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Mirta Morilla
La clase de anatomía
Mirta Morilla
En época de vacaciones,
todos los días a la hora de la siesta, Juanjo, el hijo de doña Clara, la almacenera,
y Lucho, el hijo del doctor Benitez y yo, nos íbamos al médano. A eso de las
tres Juanjo pasaba por casa y se detenía junto a la puerta. Yo escuchaba su
silbido prolongado y salía despacito por la ventana que daba al jardín, para no
pasar frente al cuarto donde descansaba mamá. Inevitablemente, justo cuando
estaba por saltar, oía su voz que me recomendaba, “Pato, llevá algo para
cubrirte la cabeza, te podés insolar. ¡Ah, y no te bañes enseguida!”.
El médano
era nuestra base de operaciones. Allí Juanjo nos contaba sus extraordinarias
historias de ciencia ficción, y Lucho hablaba sobre esos libros grandes con
lomos dorados y láminas del cuerpo humano, que tenía su padre en la biblioteca
de su casa, en la capital. Y siempre nos prometía que en las próximas
vacaciones traería alguno escondido en su mochila.
Durante
muchos veranos seguimos con nuestra costumbre de encontrarnos en el médano. El
tiempo transcurría veloz y teníamos la sensación de que crecíamos día a día.
“¡Qué buena está Carolina, la hija del verdulero!”, decía Juanjo, que ya no
leía tantos libros de ciencia ficción. “¿Y María José, la chica que vive
enfrente de mi casa ?”, decía yo. “Parece un palito pero, ¡qué gambas tiene!. Lucho tenía gustos
especiales; para él las únicas lindas eran las mujeres grandes que, en ese
momento, para nosotros, eran las de más de veinte años. Juanjo y yo teníamos
once y Lucho ya iba por los trece.
Ese
verano Lucho cumplió con la promesa y trajo dos libros en su bolso de playa:
uno de Anatomía Humana y otro de Anatomía Comparada. Empezó a hablar con voz
solemne: “El estudio del tamaño, forma, posición y relaciones entre las
diversas partes del cuerpo humano en estado de salud...”
¡Qué
bueno eso del tamaño, la forma, la posición!,
pensaba yo. Y Lucho seguía: “...se llama Anatomía Normal, y en
condiciones de enfermedad, Anatomía Patológica”.
Durante
varios días siguió con Histología, Células, su estructura íntima, Glándulas
Suprarrenales, Arterias, Venas y Vasos Capilares, Sistema Nervioso Vegetativo,
Vejiga, Sangre, Cerebro, Cartílagos, Digestión, Sentido del Oído, Sistema
Reproductor....¡Por fin!, pensé, ¡ahora sí! ...”Genitales Masculinos”, seguía Lucho,
“Pene, Testículos, Excitación: estímulo
ante el cual se produce la
erección; Organos Genitales Femeninos: Ovarios, útero... la vagina se
encuentra externamente... “
“¡Qué
dibujos horribles!”, protestó Juanjo, “¡yo quiero ver dibujos con minas en
bolas y con tetas bien grandes!“ “¡Callate, bestia!”, se enojaba Lucho,
“primero tenés que aprender con estos libros técnicos”.
Una tarde
Lucho leyó sobre Digestión, Estómago, Hígado, Páncreas y Vías biliares ; bostezamos
tantas veces que paró la lectura y nos tiramos en la arena, aburridos,
esperando el momento, dejando pasar el tiempo para poder bañarnos. Fue entonces
cuando apareció ella, Lola. Siempre la habíamos visto de lejos ; vivía en una
casita cerca de la playa, sólo sabíamos que se llamaba así, “Lola”. Para mí fue
como una diosa apareciendo mágicamente sobre la arena. Juanjo aullaba,“¡Uuuuhhh,
qué minón infernal!“. Ella caminaba despacito, pies descalzos, pelo suelto,
envuelta en una salida de playa transparente que dejaba ver su cuerpo bronceado,
desnudo. Dejó el bolso en la orilla y se quitó la salida, caminó un trecho,
después se zambulló y se alejó nadando.
Empecé a
darme cuenta que eso de la erección era cierto. Sentía que mi órgano viril, o
sea el pene, ¡bah, mi pito!, crecía, crecía y crecía, ¡se hacía bien grande,
bien grande, y los libros de Lucho
decían que el estímulo... -¿cuál era el nombre del estímulo?- ¡sexual, sí, sexual! , provocaba excitación,
o sea calentura, y yo, ¡estaba caliente! y mis testículos -¿ese era el nombre técnico?-
¡los testigos!, como lo llamábamos con
los chicos, se hinchaban más y más, ¡como si quisieran estallar!
