PASAJEROS
Florencia Bellora
Su
atención por favor, este tren no conduce pasajeros.
Zumbaban
los altoparlantes de la plataforma subterránea al mismo tiempo que bajaban hordas
del tren.
Fue
curiosa la sensación que me asaltó al poner los pies sobre el andén. La
afirmación que hacía esa voz anónima por el altoparlante retumbaba todavía en
el aire y al levantar la vista entendí a que se refería.
Se
levantaban de sus asientos y apuraban el paso hacia la escalera mecánica
cientos de casi humanas monstruosidades.
Caras
pálidas, algunas verdosas, y enceradas, de ojos inmensos y múltiples, con
mechones de pelo en parches enmarcando bocas tan tirantes que ninguna estaba
cerrada, dejando entrever bajo los labios azulados, dientecitos marmóreos
espaciados y desordenados.
Se
escuchaba la rítmica respiración de aquellos seres que 20 segundos antes del
anuncio, eran humanos, por lo menos a primera vista. El aire se volvió denso y espeso, visibilidad
nula; ¿por dónde respiraban si no tenían narices?. Humanidad anfibia y subterránea.
Los
otros vagones venían cargados de lo que parecían ser otra especie de
monstruosidad. Esbeltos cuerpos femeninos, larguísimas piernas envueltas en
escamas azules, cinturitas de avispa y proyecciones tentaculares dispuestas
como grandes polleras. Entre las tetas inmensas, una luz cristalina, que
iluminaba esas caras, que a pesar de las densas escamas, eran perfectas. Narices pequeñitas, ojos grandes entornados
con grandes pestañas plateadas, y labios carmín, cerrados en un beso.
Se
oía un zumbido constante que envolvía a ese grupo reptilesco de mujeres. En su
tránsito por el andén, de paso firme y sereno, fueron desplegando pequeñas alas
transparentes, batiéndolas limpiaron el ambiente de aquel aire espeso exhalado
por aquellos anfibios.
No
sabía que pensar. Me encontré sentada en un banco sin entender que eran
aquellos pasajeros, y me azotó la duda, ¿habría mi cuerpo sufrido una
metamorfosis al salir de ese tren? Miré en derredor, no había espejos, y la
gente volvía a acumularse tras las líneas amarillas esperando el próximo tren
hacia Catedral.
Saqué
un espejito de la cartera, después de mucho revolver, viendo que mis manos
seguían siendo las mías, empecé a respirar más despacio. Lo abrí a la altura de la cara, con los ojos
cerrados. En el momento que iba a
abrirlos, siento el peso de una mano en la espalda, una respiración frutal que
me envolvía, y una voz tan serena, melodiosa, un murmullo "solo alcanza
con mirar para adentro."
Con
los ojos aún cerrados, guardé el espejo. Agarré el saco. Salí al frío de la
noche, y decidí que no estaba para multitudes, caminé.
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