martes, 15 de julio de 2008

ADRIÁN N. ESCUDERO


AQUEL HOMBRE, AQUELLA MUJER

........................................A los que intentan y no pueden amar

Aquella figura, olvidada durante tanto tiempo, ahora me salía al paso, venía en mi ayuda, me ofrecía un punto de apoyo; tanto para ella como para mí. Como en un cerrar y abrir de ojos después de su larga ausencia.
Le rogué, casi temblando por la emoción -al recordar nuestras noches de café literario, de vino, chanzas y amores malhabidos-: "Quédate en el surco de la ternura... Y nunca más vuelvas a alejarte. Déjame mirarte como aquella última vez cuando el buquebús partió hacia el Uruguay, y te perdí de vista junto a la bruma del Río de la Plata. Mira que, no lo dudo ya: estamos tan solos con nuestra propia vida en las manos...".
Hubo esperanza en mi ruego. "Vi también sus ojos, que efectivamente no dejaban de mirarme, llenos de promesas".
"Finalmente, ¿lo habré conseguido?", pregunté a la luna, anhelante y alelado, como tratando de colocar los pies en las huellas invisibles que dejaban los suyos.
Claro, porque por un instante dudé y creí que todo no sería más que vana ilusión. Fue cuando prendió el cigarrillo que extrajo con aquellos dedos finos que me habían hecho sufrir el dolor de su aguijón de mujer despechada por los celos y la desconfianza en mis caricias trasnochadas ya por muchos desencantos, pero también gozar del arrebato furioso de sus arrullos de amante, mientras el silencio, ese agujero negro que no cesaba de crecer y devorar palabras, nos ahuecaba en un perfecto nido de jadeos compartidos...
"Pero, ¿y si él no era más que una brizna de polen arrastrada por el viento?", pensó ella volteando la cabeza y arrojando a la oscuridad de la noche portuaria su inútil dosis de cigarrillo no fumado.
Un buque bramó cercano su lamento nocturno, y la luna, tembló en lo alto.
Su mágico influjo no bastaría para convencerla de que alguien como él, cuando lo que en realidad destacaba era su mediocridad de hombre solo y egocéntrico (incapaz de superar la prueba del arrojo y de la fortaleza como suprema cualidad para la valoración de cualquier situación extrema), podría volver a amarla con sinceridad...
"¿Entonces, qué hago de nuevo acá -se planteó-, en esta Buenos Aires fría y desolada a pesar de su arrogante multitud de alturas olímpicas pero sin el olor a canela ni a fragancia a sándalo o a dulce de vainilla, como las que respiro a diario en mi silvestre pueblo de líquenes y sueños, de ríos charrúas y entrerrianos, trasegados por barcas turbulentas de naranjas...? ¿Buenos Aires, con sus vidas eléctricas y punzantes, pero arrumbada yo como un mendigo en el pecho de un hombre al que todo dolor le llega sin asombro?"·.
"Mas no puedo volver a partir, y que todo sea como un deja vu para mi vida. Si debo quedarme con él, es el momento. No habrá retorno. Pero si vuelvo a partir, debo encontrar la manera de hacerlo con dignidad. Con dignidad para él y para mí, de suerte que la decisión que adopte no dependa del miedo a una nueva traición, ni tampoco demasiado de esos testigos fizgones y borrachos que asoman, desafiantes, tras los lúgubres contenedores de acero del puerto, apilados como muertos innominados en la fosa de una noche que me abraza, ahora, con sus presagios ominosos... Aterrada locamente yo, estremecida por sus bocas desdentadas y sus barbas raídas por la intemperie del tiempo y la mezquindad del mundo...".
"Porque le va a doler... Sí, y ya no quiero que me haga y hacerme más daño".
Entonces, con aquellos dedos de aguijones y caricias, hurgó con valentía y destreza su bolso de viajera, extrajo la pistola y, sin hesitar, le explotó un disparo en el centro del pecho asombrado de dolor por vez primera, abriéndole una rosa de sangre mutilada que, esa noche, de absurdo reencuentro, festejaría como propia...
Mientras, la luna, herida y olvidada como supremo testigo del despecho consumado, veló el rostro y apagó su magia incomprendida.-

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