraído, pateando las pedrecillas del camino, cuando la vi venir caminando por un sendero paralelo. Me llamó la atención la elegancia de su andar, pero al acercarme no pude menos que apreciar la belleza de sus rasgos, enmarcados con un cabello brillante y delicadamente rizado. Llevaba un vestido violeta, de esas telas caras y brillantes que solo usa la gente de alcurnia. Crucé frente a ella, y unos pasos más adelante no pude evitar el interés que me provocaba, por eso di la vuelta y la seguí. Creo que ella no notó mi presencia porque su andar continuó sereno; además, nunca dio vuelta la cabeza para observarme. Caminamos más de media hora, uno detrás del otro, hasta que algo sucedió que la hizo detener el paso. Disimulé lo más que pude mi presencia, sin dejar de observarla, y entonces pude ver claramente un sombrero negro que venía rodando, o mejor dicho que casi volaba con el viento, hasta detenerse a los pies de ella. Se inclinó hasta agarrarlo con sus finas manos enguantadas, lo sacudió un poco, pienso que para quitarle la tierra del camino y así pude verlo bien: era un hermoso sombrero de ala ancha, adornado con una cinta y ese tul tan sugerente que suele cubrir la mirada femenina. Creo que estaba desconcertada; la vi mirar hacia todos lados, seguramente buscando a la posible dueña, aunque sólo se distinguían algunas personas muy a lo lejos. Aproveché el momento para ocultarme detrás de unos arbustos. Me sentía ridículo, como un colegial haciendo travesuras y me preguntaba una y otra vez por qué estaba espiándola. La respuesta me llegó unos minutos más tarde, cuando la hermosa dama se puso el sombrero. Realmente le quedaba bien, no pude menos que admirarla. De pronto se puso a caminar y tuve que apurarme para salir de mi escondite. Y es aquí, señor, cuando sucedió lo inesperado. En esto no fantaseo, fueron mis propios ojos los que la vieron. Junto a un soplo de brisa, el viento la levantó suavemente, llevándola como a un frágil papel hacia las alturas. No sé si gritó. Quizás fue mi imaginación la que grabó un grito desesperado en mi corazón. Pero la vi irse con el sombrero hasta volverse un pequeño punto oscuro en el horizonte.

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