domingo, 25 de marzo de 2018

Mirta Morilla



La clase de anatomía  
Mirta Morilla
 En época de vacaciones, todos los días a la hora de la siesta, Juanjo, el hijo de doña Clara, la almacenera, y Lucho, el hijo del doctor Benitez y yo, nos íbamos al médano. A eso de las tres Juanjo pasaba por casa y se detenía junto a la puerta. Yo escuchaba su silbido prolongado y salía despacito por la ventana que daba al jardín, para no pasar frente al cuarto donde descansaba mamá. Inevitablemente, justo cuando estaba por saltar, oía su voz que me recomendaba, “Pato, llevá algo para cubrirte la cabeza, te podés insolar. ¡Ah, y no te bañes enseguida!”.

El médano era nuestra base de operaciones. Allí Juanjo nos contaba sus extraordinarias historias de ciencia ficción, y Lucho hablaba sobre esos libros grandes con lomos dorados y láminas del cuerpo humano, que tenía su padre en la biblioteca de su casa, en la capital. Y siempre nos prometía que en las próximas vacaciones traería alguno escondido en su mochila.

Durante muchos veranos seguimos con nuestra costumbre de encontrarnos en el médano. El tiempo transcurría veloz y teníamos la sensación de que crecíamos día a día. “¡Qué buena está Carolina, la hija del verdulero!”, decía Juanjo, que ya no leía tantos libros de ciencia ficción. “¿Y María José, la chica que vive enfrente de mi casa ?”, decía yo. “Parece un palito pero,  ¡qué gambas tiene!. Lucho tenía gustos especiales; para él las únicas lindas eran las mujeres grandes que, en ese momento, para nosotros, eran las de más de veinte años. Juanjo y yo teníamos once y Lucho ya iba por los trece.

Ese verano Lucho cumplió con la promesa y trajo dos libros en su bolso de playa: uno de Anatomía Humana y otro de Anatomía Comparada. Empezó a hablar con voz solemne: “El estudio del tamaño, forma, posición y relaciones entre las diversas partes del cuerpo humano en estado de salud...”

¡Qué bueno eso del tamaño, la forma, la posición!,  pensaba yo. Y Lucho seguía: “...se llama Anatomía Normal, y en condiciones de enfermedad, Anatomía Patológica”.

Durante varios días siguió con Histología, Células, su estructura íntima, Glándulas Suprarrenales, Arterias, Venas y Vasos Capilares, Sistema Nervioso Vegetativo, Vejiga, Sangre, Cerebro, Cartílagos, Digestión, Sentido del Oído, Sistema Reproductor....¡Por fin!, pensé, ¡ahora sí! ...”Genitales Masculinos”, seguía Lucho, “Pene, Testículos, Excitación: estímulo  ante el cual  se  produce la  erección; Organos Genitales Femeninos: Ovarios, útero... la vagina se encuentra externamente... “

“¡Qué dibujos horribles!”, protestó Juanjo, “¡yo quiero ver dibujos con minas en bolas y con tetas bien grandes!“ “¡Callate, bestia!”, se enojaba Lucho, “primero tenés que aprender con estos libros técnicos”.

Una tarde Lucho leyó sobre Digestión, Estómago, Hígado, Páncreas y Vías biliares ; bostezamos tantas veces que paró la lectura y nos tiramos en la arena, aburridos, esperando el momento, dejando pasar el tiempo para poder bañarnos. Fue entonces cuando apareció ella, Lola. Siempre la habíamos visto de lejos ; vivía en una casita cerca de la playa, sólo sabíamos que se llamaba así, “Lola”. Para mí fue como una diosa apareciendo mágicamente sobre la arena. Juanjo aullaba,“¡Uuuuhhh, qué minón infernal!“. Ella caminaba despacito, pies descalzos, pelo suelto, envuelta en una salida de playa transparente que dejaba ver su cuerpo bronceado, desnudo. Dejó el bolso en la orilla y se quitó la salida, caminó un trecho, después se zambulló y se alejó nadando.

Empecé a darme cuenta que eso de la erección era cierto. Sentía que mi órgano viril, o sea el pene, ¡bah, mi pito!, crecía, crecía y crecía, ¡se hacía bien grande, bien grande, y los libros  de Lucho decían que el estímulo... -¿cuál era el nombre del estímulo?-  ¡sexual, sí, sexual! , provocaba excitación, o sea calentura, y yo, ¡estaba caliente! y mis testículos -¿ese era el nombre técnico?- ¡los testigos!, como lo llamábamos  con los chicos, se hinchaban más y más, ¡como si quisieran estallar!

¡Ya soy un hombre!, pensé. ¡Pobre Lola, si la agarro la mato, la parto en dos! ¡¡¡Era la erección!!! ¡¡¡ Sí, la erección!!! ¿Y después? ¿La e-y-a-c-u-l...?

¡Qué se yo !.

“¡Lola, sos una leona!“, rugió Lucho, asombrándonos con su explosión. “¡Te amo, Lola !”, gritó Juanjo. Yo me había quedado con la boca abierta y no podía cerrarla. En ese momento Lola regresó nadando hasta la orilla. Sus largos brazos asomaban acompasados sobre la superficie azul claro del mar. Podía ver su cara, los ojos cerrados, los labios entreabiertos pintados de rojo y los dientes blanquísimos.   Al  incorporarse  miles  de  gotitas de agua brillaban en sus senos perfectos, en su vientre, en sus caderas armoniosas. Toda ella resplandecía, tornasolada. “¡¡¡Lola , te amo !!!”, gritaron al unísono Juanjo y Lucho. Ella miró sorprendida hacia nosotros. “¡Mocosos sinvergüenzas, ya van a ver!“, dijo furiosa. Juanjo y Lucho se evaporaron entre los médanos. Yo seguía con la boca abierta. Mudo. Pralizado. “¿Y vos, rubio carita de ángel? ¿Parece que no tenés miedo?”, y se cubrió con la salida de playa, que era como si nada. ‘¡Así me gusta, sos todo un hombre! Seguro que sos el más grande de los tres”. “¡Sí, claro! Soy el más grande”, mentí orgulloso. “Vení, acompañame, aquí cerca tengo la carpa”.

Caminamos juntos. Ella me rodeó los hombros con su brazo. Sentí su piel suave, húmeda. Tuve un escalofrío. Enseguida llegamos. Entramos. Se quitó la salida de playa y se envolvió en un toallón. Su cuerpo apareció y desapareció en un instante. Ya no lo cubrían las gotitas de agua; sin embargo, brilló más que antes ; fue como un relámpago. Quedé como fulminado. “Vení, vení, tengo frío, acercate”, me dijo Lola mientras se sentaba sobre un almohadón. “¿Qué te pasa? “Yo me acerqué tambaleante. Me senté a su lado. Estábamos muy cerca uno del otro. Me abrazó. Su piel morena ardía y quemaba mi cuerpo, y su perfume dulcísimo, enloquecedor, pegajoso, me emborrachaba tanto como el licor de mandarina de mi abuela Rosa. Con dedos ágiles terminados en uñas rojas y puntiagudas, desprendió el broche de mi short. Mis ojos estaban clavados en dos fantásticas tetas doradas que se balanceaban casi al alcance de mi boca. Lola bajó el cierre. A medida que lo hacía comencé a sentir que lo mío, antes tan crecido, tan... grande, en ese momento, yacía entre mis piernas como un nardo mustio, muerto...

Mi estómago y mi intestino se quejaban con sonidos agudos, prolongados, que me resultaba imposible disimular. El cierre, abierto en ángulo perfecto, señalaba allá, en el fondo, mi nardo, infinitamente pequeño, insignificante, mustio, muerto. Lola miraba. De pronto, empezó a reírse cada vez con más ganas. Lloraba de la risa. Con un movimiento rápido cerré mi short. Me levanté. Mis piernas se aflojaron. Sentía roja mi cara. Con un esfuerzo enorme salí corriendo y no paré hasta llegar a casa. Entré agitado, empapado de transpiración, quería vomitar, tirarme en la cama. Morirme. Mamá, al verme así, se preocupó. “¿ Qué te pasa, Pato? ¡Estás afiebrado! ¡No, no me digas nada, ya me lo imagino!”

“¡¡¿¿Cómo??!!, pregunté con las últimas fuerzas que me quedaban. “Sí, te insolaste, ¡te insolaste!, ¿verdad, querido?”. Arrasado por lágrimas incontenibles, cubriendo mi cara que hervía y con la voz ahogada alcancé a decir, “Sí, sí mamá, creo que sí, estoy insolado, también me bañe demasiado pronto y... ¡se me cortó la digestión !...”.


Mirta Morcilla ha publicado cuentos en las siguientes Antologías : LOS HABITANTES DEL CUENTO  (Vicinguerra, 1989). REFLEJOS DE VIDA (Versibus, 1993). CORTOS CIRCUITOS (Nueva Generación 1994).  


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