martes, 15 de julio de 2008

MARISA PRESTI

AQUILES Y EL DOCTOR OCHOA

Las cosas que Carmela tenía para decir podrían haber llenado varios tomos, si se le hubiera ocurrido escribir su biografía, hecho que nunca ocurrió por la sencilla razón que su temperamento no estaba inclinado a la escritura. Pero lo que no dijo, fue guardado celosamente en su interior. Y acumuló palabras, buenas y de las otras. Guardó sinsabores, angustias, pero sobre todo guardó una bronca tan grande que le faltó espacio. Fue cuando empezó a comer de más; los kilos se le notaban, aumentando al mismo tiempo que sus frustraciones. Todo iba para adentro, nada salía de ella más que el lenguaje básico y necesario para mantener la diaria rutina de la convivencia.
Federico Ochoa era uno de los médicos más renombrados en su especialidad. Además de ser el marido de Carmela, era el favorito de cientos de mujeres que iban periódicamente a consultarlo. Había visto más genitales femeninos que taxis en la calle, y Carmela lo sabía. Pero ése no hubiera sido un problema si el doctor Ochoa, fiel a su compromiso médico, hubiera respetado los límites de su profesión.
En el último cajón del placard habían quedado olvidados los dos conjuntos de broderie negros, el body rojo y la tanga diminuta que en otras épocas los dedos de él desnudaban de su cuerpo. No quiso pensar cuánto hacía que no la tocaba, pero su piel se fue poniendo áspera y sus células lloraban la celulitis prematura.
No tengo pruebas, pero estoy segura, se decía Carmela a toda hora, mientras iba y venía por la casa silenciosa, obligada ella misma a cumplir con lo que consideraba deberes de una buena esposa. Un día se le cayó un florero de cristal de Murano, uno de los tantos obsequios que el doctor Ochoa recibía de sus pacientes, y fue cuando se dio cuenta que le temblaban las manos. Unas semanas más tarde, resbaló en la cocina y cayó duramente sobre el piso de mosaicos, haciéndose un esguince que la obligó a guardar reposo por bastante tiempo.
Federico no parecía preocupado.
En realidad, no lo afectaba lo que sucedía en su casa, su prioridad era el trabajo en la clínica, atender el consultorio, mantener el prestigio. Se iba temprano a la mañana, después de un ligero café y un rápido beso en la frente que le daba a su esposa. Cuidate, cariño, eran las palabras de despedida hasta casi la medianoche, si puedo te llamo. Pero nunca tenía tiempo, hacía llamar a su secretaria, y Carmela resistía la voz melosa e impersonal de la mujer que compartía más horas con su marido que ella misma.
Cuando llegó el crudo frío del invierno, la gripe se apoderó de su cuerpo. Temblaba en la cama, arropada con varias mantas, con la vista fija en la ventana del cuarto, mientras su mente sumaba más angustias y sus órganos se estremecían de broncas viejas y nuevas. Emilse, la mucama, fue la compañía que Fernando le dejó para compensar su ausencia. A pesar de las horas que pasaban juntas, no habló con ella más de lo necesario.
Unos meses atrás, su médico clínico le recomendó hacer terapia: Usted necesita descargar, está muy tensionada, le puedo recomendar un buen psicólogo. Se lo agradeció, hasta guardó la tarjeta con los datos en el bolsillo de su tapado por varios días. Pero interiormente pensó: No tengo por qué contarle mis problemas a un extraño, que me dejen de joder con la psicología.
En la cocina, que siempre había sido su lugar de creación, empezó a enredarse con sales y condimentos. Se le pasaba la cocción o la dureza se sentía en los dientes. Caldos aceitosos, salsas picantes que insultaban el paladar, pollos de pechugas crudas, todo quedaba en el plato frente a la mirada indiferente de Fernando. A veces le decía con tono sereno: No te preocupes, comí algo en el consultorio. Carmela supo entonces que el abismo era más profundo de lo que suponía. Y agregó más pan y golosinas a su dieta.
Una mañana, Federico la despertó, sacudiéndola por los hombros. ¡No pude dormir en toda la noche, te la pasaste roncando! Carmela se sobresalta, se asusta, se disculpa con voz tenue. Pero el malhumor de él da vueltas alrededor de la cama: ¡Vos sabés que si no duermo bien no sirvo para nada! ¡Y tengo un montón de mujeres esperándome!
Se sorprende al verlo salir, por fin, de su amable desprecio cotidiano. Carmela vuelve a disculparse. Promete no hacerlo más, como los chicos, y por primera vez sonríe para sus adentros. El talón de Aquiles del doctor Federico Ochoa ha sido descubierto.

No hay comentarios: