Retazos de Irina
Gabriela Carrera
El
día que la abuela Irina falleció, mamá llamó por teléfono y me pidió, con
carácter de orden, que me encargara de todo lo referido “mi abuela” que ella no
pensaba volver a ese pueblo de mala muerte, ni volver a esa casa del demonio
...”que seguro está embrujada”...
La
relación de mamá con la abuela no fue de las mejores. Y me crié escuchando a
una maldecir a la otra. Una vez papá me dijo, “No les hagas caso, se aman pero
gatos grandes no comparten jaula”. Será por ello que antes de cumplir los
veinte me fui a vivir sola.
Para
feriados de carnaval, tomé prestado el coche de papá y fui a cerrar la casa de
la abuela. Tres años habían pasado de la última vez que la visité en "El
Dorado" un pueblito encantador, sólo de visita. Sus casas, sus calles, su
gente parecen haberse detenido en el tiempo. Será por ello que Irina decidió
quedarse allí, nunca se lo pregunté.
Cuatro
días me tomó juntar todo aquello que podía ser útil muebles, ropa, utensilios
de cocina y libros que ya tenían destino, el hogar El Remanso, donde concurro
dos veces por semana a dar una mano. Cuando los muchachos de la mudanza se
llevaron todo decidí pasar una noche más y seleccionar para mí retacitos de
Irina para que me acompañe y no quede perdida en los velos del olvido. Mamá ya
me había advertido “No quiero nada”
Cenando
en la única casa de comidas del pueblo, se sienta conmigo a la mesa, una amiga
de mi abuela, no la conocía pero recordaba haberla visto en el sepelio. Pedimos
una botella de vino y entre copas pudo contarme parte de la vida de Irina que
yo no conocía y antes de irse me dejó una caja, que la abuela le había pedido
guardar, y ahí se fue mi mágica amiga dejándome llena de preguntas.
Ya
en la casa buceo en el tesoro que había llegado por casualidad a mis manos, las
pocas pertenencias de Irina esa abuela extraña para mí, extraordinaria para la
señora de la casa de comidas.
La
caja contenía fotos, recortes de periódicos viejos, retazos de tela con fechas
en el reverso y atadas con una cinta de raso las cartas que habían sido
escritas por ella y su amado Esteban, mi abuelo. En su juventud Irina había
pertenecido a una compañía de circo que deambulaba por todo el territorio. Eran
nómades buscando alimento y refugio en cada pueblito que visitaban. En una de
las fotografías podía verse a mi abuela en su atuendo de “Adivina” polleras
largas, pañuelo en la cabeza, los pies desnudos y sus manos colmadas de anillos
y pulseras, eso recuerdo de Irina, el tintinear de sus pulseras.
La
noche que Irina conoce a Esteban el Circo El Coloso, según un recorte de
periódico, se encontraba en el pueblo Frontera en la provincia de Formosa a
orillas del Río Paraguay. Esteban había ido al pueblo a ver que era eso de la
atracción del Circo, y ahí la vio a la adivina mestiza, sus ojos color
aceituna, la piel bronceada por el sol del norte entre velas y tules. Nunca
recordaría lo que le predijo, quedó
hipnotizado si recordarían que hubo un
eclipse de luna dejando el pueblo a oscuras por un rato y con los sentidos
desordenados por unos días a unos cuantos. El día que el circo levantó su
tienda, Irina y Esteban cruzaron al Paraguay y no se supo de ellos por un
tiempo.
Cuando
queda embarazada de mi madre vuelven y se instalan en El Dorado, él se
dedicaría a la madera e Irina no dejaría los vicios de la adivinación. Venían a
consultarla si encontrarían el amor, otras veces, cómo perderlos.
Todos
los recortes de periódicos mostraban alguna catástrofe o noticia relevante
siempre relacionada con algún acontecimiento familiar. El día que muere
Esteban, en un accidente talando árboles, un recorte anuncia una extraña
invasión de langostas. La noche que mi madre naciera hubo un tornado, dejando
al pueblo aislado por las inundaciones.
La
vida de mi abuela se encontraba en esa caja entre mis manos, unos pocos
recuerdos de mi niñez, retacitos de mis vestidos de niña guardados con fecha,
algunas historias de mi madre que renegaba de su infancia poblada de gente que
entraba y salía de la casa en busca de una pócima que calmara calambres o una
palabra de consuelo.
Decide
dejar a la hechicera entre sus brebajes y reuniones de aquelarre, viene a
Buenos Aires tratando de dejar el pasado y ser simplemente Luna.
La
llamo y le digo: “vieji todo listo, quedó vacía. Mañana viene el martillero y
la pone en venta.
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