Olor a tostadas
Carlos Margiotta
No me alcanza, nunca me alcanza para llegar a fin de
mes. La situación me angustia y la idea de no poder me sumerge en un pantano.
Tal vez no debí haber dejado aquel trabajo seguro en el banco y hoy sería
gerente de alguna sucursal con un buen sueldo, aunque las cosas cambiaron
también para el gremio, la malaria nos llego a todos. Tal vez mi vida es la
consecuencia de una cadena de malas elecciones arrojándome a este lugar donde
sobreviven los perdedores. De la carta que espero, ni noticias. “Cuando llegue
te escribo”, me dijo en la terminal de Retiro apurando la despedida.
Con un correo electrónico en la computadora, sería
más fácil, con su respuesta urgente, inmediata, pero, ¿qué haría con la
esperanza?, con esa ilusión encendida cada tardecita, cuando vuelvo a casa y
camino las tres cuadras custodiadas por dos hileras de jacarandaes estrellados
en flores, que alfombran las veredas desde la estación del tren hasta la
avenida con su azul desvanecido. Y yo pensando. Pensando en el sobre blanco
tirado sobre el parquet, debajo de la puerta, latiendo por ser abierto y desgarrado
de un tirón, aliviándome la noche. Esa noche que temo desvelando los fantasmas
de ayer. ¿Vendrán a llevarme por la fuerza otra vez?
La veo sentada en el banco de una plaza, la plaza
donde empezó todo. La plaza rodeada por la iglesia donde fue bautizada, el
edificio municipal, el teatro de la Sociedad Italiana, y varios comercios minoristas
como la mercería de Iris, ya viejita, adonde se juntaban con su madre para
charlar y tomar unos mates.
Ella escribe una carta, una carta que nunca enviará,
como las otras guardadas en el cajón de la mesita de luz. ¿Para qué?. Ni
siquiera sabe donde estoy. “Mamá está muy enferma, tengo ganas de quedarme unos
días más... te extraño”. Después del viaje empezó a olvidarse de todo, a sentir
ajenas todas aquellas cosas que deseaba tanto cuando partió: la ciudad, la
gente, el hospital, y sobre todo a Él, a ese hombre con el que se sentía
dichosa, plena, capaz de cualquier locura, pero al mismo tiempo sometida.
Es sábado, los muchachos y las chicas salieron a dar
la vuelta al perro, como entonces, cuando sus padres se conocieron. Él,
paseándose con su uniforme del colegio militar, regresando en su día franco, y
Ella, tratando de ocultar esa sonrisa coqueta que aún conserva entre los surcos
grises de sus arrugas marcadas por los años y las desventuras. La ronda de los
jóvenes continuaba su giro de risitas y miradas, sin el pudor de antaño,
cruzando el aire templado del crepúsculo anaranjado, descendido sobre el
horizonte de trigo.
Es la hora de la medicina, se dijo, y pasó su lengua
por el borde engomado del sobre donde encerró sus palabras, como otras veces.
No soporto los fines de semana sin ella. La cama se
me ensancha como la incertidumbre de no saber. En este tiempo trato de hacer
algunos trabajos para distraerme: corté el césped, arreglé la pérdida del
tanque de agua, pinté el cuartito de atrás preparándolo para su regreso, pero
su ausencia vuelve. Mejor dicho su ausencia está presente, lo que vuelve es el
abandono con esa sensación de ser desprendido, alejado del lugar amado,
entregado por la fuerza a la nada. Me da bronca que se haya ido así, de repente,
sin dejar una dirección, un teléfono, sin pedirme, sin necesitarme. Siento
celos, me torturo imaginando una traición, y me duele pensar que me esté
olvidando. ¿Se habrá cansado de nuestros juegos?.
Camino a casa saludó a José, su novio de la
adolescencia, yendo a la misa vespertina con su mujer y los críos. Se detuvo en
la farmacia de don Roque, donde por la puertita del costado Imaginó que al
entrar a la casa escuchó los quejidos de su madre, llamándola. Se acercó y le
acarició la frente, acomodó las almohadas para aliviarle el dolor punzante de
la espalda, y estuvo a punto de contarle todo, de hacerle una promesa que le prolongara
la vida y el sufrimiento.
Apagó el televisor, eran las cuatro de la mañana y el
insomnio lo había atacado de nuevo. Se levantó de la cama y fue al baño para
darse una ducha con agua fría como en las épocas de la milicia. Con el toallón
verde alrededor de la cintura se paseó un rato por la habitación y salió al
jardín. Prendió un cigarrillo agachando la cabeza sobre el hueco de su mano
izquierda y miró al cielo buscando la estrella que llevaba su nombre. Allí
estaba, parpadeando a lo lejos, y le tiró un beso de humo. Vio pasar a
Francisco yendo hacia la fábrica en bicicleta por el camino de tierra, mientras
los gorriones empezaban a cantar anunciando la mañana. Repasó las actividades
del día y entró a la casa. El olor a pintura del cuartito del fondo le recordó que
faltaba darle una mano. Bostezó con el cuerpo vencido y apagó la luz una vez
más. Escuchó un ruido a tacitas de café en la casa vecina disponiéndose sobre
la mesa, y el olor a tostadas lo despertó como cuando era chico.
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