EL DESTINO DE BALDOMIR
El aspecto es lo de menos, me dije. El agente de la inmobiliaria, tenía razón. Mi presupuesto como fotógrafo de eventos, era muy bajo y no podía pretender más de que lo que estaba mirando. El aviso decía: Mono ambiente en PB Interno y luminoso. El gancho como anuncio. La verdad sobre el cuartito del fondo, sí, estaba al fondo de la destartalada casa. Era mi realidad, algo mejor no lo podría pagar.
Pude vivir allí. Construí dentro de ese pequeño sitio, mi lugar. Al entrar, sobre la pared del fondo, mis amores imposibles, las platinadas rubias de Hollywood: Marilyn, Rita, como una llama, Ingrid de Casablanca, Marlene y Greta Garbo, deslumbrándome, enigmática, con una ceja levemente levantada, diciendo no te metas con mi vida. En la pared de la derecha, sobre mi cama turca, a los que admiro muy dentro mío. Desde abajo y con la diáfana certidumbre de no poder alcanzarlos. Están inexpresivos, Shakespeare, Cervantes, Cortázar, con su mirada fuerte, Hemingway derramando vida, Kafka, Capote, María Elena Walsh, que endulzaba mi niñez, supe entonces como eran los jacarandas, también el Borges regordete y joven junto a Bioy, y el otro, sosteniendo un bastón, con la mirada perdida, contemplando su Aleph.
Los que no lo viven, no lo entienden. Pocas son mis pertenencias, delante de mi cama turca, la manta que la cubre está ya descolorida, hay almohadones, de los que he olvidado su origen una mesa baja, en ella acumuló objetos que me recuerdan un lugar, un instante, o alguien a quien quise y ya no está. La repisa con la vajilla necesaria, y no más. Un par de máquinas de fotografiar, y la estrella, el equipo de audio y mi música. Ella que templa mis días, o mi soledad. Un par de sillas con papeles, cuadernos y más cuadernos, donde algún día, pueda editar algo, si a una editorial le resultara de interés.
Conocí a Cornelius en un café irlandés. Estaba tomando una tibia cerveza negra. Él trataba de cantar canciones en un idioma que yo no conocía. De cualquier manera las sentía como algo mío que hubiera perdido. Nos pusimos a conversar. Así supe del origen celta de sus letras. Terminamos de madrugada, inmersos entre cuentos de Bardos y dioses Celtas que yo desconocía. Nos hicimos amigos. Teníamos una afinidad que nos extrañó a ambos. Me invitó a su casa. No podría ser otra, luego supe era arquitecto. Era de una áspera estructura Celta. Presidiendo la sala se erguía una columna, réplica de una que se encontraba en la puerta de una iglesia en Irlanda. Todo allí era una perfecta mixtura, cálida y pagana. Me subyugaba. Él se sorprendía por mi interés y conocimiento. Sin él saberlo, estaba ante un loco por la lectura y las raíces de los pueblos. Mañana te invito a mi castillo. Le dije. Cenaremos pizza.
Nos encontramos en el centro, y de allí hasta Floresta, cuadras de casas viejas. Caminamos el largo pasillo. Conocerás la verdad sobre el cuartito del fondo. El aspecto es lo de menos, me contestó. Cuando entró, me dijo: Tu ambiente es tu reflejo. ¿Es un elogio? ¡Si, hombre! me dijo riendo. Pasó un tiempo y Cornelius casi prefería mí casa. En el barrio se hablaba del inquilino del cuartito del fondo y ése extraño amigo que solía pasar casi toda la noche. Les resonaba orgiástico, casi un escándalo.
Luego de un tiempo, regresaba esa noche Baldomir a su cuartito. Los bomberos estaban en la puerta de calle y los vecinos mirando. Al acercarse, vio su vivienda envuelta en llamas. La desolación se pintó en su cara. Había perdido todo. Lloró sentado en el cordón de la vereda. Amanecía cuando los bomberos recogían sus mangueras y los vecinos se volvían a sus casas. Baldomir quedó solo. Fue hasta un teléfono público, y habló con Cornelius, le contó su desgracia. Salgo para allí, dijo.
Sería un lunes bien negro. Eso cambiaría el destino de Baldomir.
Llegó Cornelius y lo abrazó con afecto. Se sentaron sobre el cordón de la vereda, frente a la puerta abierta del pasillo. Miraron. No quedaba más que un poco de mampostería en pié. Baldomir, dijo Cornelius: Tengo una invitación para hacerte. En un mes, viajaré a Paris, allí visitaré a mis padres, y luego me largo a la aventura del camino Celta en la Bretaña. Muchas veces lo postergué. Quiero andar, ver, tocar esas piedras. Vos sabés a lo que me refiero. Sería para mí una alegría poder hacerlo con un amigo y mis padres se alegrarán.¿Me acompañás?
