YO, EGLÉ
Llegué a Buenos Aires a mediados del mes de abril en uno de esos años de la agitada década del setenta.
Nací casi sin pelo, esmirriada y enclenque, única hembra de una camada de cuatro pequeños gatitos.
Mi dueña decidió llamarme Eglé, un tiempo después supe por qué: ese era el nombre que Horacio Quiroga le había puesto a su primera hija y él era uno de sus escritores preferidos (escuché esa historia una tarde en que yo reposaba sobre su falda y ella charlaba con una amiga).
Me gustaba mucho tomar leche y corretear tras las pelotitas de papel que los chicos hacían para mí, pero lo más lindo era jugar con los ovillos de lana del canasto cuando Doña Elisa tejía sentada cómodamente en el sillón de mimbre que ubicaba dentro de ese cuadrado de sol que entraba por la ventana. Yo muchas veces me echaba en el sillón verde simplemente para disfrutar de los cálidos rayos dorados.
Fui creciendo amparada por los tiernos cuidados de mi ama y jugando entre las piernas de Fede y de Nico.
Cuando comenzaron a suceder cosas extrañas en mi cuerpo me sentí inquieta.
Un día aparecieron unas gotitas rojas en el piso y yo rápidamente pasé la lengua y las hice desaparecer, tenía miedo que se enojaran conmigo.
Una noche escuché el imperioso y lastimero llamado del gato del vecino, sin dudarlo fui a su encuentro. Una inmensa luna llena iluminaba la azotea en la que nos encontramos: allí conocí el amor.
Mis maullidos eran cada vez más agudos y yo no podía evitarlo, el dolor y el placer habían hecho presa de mí.
Al poco tiempo advertí que empezaba a engordar en forma exagerada y sentí vida creciendo en mi interior.
Un tiempo después nacieron tres gatitos que se me parecían mucho, supe que había sido madre y los cuidé con amor; los amamanté con placer, felizmente mis amos no nos separaron, pero a los treinta días del nacimiento comencé a sentirme enferma, casi no podía caminar y me dolían hasta las uñas.
Una noche serena que presentaba un cielo tachonado de brillantes estrellas y con una hermosa luna llena, como la de la primera vez, me acosté junto a mis hijitos que se acurrucaron cariñosos a mi lado. Al rato me dormí profundamente y nunca más desperté.
Llegué a Buenos Aires a mediados del mes de abril en uno de esos años de la agitada década del setenta.
Nací casi sin pelo, esmirriada y enclenque, única hembra de una camada de cuatro pequeños gatitos.
Mi dueña decidió llamarme Eglé, un tiempo después supe por qué: ese era el nombre que Horacio Quiroga le había puesto a su primera hija y él era uno de sus escritores preferidos (escuché esa historia una tarde en que yo reposaba sobre su falda y ella charlaba con una amiga).
Me gustaba mucho tomar leche y corretear tras las pelotitas de papel que los chicos hacían para mí, pero lo más lindo era jugar con los ovillos de lana del canasto cuando Doña Elisa tejía sentada cómodamente en el sillón de mimbre que ubicaba dentro de ese cuadrado de sol que entraba por la ventana. Yo muchas veces me echaba en el sillón verde simplemente para disfrutar de los cálidos rayos dorados.
Fui creciendo amparada por los tiernos cuidados de mi ama y jugando entre las piernas de Fede y de Nico.
Cuando comenzaron a suceder cosas extrañas en mi cuerpo me sentí inquieta.
Un día aparecieron unas gotitas rojas en el piso y yo rápidamente pasé la lengua y las hice desaparecer, tenía miedo que se enojaran conmigo.
Una noche escuché el imperioso y lastimero llamado del gato del vecino, sin dudarlo fui a su encuentro. Una inmensa luna llena iluminaba la azotea en la que nos encontramos: allí conocí el amor.
Mis maullidos eran cada vez más agudos y yo no podía evitarlo, el dolor y el placer habían hecho presa de mí.
Al poco tiempo advertí que empezaba a engordar en forma exagerada y sentí vida creciendo en mi interior.
Un tiempo después nacieron tres gatitos que se me parecían mucho, supe que había sido madre y los cuidé con amor; los amamanté con placer, felizmente mis amos no nos separaron, pero a los treinta días del nacimiento comencé a sentirme enferma, casi no podía caminar y me dolían hasta las uñas.
Una noche serena que presentaba un cielo tachonado de brillantes estrellas y con una hermosa luna llena, como la de la primera vez, me acosté junto a mis hijitos que se acurrucaron cariñosos a mi lado. Al rato me dormí profundamente y nunca más desperté.
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