AHOGOS VENECIANOS
Marta Comelli
Los
delicados y fríos tonos de un Crucifijo del siglo XIV parecen ahogarse ante las
‘’Catorce Estaciones del Viacrucis ’’ de Tiépolo. Allí estoy y sobrevivo al
paso del tiempo, al atropello humano, descarnado, a los colores tiernos y
desfachatados de Venecia. ¿Sin Ti?
Parada en San Paolo, luego de verlo sofisticadamente
envuelto en su turbante de oros y amarillos, el Indú, me mira con recelo.
Parece recordarme cuando Murano, Lido, los ahogos de entonces, como estos de
una cruz que entregué hace un momento en manos de San Giácomo de Rialto. La
bocanada de aire puro llega al bajar las escalinatas para acceder a su campo,
donde el ‘’gobbo’’ atrapa mi mirada, ese
hombre fatal y arrodillado que la sostiene. Piedra de siglos, mito, allí están
juntos, escalinata y jorobado del Rialto, fe, esperanza de misericordia en las
velas encendidas al santo de la reconciliación.
¿Él
me sigue o me persigue?
Rosas
blancas, inmaculadas, cuelgan sobre un
puente y se deshojan al roce de mis
manos ávidas buscando, entregando caricias. Sutil descubrimiento de la tersura
de esos pétalos, sensuales, aterciopelados. Me asfixio. Él me mira fijo ahora y
enfrenta. Nos mezclamos, nos buscamos entre los frutos del mercado, entre las
flores, sus perfumes. Tú, ¿dónde estas?
Él, juega con su turbante, lo acaricia, Yo con los frutos. El espacio se ilumina con un sol abrasador,
las conversaciones musicalizadas, el
colorido coloquio de ese mundo matinal
al que nos sometemos, a sus sensaciones, sus delicias. Jugamos el juego
de la caricia y el olvido, de la lejanía
y el casual rencuentro luego de años, cuando su mirada fue una llave al candado
de mi angustia.
Entonces,
Tú corrías puentes desde mis manos, brotabas palabras desde los ojos autómatas,
desprolijos de incredulidad y miedo.
¿Él, dónde se gestaba, surgido de la
imaginación de quién, en qué ocultas miradas o palabras?
Otro
campo, es San Polo de imprevista austeridad ante los ojos. Me aquieto. Palacios
que conservan con orgullo su belleza, y allí, Él se acerca, ya no me mira con
miedo, en sus manos oscuras brilla un vaso rebosante de un líquido rojo, lo
acerca a su boca, bebe, sensual bebe, me mira luego y lo eleva en un brindis.
En sus ojos no hay desesperanza, desamparo,
ni en los míos. Ofrece con su mano una aceituna que bordeara el vaso, pasa y
sigue, pasa y quedan, su aroma, su no voz, su mirada serena de tierras
delicadamente oscuras, distantes.
Desde
lejos, con la mano en alto, Tú me
reclamas. Otra vez el hueco del que me rescatas, y salto.
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