Mañana te contesto que sí, Cornelius. Quizá, sea tiempo de parar y dar de nuevo.
Pude vivir allí. Construí dentro de ese pequeño sitio, mi lugar. Al entrar, sobre la pared del fondo, mis amores imposibles, las platinadas rubias de Hollywood: Marilyn, Rita, como una llama, Ingrid de Casablanca, Marlene y Greta Garbo, deslumbrándome, enigmática, con una ceja levemente levantada, diciendo no te metas con mi vida. En la pared de la derecha, sobre mi cama turca, a los que admiro muy dentro mío. Desde abajo y con la diáfana certidumbre de no poder alcanzarlos. Están inexpresivos, Shakespeare, Cervantes, Cortázar, con su mirada fuerte, Hemingway derramando vida, Kafka, Capote, María Elena Walsh, que endulzaba mi niñez, supe entonces como eran los jacarandas, también el Borges regordete y joven junto a Bioy, y el otro, sosteniendo un bastón, con la mirada perdida, contemplando su Aleph.
Los que no lo viven, no lo entienden. Pocas son mis pertenencias, delante de mi cama turca, la manta que la cubre está ya descolorida, hay almohadones, de los que he olvidado su origen una mesa baja, en ella acumuló objetos que me recuerdan un lugar, un instante, o alguien a quien quise y ya no está. La repisa con la vajilla necesaria, y no más. Un par de máquinas de fotografiar, y la estrella, el equipo de audio y mi música. Ella que templa mis días, o mi soledad. Un par de sillas con papeles, cuadernos y más cuadernos, donde algún día, pueda editar algo, si a una editorial le resultara de interés.
Conocí a Cornelius en un café irlandés. Estaba tomando una tibia cerveza negra. Él trataba de cantar canciones en un idioma que yo no conocía. De cualquier manera las sentía como algo mío que hubiera perdido. Nos pusimos a conversar. Así supe del origen celta de sus letras. Terminamos de madrugada, inmersos entre cuentos de Bardos y dioses Celtas que yo desconocía. Nos hicimos amigos. Teníamos una afinidad que nos extrañó a ambos. Me invitó a su casa. No podría ser otra, luego supe era arquitecto. Era de una áspera estructura Celta. Presidiendo la sala se erguía una columna, réplica de una que se encontraba en la puerta de una iglesia en Irlanda. Todo allí era una perfecta mixtura, cálida y pagana. Me subyugaba. Él se sorprendía por mi interés y conocimiento. Sin él saberlo, estaba ante un loco por la lectura y las raíces de los pueblos. Mañana te invito a mi castillo. Le dije. Cenaremos pizza.
Nos encontramos en el centro, y de allí hasta Floresta, cuadras de casas viejas. Caminamos el largo pasillo. Conocerás la verdad sobre el cuartito del fondo. El aspecto es lo de menos, me contestó. Cuando entró, me dijo: Tu ambiente es tu reflejo. ¿Es un elogio? ¡Si, hombre! me dijo riendo. Pasó un tiempo y Cornelius casi prefería mí casa. En el barrio se hablaba del inquilino del cuartito del fondo y ése extraño amigo que solía pasar casi toda la noche. Les resonaba orgiástico, casi un escándalo.
Luego de un tiempo, regresaba esa noche Baldomir a su cuartito. Los bomberos estaban en la puerta de calle y los vecinos mirando. Al acercarse, vio su vivienda envuelta en llamas. La desolación se pintó en su cara. Había perdido todo. Lloró sentado en el cordón de la vereda. Amanecía cuando los bomberos recogían sus mangueras y los vecinos se volvían a sus casas. Baldomir quedó solo. Fue hasta un teléfono público, y habló con Cornelius, le contó su desgracia. Salgo para allí, dijo.
Sería un lunes bien negro. Eso cambiaría el destino de Baldomir.
Llegó Cornelius y lo abrazó con afecto. Se sentaron sobre el cordón de la vereda, frente a la puerta abierta del pasillo. Miraron. No quedaba más que un poco de mampostería en pié. Baldomir, dijo Cornelius: Tengo una invitación para hacerte. En un mes, viajaré a Paris, allí visitaré a mis padres, y luego me largo a la aventura del camino Celta en la Bretaña. Muchas veces lo postergué. Quiero andar, ver, tocar esas piedras. Vos sabés a lo que me refiero. Sería para mí una alegría poder hacerlo con un amigo y mis padres se alegrarán.¿Me acompañás?
Mañana te contesto que sí, Cornelius. Quizá, sea tiempo de parar y dar de nuevo.
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