QUIÉN LO IBA A PENSAR…
Gerardo Penini
Le
juro, pero que se mató, se mató. Así, no sé si de repente o fue poco a poco,
sólo le puedo decir que nadie, pero nadie iba a pensar que terminaría como
terminó.
Todos
lo admirábamos un poco, fíjese que ser escritor y en esta ciudad. Casi un
héroe. O casi todos lo admirábamos, la verdad ahora que lo pienso es que para
algunos era un perdedor, un iluso. Para otros nada más que un tipo pintoresco.
Tal
vez empezó hace tiempo, cuando un día que lo fui a visitar estaba charlando
sentado al fresco, bajo el gran damasco del fondo. Hablaba muy animado y en eso
vi cómo caían damascos maduros. Le juro, caían y caían sobre él, que seguía
conversando con alguien que yo no pude ver. Cosa muy rara, porque la fruta por
más que esté madura no cae así, toda en una tarde. Pero los damascos no paraban
de caer. Cuando él estaba tapado por esa pila fragante empezaron a llegar
abejas, saludé nomás desde la galería y salí a la calle.
No,
ya le dije que no pude ver con quién hablaba. Después salió publicado ese
cuento tan lindo sobre las abejas que llevaban néctar de los damascos a la
abuelita que hacía dulce y la planta que hablaba. No sé para qué se lo cuento,
usted lo debe haber leído.
Ahora
le digo que susto grande me llevé cuando lo vi con unas gotas de sangre en la
camisa. En ese momento fue tal la impresión que no reparé en que era una camisa
cuello duro ni en que tenía un moño de seda desarmado bamboleándose sobre el
pecho. Aparte de las gotas rojas me llamó la atención una larga pluma como de
águila que esgrimía en el aire y una música que llenaba toda la casa. Pero no
tenía radio ni tocadiscos ahora que lo pienso. Le juro que esa vez le grité…
¿Qué te pasó? Le dije mientras trataba de verle alguna herida. “Nada – me dijo-
estoy escribiendo palabras de amor, tal vez un poema o tal vez no”. Me quedé
parado sin saber qué hacer y él se trepó a la vieja escalera de hierro haciendo
ademanes, como dirigiendo la orquesta que ya no tocaba, y tampoco tenía ya la
pluma en la mano. La risa de un chico que pasaba en bicicleta cortó todo, ni
supe en qué momento desapareció dentro de la casa.
Después
de publicado el libro de poesías lo vi más flaco…no sé, quizá tendría que haber
sospechado, estaba más pálido. Pensé alejarme pero no pude, éramos muy amigos
desde la infancia. Para colmo me dijo lleno de entusiasmo: ¡Ahora a meterme de
cabeza a escribir una novela! ¡Será mi novela! Tendría que haberlo acompañado
más, pero le juro que nadie iba a pensar.
Aunque
no, ahora creo que no, no se mató. Fue ese día que le preguntaron ¿Y para qué
sirve escribir? ¿Para qué leer tanto? Aunque no me acuerdo si lo escuché o lo
leí en su libro.
No
señor, ahora por fin es el dueño inmortal de su propia novela, esa que termina
con un pobre tipo sentado con los ojos muy abiertos, evaporándose con el humo
el día que quemaron todos sus libros, los libros que él leía a lo largo de la
novela.
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