miércoles, 20 de noviembre de 2019

Víctor Hugo Ávila Velázquez


                             Las lagañas de Dios 
                                         Víctor Hugo Ávila Velázquez

                                                                                    A Melina Alejandra González Aldana


He retornado de la muerte. Si, de esa muerte donde la vida desaparece: la del fallecimiento. Soy el único en haberlo logrado, o al menos, el primero en conseguirlo. Sin embargo, mi mujer se ha quedado con Ella o en Ella.
También, es mi deber decirles, que el encuentro con Dios fue una expiación: Él tiene un inconveniente existencial.
Ocurrió el jueves.
Era el principio de la noche y Cristina, mi mujer, estaba insistente en salir a observar las estrellas y a los astros. Salimos a la templanza de nuestro jardín; a su oscuridad en medio del bosque.
El telescopio revelaba una ficción donde la luna lechosa avanzaba rápida, no parecía algo lógico. Las estrellas, puntos de luz a gran distancia que brillaban en su braveza. Los astros, un lejano conjunto de piedras.
El jardín tenía su sonido, hermoso y fluido, pellizcaba a la oscuridad. La hierba soportaba nuestras espaldas, la mía, ancha y morena, y la de Cristina, larga y achocolatada. La estrella que buscábamos aún era invisible, una nube tremenda difuminaba el cielo, el viento la empujaba tomándose su tiempo, nuestro tiempo.
Cuando se despejó, vimos un cielo negro encenizado y a nuestra estrella punteando salvajemente. El telescopio tiritaba con el aire y pasó una lluvia de estrellas que nos iluminó los rostros y fue ahí cuando empezó a dividirse el cielo en dos.
Nos pusimos de pie a la brevedad sin dejar de mirarlo. No había sonido más que el de las hierbas moviéndose. Después fuimos lamidos por ese cielo rompiendo la gravedad. Nos llevó, a lo que suponíamos, arriba.
Ahí, en una barranca donde habíamos varado o naufragado, era oscuridad. Yo sentía que estaba siendo juzgado por lo que no podía ver aun. Mi esposa sonreía, era una sonrisa de quietud y sabiduría, la mirada fija en un punto de la oscuridad, ella sí veía de lo se trataba todo eso y le satisfacía. En mi garganta sentía un pequeño gorgoteo, era como si la saliva goteara de la campanilla hasta la tráquea. Algo quería salirme desde adentro, era mi voz huyendo de mí mismo y ella todavía sonreía.
- En ese momento yo sólo pensaba en mi esposa, en Cristina… – las palabras salieron de mi sin que yo lo quisiera – iba a morir nuestra perra y yo quería que estuviera lejos de ella para no ver como se le iba la vida. Fue casi al anochecer, la perra me venía siguiendo y yo traía las bolsas cargadas de piedras, dejé que se adelantara un poco, ya lejos de la casa, empecé a lanzarle las piedras para que se largara. La perra se asustó pero no se iba. Decidí lanzarle las piedras más grandes y fuertes, sin compasión. Hubo un momento en que pensé matarla a pedradas pero ella sólo corría en círculos, sin alejarse mucho, esquivando mis lanzamientos, una perra triste que no quería ir a morir a otro lado. Se me acabaron las piedras. La perra se me acercó y la comencé a ahorcar, sentía miedo y odio porque se moriría y nos dolería. 
De repente mi voz, mi palabra cesó. Mi esposa aun sonreía pero tenía lágrimas. Yo nunca tuve una perra de mascota. Ese pasado no me pertenecía. Mi existencia se había mezclado con otra, con la de alguien más.
Mi esposa habló de su aborto, de cómo perdió a nuestro hijo, sentí miedo de verla contando eso sin que ella dejara de sonreír. Cuando su voz se apagó y el silencio inundó la barranca, ella ya no estaba a mi lado pero aun sentía su mano sobre la mía hasta que me sentí llevado a otro tiempo o espacio y vi a Dios que buscaba a sus perros, o al menos eso narraba una voz que me enseñaba todo por medio de imágenes grabadas en mis ojos, en la memoria, las palabras en mis oídos decían:  Con su telescopio, Dios buscaba a sus perros, los dos eran negros y peludos, tenían algo de mirada cohibida, también tenían lesionado el andar y sus lenguas siempre estaban afuera. En la búsqueda, Dios se encontró a dos niños peleándose a muerte y los enfocó con la mira del telescopio. Ellos estaban sin playera en las puertas de una Iglesia. Sus golpes, eran duros como sus rostros, la sangre volaba como su saliva. Al final del día, uno de ellos ganó, salió vivo y se marchó. El otro niño moría llorando y con lentitud dejó de respirar. Nadie movió ni reclamó el cadáver. A la media noche, los perros de Dios se acercaron al cuerpo, curiosos como siempre. Dios ya no estaba ahí para verlos. 
Esto se trataba de la muerte, el escarmiento de toda una vida, el infierno instantáneo para pasar a una gloria. Pero este infierno no era el mío. No había relación conmigo, nada, ni los perros, ni la muerte, ni Dios ejemplificándome mis desgracias o las suyas o las de sus perros. Mi regreso se daba en ese momento, el aire y su velocidad golpeaban mi rostro.
Alguna vez mi padre me contó qué con la lagañas de los perros podías ver a la muerte. Una noche, yo de niño, escuché como los perros de las casas vecinas empezaban a aullar con fuerza, uno seguido de otro, era un cántico nocturno y lo escuché por varios minutos hasta que me dormí. A la mañana siguiente supe que una casa vecina se había quemado casi al amanecer. La familia completa murió. Yo veía como sacaban los cadáveres incinerados. También sacaron a un gato carbonizado. La muerte siendo anunciada por lamentos caninos desde las azoteas y los patios.
Ponte lagañas de perro en los ojos, hijo.
Los perros usan las lagañas de Dios. 
Era el último falso recuerdo y me despedía de mi esposa en oraciones jamás escuchadas por alguien, eran bellas poesías cantadas o aulladas antes de que la palabra fuera esa voz. Regresé. 
Ya era viernes. El césped en la boca me despertaba. En el cielo no había estrellas que mirar, sólo estaba el sol iluminando. A un lado mío el cuerpo de mi esposa estaba sin vida. Su corazón había dejado de latir y ella todavía sonreía.

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