¡Ya soy
un hombre!, pensé. ¡Pobre Lola, si la agarro la mato, la parto en dos! ¡¡¡Era
la erección!!! ¡¡¡ Sí, la erección!!! ¿Y después? ¿La e-y-a-c-u-l...?
¡Qué se
yo !.
“¡Lola,
sos una leona!“, rugió Lucho, asombrándonos con su explosión. “¡Te amo, Lola
!”, gritó Juanjo. Yo me había quedado con la boca abierta y no podía cerrarla.
En ese momento Lola regresó nadando hasta la orilla. Sus largos brazos asomaban
acompasados sobre la superficie azul claro del mar. Podía ver su cara, los ojos
cerrados, los labios entreabiertos pintados de rojo y los dientes
blanquísimos. Al incorporarse
miles de gotitas de agua brillaban en sus senos
perfectos, en su vientre, en sus caderas armoniosas. Toda ella resplandecía,
tornasolada. “¡¡¡Lola , te amo !!!”, gritaron al unísono Juanjo y Lucho. Ella
miró sorprendida hacia nosotros. “¡Mocosos sinvergüenzas, ya van a ver!“, dijo
furiosa. Juanjo y Lucho se evaporaron entre los médanos. Yo seguía con la boca
abierta. Mudo. Pralizado. “¿Y vos, rubio carita de ángel? ¿Parece que no tenés
miedo?”, y se cubrió con la salida de playa, que era como si nada. ‘¡Así me
gusta, sos todo un hombre! Seguro que sos el más grande de los tres”. “¡Sí,
claro! Soy el más grande”, mentí orgulloso. “Vení, acompañame, aquí cerca tengo
la carpa”.
Caminamos
juntos. Ella me rodeó los hombros con su brazo. Sentí su piel suave, húmeda.
Tuve un escalofrío. Enseguida llegamos. Entramos. Se quitó la salida de playa y
se envolvió en un toallón. Su cuerpo apareció y desapareció en un instante. Ya
no lo cubrían las gotitas de agua; sin embargo, brilló más que antes ; fue como
un relámpago. Quedé como fulminado. “Vení, vení, tengo frío, acercate”, me dijo
Lola mientras se sentaba sobre un almohadón. “¿Qué te pasa? “Yo me acerqué
tambaleante. Me senté a su lado. Estábamos muy cerca uno del otro. Me abrazó.
Su piel morena ardía y quemaba mi cuerpo, y su perfume dulcísimo, enloquecedor,
pegajoso, me emborrachaba tanto como el licor de mandarina de mi abuela Rosa.
Con dedos ágiles terminados en uñas rojas y puntiagudas, desprendió el broche
de mi short. Mis ojos estaban clavados en dos fantásticas tetas doradas que se
balanceaban casi al alcance de mi boca. Lola bajó el cierre. A medida que lo
hacía comencé a sentir que lo mío, antes tan crecido, tan... grande, en ese
momento, yacía entre mis piernas como un nardo mustio, muerto...
Mi
estómago y mi intestino se quejaban con sonidos agudos, prolongados, que me
resultaba imposible disimular. El cierre, abierto en ángulo perfecto, señalaba
allá, en el fondo, mi nardo, infinitamente pequeño, insignificante, mustio,
muerto. Lola miraba. De pronto, empezó a reírse cada vez con más ganas. Lloraba
de la risa. Con un movimiento rápido cerré mi short. Me levanté. Mis piernas se
aflojaron. Sentía roja mi cara. Con un esfuerzo enorme salí corriendo y no paré
hasta llegar a casa. Entré agitado, empapado de transpiración, quería vomitar,
tirarme en la cama. Morirme. Mamá, al verme así, se preocupó. “¿ Qué te pasa,
Pato? ¡Estás afiebrado! ¡No, no me digas nada, ya me lo imagino!”
“¡¡¿¿Cómo??!!,
pregunté con las últimas fuerzas que me quedaban. “Sí, te insolaste, ¡te insolaste!,
¿verdad, querido?”. Arrasado por lágrimas incontenibles, cubriendo mi cara que
hervía y con la voz ahogada alcancé a decir, “Sí, sí mamá, creo que sí, estoy
insolado, también me bañe demasiado pronto y... ¡se me cortó la digestión
!...”.
Mirta Morcilla ha publicado
cuentos en las siguientes Antologías : LOS HABITANTES DEL CUENTO (Vicinguerra, 1989). REFLEJOS DE VIDA
(Versibus, 1993). CORTOS CIRCUITOS (Nueva Generación 1994).
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